La sexta vía (35 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: La sexta vía
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105

Angelo DeGrasso, agotado, comenzó a soñar lo que le pareció una indudable realidad. Se encontraba caminando por un sendero oscuro, envuelto en zarzas y olivos. Sus pasos eran lentos y seguían una vereda antigua y abandonada. Vestía el hábito inquisitorial, empuñaba un rosario y trataba de inspeccionar el paisaje que afloraba a su paso y que comenzaba a mostrar sus primeros secretos. Al final de la travesía le esperaba la fachada más inmensa que nunca hubiera visto, una fortaleza inexpugnable que se abría camino entre aquella maleza gris, detrás de un portón de hierro forjado, ornamentado y robusto.

Detuvo el paso. Estaba prendido en la contemplación de aquel castillo, del pórtico y los jardines opacos que invitaban a la devoción. Supo al instante que aquel entorno producía una experiencia espiritual que le obligaba a pensar una y otra vez en el motivo que le había llevado hasta allí, y fue entonces cuando prestó mayor atención y pudo divisar a su alrededor un cementerio que mostraba centenares de lápidas con sus leyendas y crucifijos devastados por el tiempo en torno a una bruma espesa que los asfixiaba.

En ese instante oyó una voz susurrante que provenía del bosque, cerca del sendero por el cual había transitado. Sin embargo, no se volvió porque justo delante de él, saliendo de entre la niebla del cementerio, distinguió siete siluetas que se acercaban al portón principal como fantasmas. El murmullo cada vez estaba más cerca, casi junto a su espalda, y terminó descubriéndose como el lamento de una mujer. Esta vez no pudo con la incertidumbre.

—Anastasia… —musitó al verla.

—Angelo —recitó ella.

El inquisidor dio unos pasos y se adentró en el bosque que ahora le reclamaba. La mirada de su medio hermana irradiaba angustia.

—¿Qué haces aquí? —balbuceó perplejo.

—No puedo entrar… estoy sola —le contestó dirigiendo su mirada al bastión fortificado mientras mostraba las mejillas húmedas de lágrimas sinceras, fruto del miedo y la soledad.

—Ya no. Ahora estás conmigo. —La aferró por los hombros con un instintivo afán de protección. La sensación de estar en el frío bosque no era grata.

—No lo entiendes. Jamás podré entrar contigo…

—Yo no iré a ningún lado sin ti. No te dejaré —le confesó el inquisidor.

Ella alzó el rostro y lo contempló con sus ojos ahora tan grises como el entorno.

—¿Te quedarías fuera por mí? —indagó con un hilo de voz.

Angelo DeGrasso volvió a mirar el castillo. Las siete figuras que ahora montaban guardia tras el portón enrejado eran cruzados ataviados para la batalla. Comprendió que estaban muertos. Los cruzados se mantenían en silencio mientras los observaban a él y a su hermana. Sabía que su destino estaba detrás de ese portón, su vida entera obedecía a una llamada continua para ser parte de esa fortaleza. Era una sensación que brotaba de su interior más profundo, de su instinto más noble y sincero.

—Debo ir, pero no te dejaré —dijo admirado de su confesión—. Vendrás conmigo.

—Yo no puedo entrar ahí. Por mi deseo hacia ti, hermano.

—Yo también te amo, y por ello te llevaré a donde yo vaya.

—Si quieres quedarte conmigo deberás elegir el bosque, pues estoy confinada para siempre a este paraje abandonado.

Contempló absorto el inmaculado rostro de su hermana tratando de iluminarla con el poder de su buena voluntad. Pero ella se acercó aún más, con los labios húmedos y la fragancia de las lágrimas.

—¿Me amas, Angelo?

—Sí.

—Dime entonces… ¿ qué significa la muerte para ti?

—Un estado de existencia.

—¿Serías capaz de morir por mí?

—Sí.

—Y si me encontraras en la muerte y en ese estado de existencia del que hablas estuviésemos juntos, ¿gustarías entonces de una muerte eterna en la plenitud de mi amor?

—Claro. ¿Por qué dudas de mí?

Anastasia posó sus labios en los de Angelo, tan suavemente que hizo que este olvidara su pregunta. El dominico terminó de besarla y se volvió hacia la fortaleza. Allí aguardaban los cruzados difuntos.

—Ellos son los protectores —apostilló Anastasia—. No saben de piedad, solo de obediencia y fidelidad. Protegen las murallas de gente como yo.

—¿Protegerla? Pero si dentro solo hay un cementerio…

—Te equivocas. El cementerio está aquí.

En aquel momento se abrió una ventana en el castillo y resonó un gran trueno, potente, que cayó de los cielos. De la ventana emergió un hombre, pero a pesar de la lejanía Angelo pudo contemplar nítidamente sus rasgos y complexión. Lucía un cabello cuidado, de barba prolija y castaña. Su mirada era serena, enigmática, capaz de crear una dimensión peculiar en la que los mensajes sin palabras eran entendidos como leyes y degustados como poemas.

Anastasia lo miró absorta y abrazó aún más fuerte a su medio hermano.

—¡No me dejes! —gimoteó—. ¡Mírame! El amor verdadero se perpetúa incluso en la muerte. Si me amas de verdad será para toda la eternidad.

Angelo no pudo evitar volver a mirar a ese hombre que se asomaba al balcón del castillo. Anastasia tomó la mandíbula del monje y lo forzó a que la mirara.

—Te daré mi amor por siempre. Te daré mi cuerpo y mi pasión y viviremos en el bosque. —Comprimió su pecho contra el suyo haciéndole sentir sus curvas femeninas, tentadoras, y se descubrió uno de sus senos, generoso, perfecto en volumen y forma. Los ojos de la florentina resplandecieron mientras su corazón latía en una entrega total.

Angelo estaba aturdido, se debatía entre la espontánea oferta y aquel otro deseo de volver a mirar al hombre del castillo.

—¿Por qué el castillo está gris y tenebroso? —recitó en voz baja para sí mismo.

—Porque nuestros ojos lo hacen gris, nuestras calumnias lo hacen lúgubre y lo cubren con las nieblas de los mitos del vulgo. Nosotros lo vemos como lo pensamos, con el descrédito y la falsedad que destilan nuestros corazones, y creamos allí tumbas que no existen.

—Has dicho que la muerte no está ahí dentro, Anastasia.

—Es cierto. La muerte no está en ese castillo, está fuera de él, aquí, en este bosque de colores inventados donde intentamos evitar la soledad, el abandono y la desdicha, porque estamos a espaldas de Dios.

—¿De Dios? Pero entonces… ¿de qué amor puedes hablar si estamos a sus espaldas? —Se volvió hacia el castillo mientras empezaba a comprender la trampa en la que estaba cayendo.

El hombre de cabellos largos y barba seguía la escena como si conociera cada palabra de la conversación, como si supiera leer sus corazones.

—Existe el amor a espaldas de Dios —ronroneó ella mientras llevaba la mano de Angelo hasta su pezón endurecido como un fruto seco.

El inquisidor escuchaba a su hermana sin dejar de contemplar al hombre glorificado y sin dejar de sentir el busto carnoso que ahora tenía entre sus dedos.

—Prometiste quedarte conmigo unido por nuestro amor toda la eternidad —convenía Anastasia—. Podrás abusar de mí todas las veces que quieras, te permitiré dejar tu semen en mis senos o en mi boca y fornicar cuando pidas.

El monje advirtió que los siete cruzados desenvainaban sus espadas. Entonces vio que una de las manos de aquel hombre de mirada penetrante estaba perforada y la alzaba con lentitud. Cuando la tuvo en alto, miró directamente al inquisidor, una mirada que recorrió el prado, que abrió el portón enrejado y le golpeó en la conciencia más íntima con la potencia de una marejada. La mano señaló con tres dedos. El tiempo se detuvo en aquella imagen y en el rostro perplejo del monje que entendió aquel misterio.

Los cruzados parecían en pie de guerra contra algo que Angelo aún desconocía. Entonces reparó en que esa que le abrazaba ya no era su hermanastra Anastasia sino un alma pestilente que le embaucaba en un bosque solitario y sombrío, pues su rostro se tornaba ahora diabólico, de sonrisa blasfema y desconocida.

—Con la esfera traerás la muerte absoluta —graznó.

Angelo, aterrorizado, la soltó.

La guardia de templarios salió del perímetro del castillo y la entidad demoníaca mostró temor. Miró a Angelo a los ojos y habló en un idioma muerto, con muchas voces que conversaban a la vez, entre un hedor insoportable de carne y lujuria.

—Ahora ve a por la esfera y mata a vuestro Dios —le ordenó. Su sonrisa producía un terror insoportable para cualquiera que contemplara la visión del odio absoluto.

En aquel momento, Angelo se incorporó abruptamente de la cama, horrorizado y sudando. Su respiración era entrecortada y la sensación de ansiedad le oprimía el pecho hasta el punto de asfixiarlo. Percibió las primeras claridades del alba en la ventana de la habitación pero aun así permaneció inmóvil, recordando las palabras del Demonio y la mirada penetrante de aquel hombre que reinaba sobre los cementerios y descubrió la máscara de la bestia. Ségolène abrió los ojos y lo miró extrañada.

—Ha sido una pesadilla —musitó ella, y acariciándole el cabello le obligó a recostarse junto a su cuerpo.

Pero el inquisidor estaba espantado, trataba de explicarse lo que le había parecido una incuestionable realidad.

—El Diablo… —hipó—, el Diablo está mirándome… Está siguiendo mis pasos como si fuese yo la pieza que completará su obra… Está disfrazado y yo le escucho. Y me engaña.

—Solo ha sido un sueño. Un mal sueño.

—La esfera —continuó Angelo—, la esfera matará a Dios…

—Descansa —le aconsejó—, ya hablaremos de tu sueño después. Ahora estás a salvo, conmigo. No dejaré que nada te asuste.

Tras unos instantes, los párpados de ambos se cerraron de nuevo como telones fatigados a la espera del nuevo día que no tardaría en amanecer.

Unos instantes después Ségolène abrió los ojos en la penumbra. Aquellas frases sobre el Diablo le habían producido una poderosa sensación.

XXVII. La muerte de Dios
106

Cerca del mediodía los cofrades llegaron a las inmediaciones de Vézelay. Habían entrado por un sendero rural poco transitado, cuajado de zarzas secas y árboles sin hojas. Todo aquel paisaje estaba cubierto por un manto homogéneo formado por la nieve que había caído copiosamente durante la noche y que alfombraba bosques y frondas. Vézelay se divisaba en la cima de un monte poblado, rodeada de tierras cultivadas. Las torres de la iglesia se erguían en el paisaje encumbrándose sobre el día plomizo y sus campanas sonaban entre nubarrones y vientos helados.

La sorpresa de Ségolène había rayado la incredulidad al saber que en esa iglesia benedictina, a solo algo más de treinta leguas de distancia de Autun, existía un pórtico gemelo al de su catedral erigido en la misma época. La iglesia abacial de Vézelay atesoraba las reliquias de María Magdalena, o al menos así lo indicaba la tradición, pero Angelo lo que buscaba no eran precisamente reliquias.

Angelo tomó la precaución de dejar el carruaje a cierta distancia de la iglesia. Sabía que mientras hubiera claridad su trabajo sería arriesgado, pues los fieles accederían en busca de oración y no podría actuar con sigilo. También imaginó que los confesionarios estarían abiertos y que habría sacerdotes atendiéndolos, por lo que caminó con disimulada indiferencia y sin detenerse hasta las puertas. Pronto se dio cuenta de que sus suposiciones eran acertadas: había demasiado movimiento.

—Lo haremos más tarde —decidió Angelo. Los finos copos de nieve escarchaban su cabello y sus ojos brillaban por el plan que estaba preparando—. Esta iglesia también es una abadía, son monjes benedictinos que cumplen la liturgia de las horas. En breve será nona y cesarán sus actividades para rezar. No tendremos demasiado tiempo, pues volverán para vísperas, a las cinco de la tarde, cuando la comunidad entera se reunirá en el altar.

—¿Y por qué no entrar después, cuando anochezca?

—Porque cerrarán las puertas de la iglesia para la hora completa, a las seis. Los benedictinos terminan el día a esa hora.

—Entonces ¿solo tendremos una hora, entre las cuatro y las cinco? —apuntó Ségolène.

—Es todo el tiempo que tenemos. Lo intentaremos entonces.

Angelo la tomó de la mano y ambos recorrieron el costado de la iglesia hasta el exterior del ábside central. Desde allí se podía contemplar el valle tintado de blanco por la nieve, los bosques vecinos y la armónica construcción románica que cerraba la cabecera de la iglesia. El ábside era la culminación natural de una nave gótica asentada por arbotantes y estaba coronado por una bóveda de crucería rematada por un crucifijo que en sus muros exhibía vidrieras llenas de color.

El Ángel Negro escudriñó las ventanas y los tejados, la torre y el campanario, cada detalle que pudiera facilitar una hipotética huida o una silenciosa entrada. Él no era de los que descartaban imponderables; lo había aprendido cuando tuvo que escalar para colarse en unos de los palacios más custodiados de Florencia, el mismísimo palazzo Vecchio, en busca del
Necronomicón
. Tanto aquí como en el palacio ducal florentino, si las cosas salían mal un escape bien calculado podría valer dos vidas.

Durante más de una hora, juntos, en silencio, recorrieron Vézelay, y en el mismo instante en que las sombras ganaban las paredes de la abadía se encaminaron hacia la iglesia. La hora había llegado.

107

La fachada de la iglesia era peculiar, mostraba un pórtico principal y dos laterales, dos torres elevadas y una imagen casi duplicada de la que se exhibía en Autun: un tímpano de piedra con el Cristo glorificado pero no visible desde el exterior.

Ségolène quedó perpleja y se le cortó el aliento cuando lo contempló: el pórtico principal era la antesala de otro que se escondía tras las pesadas puertas, casi oculto, en el acceso obligado de la iglesia. Allí, en esa pequeña galería, el pórtico interior permanecía cerrado con unas puertas de madera y hierro forjado. Fue todo muy rápido, tal vez por el apremio de no ser vistos o la misma ansiedad que había creado la espera. Una espera que al parecer había dado sus frutos.

Estaban solos delante de lo que ya no podía ser considerado coincidencia ni azar. Encima del portal principal se apreciaba un dintel de piedra soportado por tres columnas que abarcaba ambas hojas de los postigos, como en la catedral de Autun. Era también una excelsa representación del Cristo Pantocrátor rodeado por los doce signos del zodíaco.

—Aquí está el portal gemelo —murmuró Angelo extasiado.

—¡Increíble! —exclamó también extasiada Ségolène.

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