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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

La soledad del mánager (21 page)

BOOK: La soledad del mánager
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—El bar está cerrado.

—No quiero tomar nada. Quisiera hablar con usted y con su hija.

—Si es un periodista, puede irse por donde ha venido. Estoy hasta la coronilla. Váyase y tengamos la fiesta en paz.

—Eso es. Tengamos la fiesta en paz.

Dijo el hombre saltando de la furgoneta y quedando entre la mujer y Carvalho con las piernas abiertas y el cuerpo amenazante.

Le tiende Carvalho su carnet profesional y al leer la palabra detective el hombre se relaja.

—Es un policía.

Al balcón del piso se ha asomado una muchacha que parece un cincuenta por ciento de la mujer. —¿Más policías?

Llora la muchacha más que grita. Carvalho suelta la cabeza para que haga un signo imperioso y camina hacia la casa sin comprobar si le siguen.

40

—¿Cuánto durará este baile?

La mujer se ha calado el ceño.

—Todo está dicho y firmado. ¿A qué santo volver a molestar?

El hombre le aconseja prudencia con la mirada y la chica llega del piso de arriba con las veinteañeras tetillas trotonas bajo un jersey de lana fina.

—¿Es su marido?

—Es mi hermano. Soy viuda. Y si se han creído que porque soy viuda me achanto, van muy equivocados. Tengo un par de huevos donde hay que tenerlos y todo en esta vida me lo he ganado con lo que sea, pero me lo he ganado yo.

—El señor Antonio Jaumá…

—A todo le llaman señor. ¿Se refiere usted al muerto? Pues no era un señor. O al menos lo que yo entiendo por ser un señor.

—¿Le trató usted mucho?

—Nada. Todo lo que sé me lo han contado mis hijos. —¿Qué hijos?

—Aquí la chica y Paco, su marido.

—Así que usted nunca vio a Antonio Jaumá.

—Nunca. Llegó aquella noche cuando yo me había ido arriba a ver la tele. Hacían eso de Los hombres de Harrelson y no me lo pierdo.

—Según se dice, Jaumá se metió con su hija en una habitación y un rato después salió la chica medio en pelota llamando a gritos a su marido.

—Eso dicen.

—¿Es verdad?

La chica había bajado los ojos.

—Tú no contestes nada. Aún es una menor. Tiene dieciocho años.

—¿Quién contesta entonces?

—Si me da la gana, yo.

Se acercó Carvalho a la mujer y le dio un picotazo con el dedo en la nariz.

—Baja el tono, leche, que me rompes el tímpano. Contesta despacito y con educación, porque si no te voy a pegar una patada en ese par de cojones que dices tener.

Se aguanto la cólera en los labios y en los ojos para dejar salir un quejido y dos lágrimas de impotencia.

—¿Ésas tenemos? ¿Así se habla a una mujer?

—Te hablo como hablas tú. Como un camionero. Conque, venga. Basta de pitorreo. Tú, ¿por qué saliste gritando?

—Quería hacerme guarradas.

—¿Qué guarradas?

—Cosas. Pegarme. Cosas así. Verme mear. Llamé a mi marido. Lo sacó a empujones de la habitación y no vi nada más. Luego oí un tiro. Paco volvió muy nervioso y dijo que el tío aquél había sacado una pistola.

—¿De dónde? ¿Del ombligo? Porque de la habitación lo sacarían desnudo.

—Estaba vestido.

Había hablado la madre.

—Estaba vestido.

Confirmó la hija mirando hacia el suelo. —Qué paso luego.

—No sé nada. Paco lo hizo todo. Se marchó con esa furgoneta y volvió tres horas después.

—Yo oí cómo se marchaba la furgoneta y pensé: ¿Adónde va ese golfo a estas horas? Porque Paco es un golfo. Lo que ha hecho, hecho está y bien, porque mal nacidos como ese tío no merecen vivir. Si a uno le van las mujeres, pues a por ellas, pero por el camino más corto y no dando rodeos de guarro.

—¿Por qué se van?

—Porque hay mucha mala leche por aquí. Desde primeras horas de la mañana, entre guasones, periodistas y curiosos no paramos. Esto parece el zoo.

—Mi hermana ha vendido el bar y se va. Muy bien que hace.

Como si quisieran asesinarle, los ojos de la mujer se clavaron en los de su hermano.

—¿Vender el bar? Vamos a ver. Su yerno se entrega ayer. La noticia no ha salido en la prensa hasta hoy. La empiezan a importunar esta mañana y ahora, al mediodía, ya tiene el bar vendido, la casa levantada. ¿Quién se lo ha comprado?

—Bueno, sólo está apalabrado.

—¿Con quién?

—No lo sé. Me ha dicho que se pondría en contacto conmigo. Yo le he dado la dirección de una prima hermana que vive en Barcelona. De momento vamos allí para estar más cerca de Paco, y luego, según vayan las cosas, volveremos al pueblo.

—¿Tiene la policía las señas de esa prima?

—¿Para qué ha de tenerlas? Las tiene el abogado y con eso basta para cuando necesite a esta pobre cómo testigo.

—Venga esas señas.

Sacó el hombre un bolígrafo de su cazadora tejana y escribió la dirección en el canto blanco de la revista
Interviu
.

—¿Cuántos clientes de cama tienen ustedes? ¿Dos al día?

—Eso es cosa nuestra.

—¿Cuánto cobran por cada polvo?

Rompe a llorar histérica la chica. Le pega dos bofetadas la madre y la empuja contra una esquina de la habitación. Se revuelve encendida hacia Carvalho:

—¿Por qué no vinieron a hacerme preguntitas cuando el hijo puta de mi marido nos dejó plantadas? ¿Por qué no me preguntaron entonces cuánto dinero tenía en el cajón de la cómoda? Nada. Aquí no se acuesta nadie con nadie. Ésa con su marido y yo conmigo misma. Y de ahí no me sacan.

—Pero bien se acostó con Jaumá. Eso es prostitución.

—¿Acostarse? ¿Pero qué dice usted? Le dijo: Ven, monina, ven aquí que te voy a enseñar una cosa. Y esta inocente le siguió y así empezó el lío. ¿Le gusta la explicación? Pues no tengo otra. Y ya puede usted pegar patadas o guantas que de ahí no me sacan.

—Caballero.

Carraspeó el hombre lento, delgado, avejado, con las manos enormes llenas de posos de cementos y yesos.

—Caballero, civilizadamente, caballero. Comprenda usted que aquí se han pasado tragos muy amargos, muy amargos, caballero, y que mi hermana tiene su carácter, porque desde muy joven tuvo que abrirse camino en la vida.

—No te molestes en hacer discursos, Andrés, que éstos son de piedra.

—No, Fuensanta, no. Hablando, la gente se entiende. ¿Verdad, caballero, que usted comprende el mal trago por el que están pasando estas dos mujeres?

Pasó Carvalho entre los dos hermanos, el uno cargado de miedo y la otra de rabia. Miedo y rabia de pobres, pensó Carvalho, furioso contra ellos y furioso consigo mismo.

—Me voy. Pero esto no se ha acabado. Paso que deis, paso que tenéis que comunicar. Mañana quiero saber quién compra este Hotel Ritz, el nombre, los dos apellidos y la talla del pantalón. Cuidadito.

En el pabellón destinado a la venta de muebles le dijeron que La Chunga funcionaba desde hacía cinco años. La chica aún llevaba trenzas y la mujer vivía entonces con un gitano catalán dedicado a coger setas. Sobre todo cogía setas para secar y también setas de temporada para vender a los conserveros de Granollers. Un día desapareció el gitano y semanas después era sustituido por un transportista que trabajaba a destajo para una fábrica de piedra artificial de Aiguafreda. Después de aquél ya no se le había conocido ningún otro fijo. El bar daba cuatro cuartos. Clientela de inmigrantes: barrejes, carajillos, algún refresco, un bocadillo a algún despistado. La mujer empezó a enseñar las tetas y aquello se animó. Un día las enseñó la chica. Siempre había líos. Huellas de golpes. Putas sin suerte, comentó uno de los informantes. Luego la chica trajo al chulo ése, un auténtico mala cabeza. Pero al menos imponía cierto respeto a los clientes.

—Estaban de letras hasta aquí. Creo que uno de sus tíos la dejó embarcada en muchos líos y por muchas chapas que hiciera no daba abasto para pagar letras. La había utilizado a ella como firmante. Una estafa.

En la gasolinera le completaron los informes. El hermano de Fuensanta trabajaba de albañil en una de las cuadrillas de un constructor muy fuerte de Centelles.

—Fue el primero en venirse del pueblo. Luego pasó lo de siempre. Un hermano detrás de otro y al final los padres. Ya han muerto. Menos el albañil, los demás hermanos no quieren saber nada de la de La Chunga. Si les preguntas por ella la niegan; dicen: Esa señora no es nada nuestro. Les da vergüenza. El albañil aún aparece de vez en cuando. Un día me dijo: ¿Qué quiere que le haga? Es mi hermana y yo soy el mayor. Tengo cierta responsabilidad. ¿Qué le parece?

Esperó en la gasolinera a que le adelantara la furgoneta. Conducía el viejo con las manos siempre sucias de cemento y yeso. A su lado, tiesa y en la plena consciencia de su volumen, Fuensanta. Entre ambos asomaba la cara compungida de la puta adolescente. El albañil saludó a Carvalho con una ligera inclinación de cabeza. Fuensanta le envió un rayo jupiterino que arrancó ruido del cristal del parabrisas.

41

Compró butifarras en La Garriga: frescas, cocidas, de sangre y de huevo. Después de los alemanes, son los catalanes los europeos mejor dotados por su propia cultura gastronómica para sacar provecho del cerdo. Salvo en los jamones, blandos y siempre de sabor insuficiente, los cerdos del país tenían el honor de aportar auténticas maravillas imaginativas en forma de embutidos. Un excelente muestrario prueba de la reflexión de Carvalho aparecía sobre los manteles de la mesa distribuidora de la Fonda Europa, restaurante de Granollers al que Carvalho se escapaba de vez en cuando para comprobar siempre con sorpresa y admiración que conservaba su buena tradición gastronómica. En la mesa distribuidora se amontonaban los embutidos base de un plato que en el menú figuraba bajo el rótulo
«Matança del porc de Llerona»
. Como todo buen mineral, el plato tenía su ganga. Junto a los excelentes embutidos locales, probablemente de Llerona, se juntaba chorizo industrial y el húmedo jamón del país que más parecía tratado por el procedimiento de inmersión en el mar que por el de secado al aire. El llamado jamón del país tiene algún parentesco desgraciado con el jamón de Parma, pero sin adquirir la ternura sabrosa del italiano. Pedir la
matança del porc de Llerona
como entrante era un capricho pantagruélico que requería después un buen tino selector. Había que desdeñar jamones y chorizos y quedarse en la gama butifarrera, desde la consistencia de embutido de fondo del salchichón hasta la ligereza etérea de la butifarra de huevo o del fuet. El camarero dejaba sobre la mesa una tonelada de embutido, un cuchillo dispuesto a facilitar la voluntad de cortar y una fusta propicia para el degollado del embutido. Saciado el miedo angustiado de todo Pantagruel a morir sin haber comido todo lo que merece un ser humano, Carvalho siempre pedía en la Fonda Europea el
peu i tripa
, callos peculiares de tripas y pies de cerdo de una melosidad similar a la que los andaluces consiguen añadiendo morro a los severos callos castellanos. Le confortaba la voluntad de comer todo lo posible que siempre se advertía en los clientes de la Fonda Europa, especialmente los días de mercado, cuando la sala se llenaba de tratantes y viajantes cómplices a la hora de buscar los platos más hondos y anchos. Un restaurante además con espacios, de tal manera que cada mesa podía crear su propio entorno y ensimismarse en la operación de comer sin ser contemplada desde el balcón de la mesa próxima, con esa mirada de
voyeurs
de escotes que siempre tienen los envidiosos espías de lo que comen los demás. La ingenuidad de las pinturas murales de un modernismo devaluado, también era gastronómica. Temas y colores digestivos, bien porque metafísicamente puedan existir los unos y los otros, bien porque el comensal saciado esté dispuesto á los más intransigentes afectos por la ingenua pintura mural de un modernismo ¿evaluado. No estaba el vino a la altura de lo comible, y si bien la solución del Rioja era un mal menor, Carvalho comentó consigo mismo una vez más la falta de idoneidad que existe en Catalunya entre una excelente cocina popular y el mal acabado de sus vinos más populares. El postre de
mel i mató
de la Fonda Europa estaba a la altura del que podía comerse en el Ampurdán, y Carvalho lo pedía más por respeto a una cultura gastronómica que por goloso. Devoto del sentimiento trágico de la comida, le parecía que los postres no frutales siempre conllevan una reprochable frivolidad y los de repostería terminan por anular los sabores, que uno quisiera eternos, de los platos trágicos.

Con el hambre completamente derrotada, Carvalho mordió su Montecristo especial y con los primeros humos brotaron las iniciales reflexiones sobre cómo estaban y no estaban las cosas. Alguien trataba de establecer una lógica a la medida del asesinato de Jaumá y la prefabricación era tan evidente como irrefutable. ¿Por qué? Los descubiertos del balance de la Petnay podían ser el motivo, pero la Petnay los conocía y no había emprendido ninguna acción legal contra los supuestos estafadores, es más, parecía encubrirlos incluso por encima de las alarmas de Jaumá. ¿Quién había manipulado ese dinero? ¿Para qué? Las presiones políticas para cerrar cuanto antes el caso, el alarde económico de comprar un «asesino» que alegaría defensa de su honor y estaría en la calle dentro de dos años con unos cuantos millones en el bolsillo, la implacabilidad con que habían jugado los instigadores en el caso del desgraciado Rhomberg, y frente a este inmenso muro en movimiento contra Carvalho sólo tenía el débil asidero del encargo profesional de la viuda, un encargo frágil ante las presiones que sin duda a esta misma hora está recibiendo Concha Hijar. Si la viuda se retiraba, sólo quedaba la posibilidad de dar un escándalo político con la ayuda del contable Alemany y el ala izquierda de las amistades de Jaumá. ¿Ya mí quién me paga? Nunca había buscado la satisfacción de la obra bien hecha, pero sí al menos la de la obra hecha, y le molestaba dejar el enigma sin resolver como le molestaba un bricolage inacabado por culpa de un tornillo insuficiente o por la taita de previsión de no haber comprado un rollo de cinta aislante. La única motivación afectiva era el hijo de Rhomberg. La solidaridad con Jaumá era profesional, en cambio la solidaridad con el desconocido niño alemán la llevaba en la sangre, le salía del pozo de los terrores infantiles hacia la orfandad, del espectáculo de la miseria de los niños del barrio despadrados por la guerra o por las cárceles, fusilamientos, tuberculosis de la posguerra. La fragilidad de aquellos huérfanos que asomaban su cabeza rapada entre los geranios de balcones tan oxidados como el alma colectiva del barrio, le hacía nacer en el estómago la interesada congoja del animalito que descubre en la desgracia ajena la posibilidad de su propia desgracia.

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