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Authors: Fran Ray

La siembra (42 page)

BOOK: La siembra
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Una mujer vestida de guarda forestal se acerca desde el bimotor. Lleva el cabello rubio recogido en una coleta y Henrik tiene la sensación de que quien se ocupa de la vejada y explotada África siempre es la misma clase de mujer anglosajona.

—Siempre llora muchísimo durante las despedidas —bromea Tracy, y le indica la puerta abierta del avión—. Hemos de darnos prisa, he oído que el doctor Bleibtreu ha llamado preguntando por usted.

Henrik se detiene en el último paso antes de subir, casi se tambalea pero logra recuperar el equilibrio. ¡Así que ya han descubierto el cadáver del chico!

—¿No le causará problemas llevarme? —atina a decir.

—Don't Forget Africa tiene mucha influencia —dice ella con una sonrisa displicente—, pero no son todopoderosos.

Henrik cree ver un brillo pícaro en su mirada.

—¿Conoce al doctor Bleibtreu? —pregunta. La mirada de Tracy lo fascina.

—Sí, me lo he encontrado un par de veces.

—¿Qué clase de persona es? ¿De qué parte está?

Ella lo mira a los ojos. ¿Acaso también siente algo?, se pregunta.

—Creo que comprendo mejor a los animales que a las personas —suspira.

Henrik sonríe y le parece que hace muchísimo tiempo que no sonreía así.

—¿Por qué me hace este favor? —pregunta, y el sudor vuelve a brotarle.

—Lo hago por África. Y ahora apresúrese.

Henrik entra, deposita el equipaje y la nevera portátil encima del banco trasero y se deja caer en el asiento del copiloto. Tracy cierra la puerta, le alcanza los auriculares, se coloca los suyos y pone en marcha ambos motores. Él inspira profundamente, procurando vencer las náuseas.

No obstante, en ese momento se siente feliz, a salvo y acompañado. Es un disparate, porque dentro de un instante flotará en el cielo a miles de metros de altura, lejos de todo ser humano... a excepción de Tracy, una mujer que acaba de conocer.

—¿Le da miedo volar? —pregunta Tracy por encima del ruido de las hélices.

Él niega con la cabeza.

Ella coge una bolsa de papel y la deposita en el regazo de Henrik.

—Por si acaso... Pero disfrute del vuelo. Hace buen tiempo.

Henrik procura relajarse pensando que hace lo correcto, al tiempo que Tracy conduce el avión hacia la pista de despegue y acelera. El cono de luz de los faros se pierde en la oscuridad y unos segundos después el avión despega y Henrik supera el instante de temor cuando pierde el contacto con tierra firme. El avión se eleva y rápidamente un profundo azul, en el que las estrellas son diminutos puntos de luz, rodea a Henrik.

«Gracias, Señor, por haberme impuesto este deber y por mostrarme el camino. ¡Ayúdame a que todo salga bien! Amén.»

17

Domingo 6 de abril, Ginebra

Que haya logrado salir de París sin problemas y que ahora pueda salir del aeropuerto lo sorprende, porque seguro que Lejeune lo está buscando y seguro que hace tiempo que descubrió el cadáver. Al volar por encima de los Alpes nevados, volvió a recordarlo: seis meses después de haberse conocido, acompañó a Sylvie a un congreso en Ginebra. Luego pasaron tres días en las montañas y Sylvie lo impresionó con su talento como esquiadora. Hasta los dieciséis años ella siempre pasaba las vacaciones de Navidad con sus padres en los Alpes franceses. ¿Por qué no volvieron a esquiar juntos?

Sencillamente lo olvidaron, de pronto ya no hubo tiempo para ir a esquiar. Citas, cursos de capacitación, turnos de noche, plazos de entrega. «Uno siempre cree que todo se puede postergar para más adelante. Pero más adelante siempre es demasiado tarde.»

Se vuelve hacia Camille, que acaba de dejar su bolso de viaje en el suelo. Hace un rato, ella le dijo que mediante la Milward-Foundation el nieto de John W. Milward, el creador de The Project, fundó la Logia masónica en 1973. Y, frunciendo el ceño, añadió que Mathilde le había dicho que Vincent había trabajado para la Milward-Foundation. Desde entonces no ha logrado quitarse ese hecho de la cabeza, cuyas consecuencias aún no comprende del todo.

—¡Ethan!

La voz de Camille lo sobresalta. Desde lo de Tromsø, a menudo se deja arrastrar por imágenes e ideas. Tarda unos segundos en comprender que han llegado al hotel y entrado en el vestíbulo del Crown Plaza, situado a poca distancia del aeropuerto, y que Camille le señala algo que figura en el folleto que sostiene en la mano.

—Mira lo que pone en el folleto de relaciones públicas de Edenvalley... —Carraspea y lee en voz alta—: «Nuestras semillas, a las que se ha proporcionado tolerancia ante los herbicidas y protección ante los insectos, no sólo suponen un aumento de la productividad sino también una ventaja para el entorno.» ¡Afirmar semejante cosa es un descaro! Después pone: «También estamos investigando el desarrollo de plantas resistentes a la sequía y de un mayor valor alimenticio. Con el fin de fomentar una agricultura más eficaz y menos contaminante, Edenvalley se compromete a mantener una comunicación fluida con los agricultores, los centros de investigación, los fabricantes de alimentos y los usuarios.» ¡Da rabia!, ¿verdad, Ethan?

Él se encoge de hombros.

—Qué quieres que te diga.

Ella no contesta.

Antes de aterrizar en Ginebra, el avión tuvo que atravesar un banco de niebla y Camille lo cogió de la mano. Como Sylvie. Cada vez que el avión se agitaba, creía que caería. También Sylvie debía de haber aferrado la mano más próxima. No significa nada, absolutamente nada. ¿De qué tiene miedo, de perder la distancia que lo separa de Camille? ¿De serle infiel a Sylvie? ¿De no perseguir su objetivo con la misma intensidad que antes?

—Vale, entremos. No queremos perdernos el discurso inaugural del director de Edenvalley, ¿verdad? —Ethan no puede permitirse ningún sentimiento, debe concentrarse en su objetivo. Quiere descubrir al asesino de Sylvie, a los responsables de éste. No quiere que Sylvie haya muerto en vano. Había algo que ella quería sacar a la luz... Pocas veces ha tenido algo tan claro como esto.

Faltan dos horas para la reunión de la Logia. La intensamente iluminada sala de conferencias evoca hechos claros y una visión de futuro objetiva, piensa Ethan al tiempo que recorren el pasillo central hasta las primeras hileras de asientos destinados a la prensa. Sin embargo, los rostros de los más de doscientos participantes, entre ellos seguramente algunos accionistas, más bien le recuerdan a un mitin político. Le cede el asiento del pasillo a Camille y se sienta entre ella y un fotógrafo calvo.

Un hombre de cabellos oscuros repeinados y mandíbula destacada sube al estrado acompañado de aplausos. Es James Stewart, el director de Edenvalley. Se acerca al atril, dispone sus notas, alza la mirada y sonríe. El aplauso se apaga de inmediato.

—Muchas gracias, damas y caballeros.

Habla con un marcado acento estadounidense y, aunque lleva un traje de corte moderno, de algún modo parece provinciano. Tal vez se deba al peinado, quizás a la gesticulación o la amplia sonrisa que exige aplausos.

—Como director de Edenvalley os doy la bienvenida. Vivimos en tiempos inseguros. La población mundial aumenta y el entorno está amenazado. A principios de los años setenta del siglo pasado se pronosticó una gigantesca hambruna debida al aumento demográfico global y al estancamiento del rendimiento de las cosechas. Edenvalley aceptó ese reto y actualmente ha pasado a ocupar el primer puesto mundial, no sólo en cuanto al desarrollo y la creación de herbicidas no contaminantes. También encabezamos el mercado en cuanto al desarrollo y la creación de semillas mejoradas gracias a la moderna bioingeniería. Mediante sus tres mil colaboradores diseminados por cien países, Edenvalley se compromete a colaborar en encontrar soluciones eficaces a las necesidades globales, cada vez mayores en el campo de la agricultura y la alimentación. Edenvalley es muy consciente de su responsabilidad con respecto al planeta y sus habitantes, y a diario se esfuerza por asumirla. Así, sólo en el año pasado hemos invertido más de quinientos millones de dólares en investigación y desarrollo.

Aplausos. ¿Qué diablos tenía que ver Sylvie con todo esto, como para tener que morir? Ethan se obliga a respirar lenta y profundamente para contener su ira cada vez mayor.

—Una empresa exitosa como Edenvalley siempre está expuesta a sufrir ataques y calumnias —prosigue el director—, es normal. Pero no dejamos que nos aparten de nuestro camino. International Help for Kids acaba de otorgarnos una distinción por nuestros envíos gratuitos de semillas de maíz a Afganistán e Irak.

Aplausos prolongados.

Ethan percibe la mirada espantada que le lanza Camille.

Delante de ellos, en el atril, James Stewart sigue hablando.

—Y ahora quisiera hacer pública una noticia que confirma que nos encontramos en el camino correcto. Y de paso también acallará a nuestros críticos. —Hace una pausa, pasea la mirada por el público fascinado y añade—: Anteayer, la EFSA declaró que nuestro maíz DR es absolutamente inocuo. Por tanto, ahora el cultivo de maíz transgénico también está asegurado en Europa. Sobre todo en las regiones secas de la península Ibérica, el sur de Italia y Europa oriental el maíz DR, es decir el
drought resistant,
resistente a la sequía, promete buenos resultados.

Aplausos entusiasmados.

¿Es eso posible? ¿Acaso se han obcecado, han caído en la trampa?

Arriba, en el estrado, James Stewart se ha despedido.

—¿Alguna pregunta?

Al oír la voz a sus espaldas, Ethan se vuelve abruptamente. Ya ha visto a esa mujer en alguna parte. Le llama la atención su largo cabello negro, que ahora lleva recogido en una trenza. ¿No lo llevaba suelto antes?

—Océane —oye decir a Camille—, te presento a Ethan Harris, el escritor.

Es como si la mirada de Océane quisiera atravesarlo, radiografiarlo, al tiempo que la sonrisa procura disimular sus intenciones.

—Encantada de conocerlo. ¿Qué escribe usted?

—Novelas —contesta en tono indiferente, puesto que ya no escribe. Comprueba que la mano de ella es estrecha y fría, y soltarla supone un alivio. Intuye que ella sabe muy bien quién es él, pero lo disimula. Su proximidad parece poner nerviosa a Camille—. Desde la muerte de mi mujer me ocupo del maíz transgénico y sus efectos en las personas —añade.

—Mi pésame, señor Harris... Seguro que su nuevo campo resulta interesante.

—Absolutamente. Se comprueban los efectos mortíferos que puede provocar la intervención en la naturaleza.

—De hecho, la naturaleza es muy sensible, tiene razón señor Harris. Por cierto, ¿sabe por qué se extinguieron los dinosaurios?

—Eso sucedió hace cincuenta millones de años —replica Ethan con aspereza. Está furioso consigo mismo, por tolerar la sonrisa helada de Océane.

—Sesenta y cinco, señor Harris. Un meteorito chocó contra la Tierra, en Yucatán. La temperatura de la nube ígnea formada por grava, vapor de agua y polvo alcanzó los diez mil grados. Durante decenios, los vapores envenenaron la atmósfera, llovía azufre y las temperaturas cayeron. Un tsunami de más de cien metros de altitud recorrió todo el planeta. Las plantas murieron y un ochenta por ciento de los mamíferos se extinguieron.

«Parece una predicadora.»

—Pero quizás el agua de la tierra se creó a partir de los choques de meteoritos —prosigue Océane sin esperar un comentario—. La verdad es que nuestro planeta no existiría bajo su aspecto actual si no fuera por las colisiones de asteroides. Fascinante, ¿verdad? —Océane inspira profundamente—. El modo en el que la muerte produce nueva vida, otras vidas. Si los dinosaurios no hubieran muerto, tal vez los humanos no existiríamos —añade, mirando a Camille—. Una idea curiosa, ¿verdad?

Ethan nota que Camille la escucha, subyugada.

—Además, el asteroide que casi colisionará con la Tierra el trece de abril de 2029 hace millones de años que viaja hacia aquí. ¿No le parece increíble?

«¡Esta mujer está loca!»

—Usted ama la muerte, yo no —contesta en tono frío.

Ella le lanza una sonrisa un tanto indulgente.

—Usted no lo comprende, señor Harris: sin muerte no hay vida. La muerte es un aspecto de la vida.

—Pues yo prefiero el otro.

Ella sonríe una vez más.

—Claro. Ah, y no se pierda el bufé. —Tras un breve saludo con la cabeza, se pone de pie y se aleja.

Camille la imita.

—He de hablar con ella —aduce.

Él la coge del brazo.

—No temas, sé cuidarme —dice Camille. Su sonrisa no logra disimular la tensión—. Apuesto a que no sirven maíz en el bufé —trata de bromear.

Él la sigue con la mirada hasta que desaparece entre la multitud de trajes y vestidos oscuros. Océane Rousseau le ha provocado una sensación extraña: es como si supiera mucho más acerca de él y de Sylvie de lo que aparenta.

18

La calefacción está encendida. Sus dos colegas suizas ocupan los asientos delanteros del coche de policía y, en silencio, observan la fachada del Crown Palace a través de las ventanillas empañadas. Huele a tapicería húmeda y champú. Hace ocho años que estuvo en Ginebra para asistir a un cursillo, recuerda. Por entonces Roland aún trabajaba en la Société Générale y los niños estaban en la guardería.

Su móvil vibra. «Camille Vernet, por fin.» Lejeune carraspea, siente un desagradable picor en la garganta que el aire acondicionado del avión ha empeorado. Lo único que le faltaba es un resfriado.

—¿Sí?

—Ahora está solo. La reunión tendrá lugar dentro de dos horas.

—Bien.

—Puedo confiar en usted, ¿no?

—Desde luego.

—Y usted no le dirá que yo...

—Descuide.

—Gracias.

Lejeune guarda el móvil. Anoche Camille Vernet se presentó en comisaría por voluntad propia. Antes de sentarse casi con alivio ante el escritorio de Lejeune, puso como pretexto que debía visitar a su padre. Dijo que el asunto del asesino en el apartamento de Harris y el tiroteo en España la hacían temer por su vida.

—Pero soy periodista, ¿comprende?

«Y yo, policía», le hubiera gustado contestar a Lejeune.

Camille Vernet dijo que Harris no parará hasta obligar al asesino de su mujer y a los instigadores a rendir cuentas ante la justicia.

—Y eso también le resulta útil a usted, ¿verdad, inspectora Lejeune? ¿Por qué no lo vigila y nos protege?

«A mí la vida del señor Harris me es indiferente, Madame Vernet. Quiero atrapar a la asesina. Quiero resolver el caso.» Pero eso no lo dijo, claro.

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