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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina

BOOK: La soledad de la reina
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Es este un libro íntimo y valiente que traspasa la solemnidad de las fotografías oficiales y también las biografías canónicas, para llegar por primera vez a ese territorio desconocido y misterioso que es el alma de Sofía. Una mujer fría por fuera, pero apasionada por dentro, con una juventud atormentada y una larga madurez llena de momentos de felicidad plena, pero también de grandes decepciones y sufrimientos. Una biografía llena de datos inéditos y de personajes interesantes, que nos muestran una reina de España que se ha ganado a pulso el lugar que ocupa en la historia de España, pero cuya vida privada no le ha aportado la felicidad que todo ser humano merece. ¿Ha valido la pena? ¿El precio ha sido demasiado alto?

Pilar Eyre

La soledad de la Reina

ePUB v1.0

Mezki
01.02.12

AUTOR: EYRE, PILAR

EDITORIAL: LA ESFERA DE LOS LIBROS, S.L.

ISBN: 978-84-9970-285-8

EAN: 9788499702858 FECHA: 17/01/2012

Capítulo 1

—Majestad, ¡cuidado! ¡La cabeza!

Sofía se agacha llevándose instintivamente la mano al cuello, donde flamea el largo fular que intenta proteger su frágil garganta del frío que la penetra como un punzón de hielo. Las peligrosas aspas del helicóptero emiten un zumbido ensordecedor y levantan ráfagas de nieve que le golpean la espalda; la luz inmisericorde de los focos delimita un triste perímetro espectral como de decorado de teatro. La reina rechaza toda ayuda con un gesto imperioso:

—Gracias, estoy bien, no se preocupen.

Las erres suenan más germánicas que nunca; el miedo a lo desconocido nos empuja, inmisericorde, a la infancia más profunda.

Bajan la escalerilla y una voz, en la que se mezcla el respeto y la piedad, le indica:

—Señora, ponga el pie aquí.

Lleva unos mocasines de piel fina que ya están completamente empapados. Todo lo que se ha puesto es inadecuado, porque se ha vestido deprisa y corriendo. El pantalón no combina con el jersey, y lleva encima una vieja pelliza que la doncella, Maribel, ha sacado de algún armario remoto y huele ligeramente a naftalina.

Del brazo le cuelga un bolso como un lenguado mustio.

Dos horas antes, cuando ha sonado el teléfono en la casa de la Pleta de Baqueira, adonde han llegado por la mañana, Sofía se estaba arreglando para ir a cenar a Casa Irene, en Arties, con el general Armada, que había sido secretario de la Casa y ahora es gobernador de Lérida. Es un ritual; la primera noche que pasan en el Valle tienen que ir a probar la olla aranesa que Irene les prepara con tanta ilusión, aunque la receta, según les dice siempre, «es fácil, se la podrían preparar en casa; es como un cocido pero con butifarras y “pilota”». Y Juanito se ríe siempre:

—Sí, eso, que la «pilota» no falte nunca, ¡y si son varias, mejor!

A Juanito le gusta tanto que siempre se despide con un beso de la cocinera. Sofía se ve obligada entonces a repartir también besos, cuando ella es de natural distante y la verdad es que no le gustan las demostraciones afectuosas ni el contacto físico con nadie que tenga más de cuatro años o menos de cuatro patas.

Ha oído el teléfono, pero, naturalmente, no se ha puesto. Además, nunca es para ella. Está abstraída escogiendo las joyas que Maribel le presenta sobre una bandeja:

—No, las perlas en la montaña no pegan.

Desecha el collar que le regaló su suegra, herencia de la reina Victoria Eugenia, un hilo de perlas muy gruesas que había formado parte de un collar largo, y escoge una cadena de plata, que va muy bien con la camisa de seda con lazo anudado al cuello de color salmón y amplias hombreras que piensa ponerse. Se mira en el espejo. 6 de febrero de 1981. Cuarenta y dos años, ojeras, el rostro algo cansado, ¡ha sido tan dura esta semana! Hace tres días han viajado al País Vasco y en la sala de juntas de Guernica los han insultado y los diputados han cantado el Eusko Gudiarak, puño en alto.

Aguantaron estoicamente, pero sudando por dentro. El rey incluso había tenido la humorada de ponerse la mano detrás de la oreja y decir:

—No se oye muy bien.

Hay ruido de sables en el ejército. El convulso gobierno de un desfondado Adolfo Suárez está dando los últimos y agónicos coletazos y nadie sabe lo que puede pasar.

Y Juanito, ay, Juanito.

Las infantas, tan Borbón, están en plena adolescencia, su única ilusión ahora es arreglarse para ir a bailar a Tiffanys esta noche.

Empiezan a pasar por sus primeras penas de amor, aunque a ella no le cuentan nada. Aquí, en el Valle de Arán, apenas las ve, aunque se las oye mucho: las botas de esquiar sobre el parqué, el timbre de la puerta, música en su habitación, ¡la prima Alexia, que habla tan alto! Pero la sonrisa solo le surge a Sofía, como brota el agua de la fuente, al pensar en Felipe. Se enrojecen sus mejillas, sus ojos brillan, sus pómulos se alzan, ¡así sonreía cuando se enamoró de Juanito, cuando bailaban juntos en la pista pequeña del Dorchester y sus alientos se mezclaban, se enredaban sus dedos y sentía el turbador roce de sus pestañas en la mejilla mientras la vida estaba todavía por estrenar!

Pero Felipe no ha venido, no es buen estudiante. Cuando le preguntan qué asignatura le gusta más
[1]
. siempre contesta:

—¡La siesta y la hora del recreo!

Y esta respuesta, que en sus hijas le hubiera enfadado, le hace reír a carcajadas aunque esté sola. A veces, cuando va en el coche, que Gaudencio conduce con tanta prudencia que parece que fueran andando, y se ve reflejada en el cristal mientras piensa en su hijo, tan formal en su uniforme gris y azul marino, intenta borrar el reflejo con la mano porque no le gusta esa mezcla de debilidad e indulgencia que denota su expresión. Por dentro se dice:

—Soy una imbécil.

Felipe tiene un examen pendiente, y se ha tenido que quedar en Madrid bajo la tutela de su abuela, Federica, la que fue reina de Grecia durante veinte años, el periodo más convulso de la historia de este país. Se ha quedado protestando, claro, porque por algo tiene solo trece años:

—Jo, mami, siempre tengo que fastidiarme.

Y se acercaba a ella, mimoso, y le enseñaba el aparato de los dientes:

—Mami, me duele mucho… yo creo que el fin de semana en el Valle me iría muy bien.

La abuela lo miraba desdeñosamente mientras, para que el príncipe no la entendiera, le comentaba en alemán a Sofía con un tono que nadie se atrevía a emplear con la reina de España:

—Qué blanda eres con este niño, Sofía, qué maleducado está, qué diferencia de los chicos Wurtenberg. ¡Eberhard me dijo el verano pasado que quería dedicar su vida a su país y que para entrenarse duerme sobre una tabla! ¡Si hubieras enviado a Felipe a educarse a Alemania en vez de a ese Rosales o Rosalos!

—Mamá, ¡te recuerdo que Wurtenberg no es un país y que Eberhart duerme encima de una tabla porque tiene la espalda torcida! Y que estamos muy contentos con el colegio Los Rosales.

Y luego se permitía esta pequeña pulla, de la que enseguida se arrepentía:

—Tú también educaste muy mal a Tino.

Pero ya Federica agitaba la mano por encima de su cabeza con tintineo de abalorios y pulseras, se envolvía en su chal multicolor, daba media vuelta y se alejaba rumbo a su habitación hablando sola por el pasillo, sin posibilidad de réplica:

—Bueno, bueno, yo solo digo que unos se sacrifican mucho y otros muy poco. Haced lo que queráis…

Y se ponía a cantar la única canción española que conocía y que le había enseñado la reina Victoria Eugenia:

—Se va el caimán, se va el caimán, se va para Baggganquilla…

Sofía debía apretar los puños y echar mano de toda la disciplina que había aprendido en su internado alemán para no estrangular a su madre allí mismo, pero lo cierto es que había estado a punto de ceder y llevarse al chico a esquiar, pero se sintió obligada a frenarse por miedo a los vitriólicos comentarios de la que fue reina de Grecia pero podría haber sido tranquilamente sargento de las SS en Buchenwald. Sofía sabe que el resto de la familia llama a Federica «la sargento prusiana» y que su nombre aún se utiliza en Grecia para asustar a los niños, y en el fondo lo comprende. Sus visitas, aunque deseadas, le dan siempre un poco de miedo. Federica, limitada ahora por fuerza al ámbito doméstico, escudriña a la familia y al palacio de La Zarzuela como si llevara incorporada mira telescópica en sus pupilas color acero:

—Este tono amarillo de los sofás no me convence, ¡no hace palacio!

—Este niño está muy mimado.

—Cristina es mona, pero ¡muy chicazo!

—Y para Elena, ¿qué buenos partidos tenemos en el horizonte? Ojalá se ennoviara con Eberhart, pero como la dejáis ir con jinetes y gente así, terminará maleándose. ¡Yo, a su edad, ya estaba casada!

Sofía intentaba protestar débilmente: «Mamá, no mientas, ¡tú te casaste a los veinte años!», pero Federica ya no la escuchaba, estaba tomando posesión de la casa, ¡con ella siempre hay por medio una maleta abierta, telas indias llenas de colores extendidas por los sofás, un collar de ojos de tigre colgando de una lámpara, velas aromáticas, estampas de santones que pone de pie en las estanterías, risas y conversaciones interesantes!

Ahora había venido para hacerse cargo de los principitos mientras los reyes viajaban al País Vasco. Esta era la excusa oficial, pero la verdad es que quería someterse a una pequeña operación de estética:

—Mira, ¿ves —se acercaba a su hija para enseñarle unos quistes insignificantes— estos bultitos? ¿A que son horrendos? Pues me los quito y después de paso me eliminan un poco de piel de los párpados para hacerme la mirada más joven.

Para qué quería estar más joven su madre, que vivía en un ashram en Madrás con la única compañía de Irene y de un gurú indio llamado Mahadevin, era un misterio para Sofía, pero ¡prefería no preguntar!

Se pone los pendientes, estos sí, de perlas y se da un golpe de cepillo, levanta una mecha con el peine y se echa laca, así, una y otra vez, hasta que el pelo le queda impecable, ¡es una de sus manías! Distraídamente, oye como cuelgan el teléfono. Prefiere pensar que era para Elena o Cristina antes que plantearse otra dolorosa posibilidad en forma de rubia de largas piernas. Apoya los codos en la mesa del tocador, se mira de cerca en el espejo, se estira la piel del rostro y se pregunta si ella necesitaría también algún retoque. Carlos Zurita le ha dicho con la autoridad que le da ser médico que lo de mamá es insignificante, pero aun así le ha prometido quedarse a su lado durante toda la intervención, ¡es tan buena persona y tan digno de confianza! La clínica es la Paloma y el médico de cirugía plástica, el doctor Vilar Sancho; se lo había recomendado Carmen Franco a la reina de Grecia:

—Nos ha hecho la nariz a todos y ya ve vuestra majestad el resultado, hasta Jaime ha quedado bien.

Es verdad. Las nuevas narices de la familia Franco se han convertido en el canon de belleza de los españoles, y además «Carmen madre», como la llaman en Zarzuela para distinguirla de la odiada duquesa de Cádiz, también se ha «hecho» los párpados:

—Nada, es una tontería, te sacan una tirita de piel; a mí me lo hicieron con anestesia local.

Pero Federica quería que la durmieran por completo; como es hiperactiva temía moverse o alterarse si oía como cortaba el bisturí. Le detectan la tensión alta, pero aun así nadie se alarma
[2]
. La anestesia correrá a cargo del doctor Aguado.

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