La sexta vía (43 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: La sexta vía
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Anastasia salió del lecho y desnuda lo rodeó hasta llegar junto al duque. Sigilosa, se arrodilló sobre la alfombra mojada para poner su rostro a la misma altura del suyo y, al tiempo que su mano apartaba con cautela los bucles del hombre, con un rápido vistazo comprobaba que en su cuello no estaba lo que en él buscaba.

Se volvió hacia la ropa tirada en un rincón, sus caderas balanceándose cadenciosas a cada sigiloso paso que daban sus piernas firmes y perfectas, desnudas, al cruzar la habitación. Se inclinó sobre aquel bulto informe de telas y palpó las vestiduras del noble hurgando en cada pliegue y cada bolsillo, en cada palmo de seda y terciopelo. Finalmente, una tibia sonrisa despuntó en su rostro cuando su mano dio con la cadena del duque, la que siempre llevaba al cuello con un manojo de llaves. Anastasia se puso en pie y las ascuas candentes de la chimenea alumbraron su desnudez. Quedó inmóvil, meditando por un momento, y su belleza se reveló casi irreal contra el reflejo de aquel resplandor que la mostraba como una diosa prostituida por las llaves de su salvación.

126

Hacia el sur, a pocas leguas de Verrés, el valle de Aosta se estrecha para ofrecer un acceso angosto y difícil. Justo allí se enclavaba la fortaleza de Bard, desde donde se domina el caudaloso río Dora Baltea. La roca desciende vertiginosa por paredes inaccesibles que protegen los flancos y terminan bajo el agua helada del río, otorgando a la fortaleza una privilegiada posición que parecía no prescribir con el paso de los siglos, pues había sido erigida durante el arcano siglo vi por un bárbaro invasor, el rey ostrogodo Teodorico.

Sin embargo, aquella madrugada los vigías de las torres del homenaje se sorprendieron cuando vieron ante sus puertas un ejército inconmensurable que ningún anciano de Aosta recordaba en los anales de la región, pues desde épocas medievales el valle no se abría a semejante ejército invasor. Solo que en esta ocasión no se trataba de bárbaros, sino de italianos, de una auténtica legión de más de treinta mil soldados católicos armados con mucho más que su fe.

Aquella hueste se difuminaba entre las sombras y la niebla bajo los pequeños copos de nieve que pululaban como cenizas en el aire. Era una tropa castigada y experta compuesta por hombres curtidos en la guerra. Muchos venían de Bulgaria y Hungría de detener el avance turco y no temían a la sangre.

Delante de aquel gran ejército vaticano que aguardaba entre las sombras y la niebla, bajo la nieve que se posaba sobre sus cabezas como cenizas venidas de ninguna parte, se encontraba su jefe, el cardenal luliano. Junto a él, montados también en potentes sementales, los generales y los estandartes vaticanos. La Iglesia había llegado al valle.

Los responsables del castillo de Bard, conmocionados, enviaron rápidamente un mensajero para avisar al duque de Aosta, que partió a galope frenético acompañado por un negociador que se encargaría de recibir a los católicos. Esa noche la muerte descendió como una sombra siniestra para instalarse en los corazones de todos.

127

Los insistentes golpes en la puerta no cesaron hasta que los pesados ojos del duque se abrieron. Pasquale Bocanegra se sentó en el lecho y se frotó los ojos. Un fuerte dolor de cabeza le oprimía las sienes y tenía la lengua seca y amarga. Desvió la vista hacia la puerta y se dejó llevar por un ataque de ira ocasionado por la inadmisible molestia.

—¡Qué demonios pasa! ¡Quién se atreve a despertarme! —Se puso en pie tapando su desnudez con el calzón y abrió el picaporte con violencia.

En el pasillo encontró unos rostros que nunca habría imaginado ver allí y que, por su expresión demudada y temerosa, explicaban por sí mismos la situación.

—Pero ¿qué hacéis aquí? —preguntó el duque.

Su consejero Martino Parlavicino estaba ante él acompañado por los mercenarios españoles, que se encontraban en condiciones deplorables.

—Hemos perdido el control de Aymavilles —informó el capitán Martínez, de capa rasgada y rostro polvoriento—. La capital de Aosta está siendo invadida por el enemigo francés y ya no tengo hombres para combatirle. Mustaine podría llegar aquí al amanecer.

Bocanegra se quedó petrificado, retrocedió unos pasos sin emitir sonido alguno y permitió sin percatarse de ello que los mercenarios descubrieran tras él los rastros de la orgía, pues Ségolène los contemplaba desnuda desde el lecho, aún sin alcanzar a entender el motivo de aquel abrupto despertar.

—¿Cuáles son las órdenes? —preguntó el consejero ducal.

Pero no llegó a responder, pues antes de que pudiera hacerlo la llegada apresurada de Darko y su discípulo, que entraron con prisa en la habitación como si se tratase de un puesto de mando, interrumpió el curso de sus nublados pensamientos.

—El ejército de la Iglesia ha llegado por el sur —resopló el viejo, siempre guiado por lord Kovac—. Son treinta mil. El vizconde de Bard no peleará contra ellos; envió un heraldo diciendo que intentará retrasarlos lo más posible pero que los dejará pasar sin resistencia antes que enfrentarse a una muerte segura.

—¿Que el vizconde no peleará? —preguntó incrédulo el duque de Aosta—. ¡Pero si es un comandante de mi ejército! ¡Eso es traición!

—Nadie dará su vida por vos —le respondió Darko con desdén y una inesperada crudeza—. No esperéis pleitesías estúpidas a la hora de la muerte cuando vos mismo no habríais dado la vida por el vizconde en la misma situación.

Bocanegra caminó colérico hacia el viejo y se enfrentó a sus ojos muertos.

—¡Deberíais darme la solución ya que me metisteis en todo esto! —gritó desaforado.

—No busquéis en mí las excusas —contestó el anciano sin inmutarse—. Fue vuestra la decisión de aceptar como paga baúles llenos de oro sin entregar la reliquia en su tiempo y forma por miedo a una traición. Ahora no me pidáis soluciones. Es hora de que afrontéis la victoria o la soga que, como a Judas, pende de un árbol en vuestra espera.

—¡Maldito brujo! —vociferó con todas sus fuerzas el duque—. ¡Me hicisteis abdicar de mi fe! ¡Me convencisteis para que aguardara un ejército protestante que nunca llega! ¡¿Y ahora esperáis que asuma mi destrucción como si yo hubiese sido el único responsable de todo?! —El italiano elevó un puño y lo agitó en el aire—. ¡Debería haceros decapitar hoy mismo por vuestro atrevimiento!

Lord Kovac se interpuso entre el noble y su maestro llevándose la mano a la cintura. Inmediatamente el capitán Martínez, dispuesto a proteger al italiano que le había contratado, entró desde el pasillo con su trabuco amartillado seguido por Calvente y Deluca.

—Calma —tranquilizó Darko al advertir los sonidos inequívocos de las armas preparadas para el ataque tan cerca de sí—, que nadie cometa una locura.

Kovac regresó al lado de su maestro deponiendo su actitud defensiva en tanto Martínez desmontaba el martillo de su mosquete, Calvente bajaba su espada y Deluca recogía el puñal en su funda.

—Entonces decid qué proponéis antes de que decida arrojar vuestro cuerpo por el acantilado de esta fortaleza —masculló el duque.

El astrólogo meditó. Sabía que era un momento difícil y que el trabajo de toda su vida bien podía terminar en nada, así como su propia vida.

—Debemos confiar en los suizos protestantes, su ejército está muy cerca. Ellos nos salvarán de los invasores.

—¡Los estamos esperando desde ayer! —exclamó Bocanegra—. ¿Qué os hace pensar que podrían venir hoy?

—La esfera —replicó Darko—. Si la entregamos, tal y como habíamos pactado en un comienzo, vendrán. Vos pusisteis condiciones a medio camino y los protestantes no sacrificarán sus tropas por algo que quizá nunca llegue a sus manos. Por eso se han detenido.

—¿Y qué garantías tengo de que vendrán una vez les haya dado la reliquia?

—Ya tenéis los baúles de oro, ¿qué más queréis como aval? ¿Acaso pensáis que vendrán y arriesgarán su vida solo por confiar en vuestra palabra? No muere por vos vuestro propio vizconde y pretendéis que unos desconocidos lo hagan en base a la misma palabra. ¿Pensáis que mentir no tiene consecuencias? ¡Todos saben que sois un mentiroso!

—Excelencia —intercedió el consejero Parlavicino intentando aplacar al duque, que rígido y extremadamente pálido había quedado en silencio tras oír al brujo—, por poniente vienen los franceses de Mustaine deseosos de venganza y por levante han llegado los cruzados del cardenal. No hay espacio en el valle para tanto enemigo ni digna escapatoria para un noble y sus sirvientes. Será mejor que contempléis el asunto de esa esfera que nos está arruinando. Podríais cederla y esperar la llegada del ejército protestante. ¿O es que acaso deseáis vivir desterrado de por vida en los bosques a causa de esa reliquia?

Bocanegra contempló por un momento todos aquellos rostros expectantes. Ségolène continuaba desnuda en la cama, pero su desnudez no era motivo de curiosidad pues la situación llevaba a todos a pensar únicamente en escapar de su propia muerte.

—Está bien —se resignó ante el alivio de los presentes—, enviad la reliquia ahora mismo a los calvinistas y que traigan al ejército para que nos devuelva el control del valle. Detendré al ejército de la Iglesia yo mismo —afirmó.

Los españoles se miraron entre sí con la sospecha de que habían sido contratados por un verdadero loco.

—¿Cómo pensáis frenar a un ejército de treinta mil hombres vos solo? —indagó Martínez. Su pregunta fue tan directa que ni siquiera se acordó de llamarle «Excelencia». Nadie le había dicho que tendría que luchar contra la Iglesia, nadie había hablado de abjuración ni de ejércitos protestantes. Aquello comenzaba a ser demasiado para él.

—Tengo un seguro —murmuró el duque.

Pero entonces observó el lecho percatándose de algo y comenzó a escudriñar por todos los rincones, cubierto solo por su calzón. Cuando los presentes le vieron agacharse y mirar incluso debajo de la cama no pudieron evitar mostrar su desconcierto. Fue uno de sus consejeros ducales quien rompió el hielo:

—¿Qué os sucede, Excelencia?

—Anastasia… ¿Adónde ha ido Anastasia? —preguntó Bocanegra desencajado.

—Es verdad… se ha ido, ya no está —confirmó Ségolène ante el estupor generalizado.

Darko habló con voz acuciante.

—Debemos darnos prisa en entregar la esfera, ya veremos luego dónde se encuentra la señorita Iuliano. No podrá haber ido muy lejos, estamos dentro de un castillo amurallado.

El noble le escuchó y, asintiendo, se dirigió a lord Kovac.

—Id al tercer piso y encontraréis la esfera en la cámara, dentro del cofre. Os daré las llaves. Llevadla a los establos, yo bajaré a ellos en cuanto me vista y os aguardaré allí. Pondré a vuestra disposición un caballo y escolta para ir al encuentro de los protestantes.

Dicho esto se inclinó sobre sus ropas buscando… pero la cadena con las llaves tampoco estaba donde la había dejado. Tras revisar sus prendas más de una vez, su ira le llevó a gritar de nuevo:

—¡Me ha robado! —bramó—. ¡Esa puta florentina me ha robado las llaves!

Pasquale Bocanegra de Aosta pateó la botella tirada en la alfombra, pisoteó su pipa de opio y lanzó un temible alarido en dirección al cielo. Aquella era la peor mañana de su vida.

—Excelencia, ¿queréis que la busquemos? —preguntó el consejero.

El duque se volvió violentamente con sus ojos inyectados en sangre.

—¡Buscad a esa perra ahora mismo por todo el castillo! ¡La quiero a ella y mis llaves! ¡Removed piedra por piedra si es necesario y traedla ante mí!

En aquel momento, pese a la cólera que le embargaba, comprendió que todo su futuro había quedado en manos de Anastasia.

XXXIV. Visión terminal del espíritu
128

Se oyeron los sonidos roncos del cerrojo y el picaporte de hierro se movió pausadamente como si la mano que lo empuñara dudara en entrar, hasta que la puerta del tercer nivel del castillo de Verrés se abrió por fin y en la penumbra, con la luz del exterior a sus espaldas, se recortó nítidamente en el umbral la figura de Anastasia.

La habitación estaba, más que fría, gélida, de sus paredes de piedra encastrada parecía brotar una intensa humedad que la chimenea apagada no contribuía a aliviar. Los monjes yacían acurrucados en el rincón más alejado de la única ventana y Anastasia, al verlos, no supo si alegrarse por haberlos encontrado por fin o angustiarse por su precario estado.

—Dios mío —murmuró cerrando la puerta a sus espaldas.

—Gracias al Cielo que habéis venido —dijo trabajosamente el jesuita Tami a causa de sus labios amoratados.

A su lado, acurrucado contra él, se encontraba el sajón Killimet, con los vendajes de sus ojos sucios y rasgados. La joven caminó presurosa hacia ellos y se arrodilló a su lado, aferró la mano helada del ciego y la frotó con fuerza entre las suyas para proporcionarle algo de calor. El jesuita sonrió desde su oscuridad y puso su otra mano en su hombro.

—Os ha traído el Espíritu Santo —afirmó con suavidad en su tono.

—Creí que jamás lograría salir de mi encierro —reconoció Anastasia embargada por el cúmulo de emociones contrapuestas que ahora se cernía sobre ella. Sabía muy bien lo que había tenido que hacer para llegar a aquel lugar. Recordó la orgía que constituyó el punto álgido del plan de fuga que había organizado y sus ojos se nublaron pasando del verde esmeralda al gris, un color tan enigmático como sus pensamientos.

—¿Qué ha sucedido con los demás? —quiso saber Tami intentando levantarse.

—Bocanegra tiene problemas —le informó Anastasia—, ha abjurado de la Iglesia, lo oí anoche. Al parecer todo el valle de Aosta está sitiado por los ejércitos del Vaticano.

Killimet alzó la cabeza y, con rostro ilusionado, exclamó:

—¡Qué excelente noticia! Tan pronto como las tropas de la Iglesia tomen el castillo podremos salir de aquí. Ojalá Angelo y la esfera hayan conseguido llegar lejos.

—Angelo está muerto.

Los hombres escucharon espantados aquellas palabras inesperadas y devastadoras.

—¿Muerto? ¡No puede ser! —casi gritó Tami palideciendo mientras Killimet se santiguaba con mano temblorosa.

—Murió en Vézelay —le confirmó Anastasia con los ojos rebosantes de lágrimas—. Dio su vida para proteger la esfera, pero no lo consiguió. La reliquia está aquí, en el castillo. Bocanegra se la ha negado a la Inquisición y ahora acepta las órdenes de Darko.

—¿Y Ségolène? —preguntó Lawrence.

—Es una bruja discípula de Darko —dijo Tami—. Estoy seguro que fue quien entregó a Angelo.

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