La señora Lirriper (36 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La señora Lirriper
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Iba a decir que fue la época más feliz de mi vida; pero en una verdadera vida todo es beneficio, y los pesares que nos acontecen no son más que sólidas piedras fundacionales, enclavadas en una insondable oscuridad, y sobre ellas se asientan nuestras alegrías. Recordarás el primer servicio fúnebre que tuviste que leer, cuando me pediste que estuviera a tu lado junto a la tumba abierta, pues nunca antes habías pronunciado palabras de desconsuelo. Era el funeral de un niño pequeño y la minúscula tumba, cuando le echaron la tierra encima, era poco mayor que una topera en un prado; sin embargo, tu voz vaciló y tus manos temblaron al sembrar la primera semilla en nuestro camposanto. La noche otoñal cayó cuando guardábamos silencio junto al ataúd sin nombre, mucho tiempo después de que la madre y su compañero, que lo habían llevado a su tumba solitaria, se hubieran vuelto a casa. Un aleteo cercano nos hizo elevar la mirada y en los abetos vimos a cuatro cuervos que emprendieron el vuelo por el cielo oscuro de regreso a sus nidos en la llanura. Sabes que el vuelo de las aves siempre me inspira vagas supersticiones, y el lento batir de su negras alas, mientras azotaban el aire para alzar el vuelo, me causó un súbito temblor y un escalofrío.

—¿Qué te ocurre, Jane? —preguntaste.

—No me pasa nada, señor Scott —repliqué.

—Llámame Owen —respondiste poniéndome la mano en el brazo y mirándome directamente a los ojos, pues ambos éramos de la misma altura—, no quiero que me llames de otro modo. ¿Has olvidado que jugábamos juntos de pequeños? ¿No recuerdas cuando me caí en el estanque en el valle y tú no perdiste el tiempo con gritos inútiles, sino que te metiste en él y me sacaste del agua? Me llevaste a casa en brazos, por el sendero que sube a la montaña, y tuviste que pararte a descansar varias veces, mientras yo miraba tranquilo tu rostro sonrosado. Tu rostro ahora no está sonrosado, Jane.

¿Cómo iba a estarlo cuando tus palabras me causaban un dolor tan hondo? ¡De pronto me pareció que te llevaba muchos, muchos años! Varias veces me había sorprendido calculando nuestras edades con meses y días y siempre descubría con una vaga punzada de dolor que eras tantos años más joven que yo. Pero el corazón no entiende de edades. Con la vida que había llevado en las montañas, una continua sucesión de inviernos y veranos, que llegaban inadvertidos uno tras otro, era como un potrillo de un año que sólo hubiese visto una primavera y tocado la escarcha de una Navidad. En cambio tú, con tu erudición y tu carrera, con los sesudos pensamientos que ya habían surcado de arrugas tu amplia frente, y la carga de los estudios que habían encorvado tus jóvenes hombros, parecías cargar con el yugo de unos años que a mí apenas me habían rozado.

—Lo recuerdo muy bien, Owen —respondí—. Me enorgullecía tener que cuidar de ti. Pero tienes que volver a casa, se está levantando niebla y no debes abusar de tus fuerzas.

Te lo dije con el antiguo tono de autoridad, y me dejaste sola en la pequeña tumba. El cementerio se extendía hasta el extremo mismo de la montaña desde donde se dominaba toda la llanura. Ahora estaba oculta por un blanco lago de niebla a ras de tierra sobre el que brillaban los rayos fríos y pálidos de la luna, que surgía furtivamente por detrás de las colinas; el tiempo de la cosecha había terminado, y las espesas nieblas de octubre se juntaban en los valles y pendían como nubecillas sobre los bosques en los recovecos de las montañas. Me volví conmovida hacia la tumba abierta, la primera del nuevo camposanto, que estaba esperando a que recogieran las ovejas para que el sacristán la cubriera para siempre de tierra; las manitas y los piececillos que descansarían allí eternamente nunca se habían manchado de egoísmo, y los labios infantiles sellados con un eterno silencio jamás habían pronunciado una palabra amarga. «Lo mismo ocurrirá con mi amor —me dije mientras contemplaba la estrecha y minúscula tumba—; lo enterraré aquí, ahora que es aún puro y generoso, como una semilla plantada en un camposanto; y de él brotará una cosecha de felicidad para Owen y una gran paz para mí».

Puede que la niebla otoñal fuese más perniciosa que de costumbre, pues esa noche enfermé de gravedad por primera vez en mi vida; no fue una simple dolencia, sino que estuve entre la vida y la muerte. Pensé en los meses que habíamos pasado juntos como si hubiesen ocurrido mucho tiempo antes y casi hubieran caído en el olvido. Mi madre se rió cuando acaricié su cabello gris con mis dedos débiles y le dije que me sentía más vieja que ella.

—No —respondió—, tenemos que ponerte más joven y guapa que nunca, Jane. Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestra mano por acicalarte antes de que bajes las escaleras y veas a Owen. ¡Pobre Owen! ¿Quién iba a decir que estaría más hundido y desconsolado que tu propia madre? ¡Pobre Owen! —Mi madre esbozó una expresiva sonrisa y me miró por encima de las gafas, pero yo no dije nada y me limité a mirar la ventana cubierta de escarcha, donde el invierno había trazado delicados dibujos en los cristales—. Jane —prosiguió, cogiéndome de la mano—, ¿no ves que es lo que todos queremos, el padre de Owen, el tuyo y yo? Lo pensamos antes de que viniese. Owen es muy pobre, pero tenemos suficiente para los dos, y lo quiero como a un hijo. Nunca tendrás que dejar la vieja casa, Jane. ¿Acaso no amas a Owen?

—Pero soy mayor que él —susurré.

—¡Menuda diferencia! —respondió con otra risa—. También yo soy mayor que tu padre, y ¿quién podría decirlo ahora? Y ¿qué más da, si Owen te quiere?

No pretendo culparte, pero tu actitud contribuyó en buena medida a alimentar las ilusiones que me devolvieron la salud y las fuerzas. Llamabas a mi madre «madre». Me enviabas mensajes cariñosos por medio de ella, que los repetía encantada en el mismo tono. Ningún paseo te parecía demasiado largo con tal de traerme flores de los jardines del valle. Cuando me recuperé lo bastante para bajar, me recibiste extasiado y agradecido. Insististe en que el salón azul, con su aire meridional y su revestimiento de madera, era el lugar más cálido de la casa, y no estuviste contento hasta que quitaron del rincón el gran sofá cubierto de cretona, con sus cómodos cojines, y lo pusieron enfrente de la chimenea, para que pudiera tumbarme en él, mientras tú te afanabas con tus libros; y muchas veces me leías una frase en voz alta o me alcanzabas un libro para que pudiera ver alguna página, mientras esperabas pacientemente, pues mis ojos y mi cerebro eran más lentos que los tuyos en captar el sentido. Incluso cuando estabas en la rectoría —pues durante mi enfermedad habías adoptado la costumbre de pasar allí las tardes, si no tenías trabajo en la iglesia—, me sentaba en tu despacho rodeada de tus libros, en los que habías subrayado pasajes para que yo los leyera. Tardé en recuperarme.

Una tarde estaba tumbada en el sofá, envuelta en el chal blanco de mi madre, y acababa de quedarme dormida cuando te oí entrar después de una de tus visitas a la rectoría. No sabría decir por qué no me desperté, a menos que me pareciese parte del sueño, pero cruzaste sin ruido el salón, y te quedaste uno o dos minutos a mi lado contemplando —lo noté— mi rostro y mis párpados cerrados. De haber estado mas dormida, no habría notado el roce leve, tímido y palpitante de tus labios con los míos. Pero abrí los ojos de pronto y te apartaste.

—¿Qué te ocurre, Owen? —te pregunté con calma, pues sentí, como por instinto, que aquella caricia no iba destinada a mí—. ¿Por qué me has besado?

—Me sorprende no haberlo hecho antes —dijiste— con lo mucho que te pareces a mi hermana. No tengo más hermanas, Jane, y mi madre falleció cuando yo era niño.

Te quedaste delante de mí, a la luz de la lumbre, con el rostro tan mudable y ruborizado como el de una niña, y me miraste con una alegría juvenil y optimista muy diferente al gesto tranquilo al que me tenías acostumbrada. Al verte, mis males volvieron como una carga olvidada que oprimiera mi corazón.

—Soy tan feliz… —dijiste acercándote otra vez a la chimenea y arrodillándote a mi lado.

—¿Es algo que puedas decirme, querido Owen? —pregunté, poniéndote la mano en el pelo, y maravillándome incluso entonces de la blancura y delgadez de mis pobres dedos. La puerta que tenías detrás se abrió silenciosamente, pero tú no la oíste, y mi madre se detuvo un instante en el umbral sonriéndonos; con una punzada comprendí cómo malinterpretaría aquella escena.

Después me hablaste, tímidamente al principio, aunque luego fuiste ganando confianza, de Adelaide Vernon. Yo la conocía bien: era una joven graciosa y seductora, coqueta como una colegiala, incluso en la iglesia, aunque su ceñuda y cetrina tía se sentara a su lado en el banco del pastor. Mientras hablabas con elocuencia de enamorado, su rostro joven y hermoso de tez sonrosada y delicada belleza apareció ante mis ojos, y tus cumplidos parecieron arrasar mi doliente corazón como si se desbordara una presa y el agua rompiera desoladamente contra mí.

No necesito recordarte los obstáculos que encontraron tus amores. El señor Vernon era reacio a casar a una sobrina sin dote con el cura pobre de Ratlinghope; pero su oposición no fue nada comparada con la furia vehemente con que te recibió la señora Vernon, que tenía otros planes para Adelaide. El pastor vino a casa —¿lo recuerdas?— y con lágrimas en los ojos, a pesar de que era un hombre orgulloso y reservado, nos contó que temía que la locura que la había tenido prisionera durante años bajo su techo volviera a aquejar a su mujer. En nuestra casa reinó un amargo, pero más soterrado, resentimiento, que tú sólo notaste vaga e indirectamente. Supe entonces con cuánta premeditación habían planeado nuestra boda tu padre y el mío. Tu amor insensato les pareció egoísta a todos menos a ti y a mí. Aunque también yo pensé algunas veces que parte del amor que te profesaba Adelaide nacía de un romanticismo infantil y de sus ganas de llevar la contraria. Sabes en cierta medida cómo te allané el camino y cómo busqué tu felicidad, como si de ella dependiera también la mía, y sin dejar que me dominase la frialdad de la decepción. Y acabamos saliéndonos con la nuestra.

A pesar de mi dolor, me gustó ver cómo supervisabas la construcción de la rectoría, la casa cuadrada de ladrillo rojo junto a la iglesia, con las puertas y las ventanas alicatadas con azulejos. Estaba a un tiro de piedra de casa, por lo que dejaste de frecuentar el salón azul y el polvo se acumuló sobre los libros que antes acostumbrabas a leer. No obstante, querías que yo participara de tu alegría. Cada vez que instalaban una nueva viga en el tejado, o colocaban una piedra angular en la pared, o los azulejos en las ventanas, me pedías que fuese a verlo contigo, por miedo a que pudiera no ser del gusto de Adelaide. Dejé a un lado mis tristezas —pues cada día crecía mi congoja— trabajando de firme en tu casa e ideando soluciones para que vuestro nido le pareciese elegante y hermoso a Adelaide Vernon.

La boda debía celebrarse el martes, y el lunes te acompañé a la rectoría. El sitio te era ya muy familiar, a excepción del ala sur con sus paredes cubiertas de hiedra y las ventanas del otro lado, que daban a una laguna alimentada por cien arroyos de montaña. Allí estaban las habitaciones de la señora Vernon, construidas para ella durante su prolongada y en apariencia incurable enfermedad, pues su marido le había prometido que siempre estaría bajo su techo. Ella misma se ocupaba de cuidarlas y casi nunca dejaba entrar a nadie. Al llegar a la casa, el señor Vernon me llevó aparte y me rogó que fuese a ver a su mujer, que se había encerrado en sus habitaciones la noche anterior y se había negado a recibirlo incluso a él. Recorrí el largo y estrecho pasillo que las separaba del resto de la casa y llamé suavemente a la puerta; tras un minuto de silencio, oí la voz de la señora Vernon que preguntaba.

—¿Quién está ahí?

—Sólo Jane Meadows —respondí.

Yo le era simpática, y, tras un momento de duda, se abrió la puerta y vi la alta e imponente figura de la señora Vernon envuelta en un batín que dejaba sus brazos nervudos desnudos hasta el codo; los espesos bucles de su cabello negro, apenas entreverado de gris, caían despeinados sobre su rostro cetrino. La habitación estaba llena de basura; la chimenea, cubierta de cenizas; y el cristal de la ventana tenía tanta mugre que no se distinguía el paisaje montañoso de fuera. Volvió a su sillón junto al fuego y me observó con el ceño fruncido y los párpados enrojecidos. El temblor de sus brazos, pese a ser tan musculosos, y el brillo de su rostro me indicaron con tanta seguridad como el aroma leve y empalagoso que impregnaba la estancia que había tomado opio.

—Jane —gritó, con lágrimas sensibleras que no trató de ocultar—, ven y siéntate a mi lado. Soy tan desgraciada, Jane… Tu madre vino a verme el sábado y me contó que estás enamorada de Owen Scott, y que todos querían que se casara contigo. Adelaide, esa muñequita de porcelana, no será una buena esposa y lo hará desdichado. Y tú también lo serás, como todos nosotros.

Se me encogió el corazón al pensar que podrías ser desdichado.

—No estoy triste —repliqué abrazándola y mirando sus ojos iracundos—. No sabe lo fuertes y tranquilos que nos volvemos al procurar la felicidad de aquellos a quienes amamos. No podemos decidir quién querrá a quién, y la voluntad de Dios no ha querido que Owen me escogiese. Hagámoslos lo más felices que podamos.

Permitió que la acompañara a su asiento y que le hablara de ti y de Adelaide de un modo que la tranquilizó; hasta aceptó vestirse con mi ayuda y reunirse con la gente que esperaba en la otra parte de la casa.

Pero la conducta de Adelaide tendía a irritar a la señora Vernon. No paraba de gastarnos bromas estúpidas, sobre todo a su triste tía, a quien acosaba con una mezcla de arbitrariedad e inquieta ternura que se expresaba de modo infantil, aunque con tanta gracia y simpatía que sólo la señora Vernon encontraba ánimos para regañarla. Me alegré cuando se hizo la hora de marcharnos, aunque tú te demoraste en el jardín contemplando a Adelaide, que se quedó en el pórtico, con su vestido blanco brillando entre las sombras, y te enviaba besos con una risa cuyo musical eco apenas llegaba a nuestros oídos.

Esa noche dormiste, como dormimos siempre, sin sospechar que nuestros allegados más íntimos puedan estar en peligro. Dormiste y fui yo quien veló toda la noche, y te despertó a primera hora de la mañana para avisarte de que el sol se estaba alzando sobre las montañas en un cielo sin nubes y de que era ya el día de tu boda.

Fuimos en seguida a la rectoría, donde los lugareños habían construido un arco de flores sobre la puerta. La señora Vernon, vestida con suma elegancia y cuidado, nos esperaba en el pórtico y nos recibió con un saludo serio pero amable. En toda la casa resonaban pasos precipitados y puertas que se cerraban y abrían, pero, aunque esperaste inquieto, nadie entró al cuartito donde nos encontrábamos, hasta que la puerta se abrió lentamente —tú te volviste con impaciencia— y el señor Vernon anunció que Adelaide no aparecía por ninguna parte.

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