La sombra del viento (60 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

BOOK: La sombra del viento
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Me desplomé entonces, incapaz de sostener la mirada un segundo más. La oscuridad se teñía de luz blanca y el rostro de Bea se alejaba en un túnel de niebla. Cerré los ojos y sentí las manos de Bea sobre mi rostro y el soplo de su voz suplicándole a Dios que no me llevase, susurrándome que me quería y que no me dejaría ir, que no me dejaría ir. Sólo recuerdo que me desprendí en aquel espejismo de luz y frío, que una rara paz me envolvió y se llevó el dolor y el fuego lento de mis entrañas. Me vi a mí mismo caminando por las calles de aquella Barcelona embrujada de la mano de Bea, casi ancianos. Vi a mi padre y a Nuria Monfort posando rosas blancas sobre mi tumba. Vi a Fermín llorando en brazos de la Bernarda, y a mi viejo amigo Tomás, que había enmudecido para siempre. Les vi como se ve a los extraños desde un tren que se aleja demasiado deprisa. Fue entonces, casi sin darme cuenta, cuando recordé el rostro de mi madre que había perdido tantos años atrás como si un recorte extraviado se hubiese deslizado de entre las páginas de un libro. Su luz fue cuanto me acompañó en mi descenso.

27 DE NOVIEMBRE DE 1955

POST MORTEM

La habitación era blanca, forjada de lienzos y cortinajes tejidos de vapor y de sol reluciente. Desde mi ventana se veía un mar azul infinito. Algún día, alguien querría convencerme de que no, que desde la clínica Corachán no se ve el mar, que sus habitaciones no son blancas ni etéreas y que el mar de aquel noviembre era una balsa de plomo fría y hostil, que siguió nevando todos los días de aquella semana hasta sepultar el sol y toda Barcelona bajo un metro de nieve y de que incluso Fermín, el eterno optimista, creía que yo iba a morir otra vez.

Ya había muerto antes, en la ambulancia, en brazos de Bea y del teniente Palacios, que arruinó su traje oficial con mi sangre. La bala, decían los médicos, que hablaban de mí creyendo que no les oía, había destrozado dos costillas, rozado el corazón, segado una arteria y salido al galope por el costado, arrastrando cuanto encontró en su camino. Mi corazón dejó de latir durante sesenta y cuatro segundos. Me dijeron que, al regresar de mi excursión al infinito, abrí los ojos y sonreí antes de perder el conocimiento.

No recuperé el sentido hasta ocho días más tarde. Para entonces, los periódicos ya habían publicado la noticia del fallecimiento del insigne inspector jefe de policía Francisco Javier Fumero en una trifulca con una banda armada de maleantes, y las autoridades andaban demasiado ocupadas en encontrarle una calle o pasaje al que rebautizar en su memoria. El suyo fue el único cuerpo hallado en el viejo caserón de los Aldaya. Los cuerpos de Penélope y su hijo nunca aparecieron.

Desperté al alba. Recuerdo la luz, de oro líquido, derramándose por las sábanas. Había dejado de nevar y alguien había cambiado el mar tras mi ventana por una plaza blanca de la que emergían unos columpios y poco más. Mi padre, hundido en una silla junto a mi cama, alzó la vista y me observó en silencio. Le sonreí y se echó a llorar. Fermín, que dormía a pierna suelta en el pasillo, y Bea, que le sostenía la cabeza en el regazo, oyeron sus lágrimas, un lamento que se perdía a gritos, y entraron en la habitación. Recuerdo que Fermín estaba blanco y flaco como una raspa de pescado. Me contaron que la sangre que corría por mis venas era suya, que yo había perdido toda la mía, y que mi amigo llevaba días atiborrándose de pepitos de lomo en la cafetería de la clínica para criar glóbulos rojos en caso de que yo necesitase más. Quizá eso explicase por qué me sentía más sabio y menos Daniel. Recuerdo que había un bosque de flores y que aquella tarde, o quizá dos minutos después, no sabría decir, desfilaron por la habitación desde Gustavo Barceló y su sobrina Clara, a la Bernarda y mi amigo Tomás, que no se atrevía a mirarme a los ojos y que cuando le abracé echó a correr y se fue a llorar a la calle. Recuerdo vagamente a don Federico, que venía acompañado de la Merceditas y del catedrático don Anacleto. Sobre todo recuerdo a Bea, que me miraba en silencio mientras todos se deshacían en alegrías y salvas al cielo, y a mi padre, que había dormido en aquella silla durante siete noches, rezándole a un Dios en el que no creía.

Cuando los médicos obligaron a toda la comitiva a desalojar la habitación y abandonarme a un reposo que no quería, mi padre se acercó un momento y me dijo que me había traído mi pluma, la estilográfica de Víctor Hugo, y un cuaderno, por si quería escribir. Fermín, desde la puerta, anunciaba que había consultado con el plantel de doctores de la clínica y le habían asegurado que yo no iba a hacer el servicio militar. Bea me besó en la frente y se llevó a mi padre a que le diese el aire, porque no había salido de aquella habitación en más de una semana. Me quedé a solas, aplastado de cansancio y me rendí al sueño, contemplando el estuche de mi pluma sobre la mesita de noche.

Me despertaron unos pasos en la puerta y me pareció ver la silueta de mi padre al pie del lecho, o quizá fuera el doctor Mendoza que no me quitaba un ojo de encima, convencido de que yo era hijo de un milagro. El visitante rodeó el lecho y se sentó en la silla de mi padre. Sentía la boca seca y apenas podía hablar. Julián Carax me acercó un vaso de agua a los labios y me sostuvo la cabeza mientras los humedecía. Tenía ojos de despedida, y me bastó mirar en ellos para comprender que nunca había llegado a averiguar la verdadera identidad de Penélope. No recuerdo bien sus palabras, ni el sonido de su voz. Sí sé que me tomó la mano y que sentí que me pedía que viviese por él, y que no volvería a verle jamás. De lo que no me he olvidado es de lo que yo le dije. Le pedí que tomase aquella pluma, que había sido suya desde siempre, y que volviese a escribir.

Cuando desperté, Bea me estaba refrescando la frente con un paño húmedo de colonia. Sobresaltado, le pregunté dónde estaba Carax. Me miró, confundida, y me dijo que Carax había desaparecido en la tormenta ocho días atrás dejando un rastro de sangre en la nieve y que todos le daban por muerto. Dije que no, que había estado allí mismo, conmigo, hacía apenas segundos. Bea me sonrió, sin decir nada. La enfermera que me tomaba el pulso negó lentamente y me explicó que llevaba seis horas dormido, que ella había estado sentada a su escritorio frente a la puerta de mi habitación durante todo ese tiempo y que, mientras tanto, nadie había entrado en mi habitación.

Aquella noche, al intentar conciliar el sueño, volví la cabeza sobre la almohada y comprobé que el estuche estaba abierto y que la pluma había desaparecido.

1956

LAS AGUAS DE MARZO

Bea y yo nos casamos en la iglesia de Santa Ana dos meses más tarde. El señor Aguilar, que todavía me hablaba en monosílabos y seguiría haciéndolo hasta el fin de los tiempos, me había concedido la mano de su hija ante la imposibilidad de obtener mi cabeza en bandeja. La desaparición de Bea le había afeitado la furia, y ahora parecía vivir en estado de perpetuo susto, resignado a que pronto su nieto me llamase papá y a que la vida, valiéndose de un sinvergüenza remendado de un balazo, le robase a la niña que él, pese a las bifocales, seguía viendo como el día de su primera comunión, ni un día mayor. Una semana antes de la ceremonia, el padre de Bea se presentó en la librería para regalarme una aguja de corbata de oro que había pertenecido a su padre y para estrecharme la mano.

—Bea es lo único bueno que he hecho en la vida —me dijo—. Cuídamela.

Mi padre le acompañó hasta la puerta y le contempló alejarse por la calle Santa Ana con esa melancolía que reblandece a los hombres que envejecen al mismo tiempo sin que nadie les haya pedido permiso.

—No es una mala persona, Daniel —dijo—. Cada cual quiere a su manera.

El doctor Mendoza, que dudaba de mi capacidad para sostenerme en pie durante más de media hora, me había advertido que el ajetreo de una boda y sus preparativos no eran la mejor medicina para sanar a un hombre que había estado a punto de dejarse el corazón en el quirófano.

—No se preocupe —le tranquilicé—. No me dejan hacer nada.

No mentía. Fermín Romero de Torres se había erigido en dictador absoluto y factótum de la ceremonia, banquete y miscelánea varia. El párroco de la iglesia, al enterarse de que la novia llegaba preñada al altar, se había negado en redondo a celebrar el matrimonio y amenazó con conjurar a los hados de la Santa Inquisición para que impidiesen el evento. Fermín montó en cólera y lo sacó a rastras de la iglesia, gritando a los cuatro vientos que era indigno del hábito, de la parroquia, y jurándole que como se le ocurriese levantar una pestaña le iba a montar un escándalo en el obispado del que lo menos resultaría desterrado al peñón de Gibraltar a evangelizar a las monas por mezquino y miserable. Varios transeúntes aplaudieron, y el florista de la plaza le regaló a Fermín un clavel blanco que procedió a lucir en la solapa hasta que los pétalos le quedaron del color del cuello de la camisa. Compuestos y sin cura, Fermín acudió al colegio de San Gabriel y procedió a reclutar los servicios del padre Fernando Ramos, que no había celebrado una boda en la vida y cuya especialidad era el latín, la trigonometría y la gimnasia sueca, por este orden.

—Eminencia, que el novio está muy débil y ahora yo no puedo darle otro disgusto. Él ve en usted una reencarnación de los grandes padres de la madre Iglesia, ahí en lo alto con santo Tomás, san Agustín y la virgen de Fátima. Ahí donde usted le ve, el muchacho es como yo, devotísimo. Un místico. Si ahora le digo que me falla usted, lo mismo tenemos que celebrar un funeral en vez de una boda.

—Si me lo pone usted así.

Según me contaron después —porque yo no lo recuerdo y las bodas siempre se empeñan en recordarlas mejor los demás—, antes de la ceremonia, la Bernarda y don Gustavo Barceló (siguiendo instrucciones detalladas de Fermín) embozaron de moscatel al pobre sacerdote para soltarle las tablas. A la hora de oficiar el padre Fernando, tocado de una sonrisa bendita y un tono sonrosado muy favorecedor, optó, en un vuelo de licencia protocolaria, por sustituir la lectura de no sé qué Carta a los Corintios por un soneto de amor, obra de un tal Pablo Neruda, al que algunos de los invitados del señor Aguilar identificaron como comunista y bolchevique irredento mientras otros buscaban en el misal aquellos versos de rara belleza pagana, preguntándose si ya se empezaban a ver los primeros efectos del concilio en ciernes.

La noche antes de la boda, Fermín, arquitecto del evento y maestro de ceremonias, me anunció que me había organizado una despedida de soltero a la que sólo estábamos invitados él y yo.

—No sé, Fermín. A mí estas cosas…

—Confíe en mí.

Llegada la noche de autos seguí dócilmente a Fermín hasta un tugurio infecto sito en la calle Escudillers donde los hedores a humanidad convivían con la fritanga más abyecta del litoral mediterráneo. Un plantel de damas con la virtud en alquiler y mucho kilometraje encima nos recibió con sonrisas que hubieran hecho las delicias de una facultad de ortodoncia.

—Venimos a por la Rociíto —anunció Fermín a un macarrón cuyas patillas guardaban una sorprendente resemblanza con el cabo de Finisterre.

—Fermín —musité, aterrado—. Por el amor de Dios…

—Tenga fe.

La Rociíto acudió presta en toda su gloria, que calculé colindante en los noventa kilogramos sin contar el chal de lagarterana y el vestido de viscosa colorado, y me hizo un inventario a conciencia.

—Hola,
corasón
. Yo te
hasía
más viejo,
fíhate
tú.

—Éste no es el interfecto —aclaró Fermín.

Comprendí entonces la naturaleza del embrollo y mis temores se desvanecieron. Fermín nunca olvidaba una promesa, especialmente si era yo el que la había hecho. Partimos los tres en busca de un taxi que nos condujese al asilo de Santa Lucía. Durante el trayecto Fermín, que en deferencia a mi estado de salud y a mi condición de prometido me había cedido el asiento delantero, compartía el trasero con la Rociíto, sopesando sus evidencias con notable deleite.

—Qué buenorra que estás, Rociíto. Este culo serrano tuyo es el Apocalipsis según Botticelli.

—Ay, señor Fermín, que desde que se ha
echao
novia me
tie orvidá
y
desatendía
, tunante.

—Rociíto, que tú eres mucha mujer y yo estoy con la monogamia.


Quia
, eso se lo cura la Rociíto con unas buenas friegas de
penisilina
.

Llegamos a la calle Moncada pasada la medianoche, escoltando el cuerpo celestial de la Rociíto. La colamos en el asilo de Santa Lucía por la puerta trasera que se empleaba para sacar a los finados por un callejón que lucía y olía como el esófago de los infiernos. Una vez en la tiniebla del
Tenebrarium
Fermín procedió a dar las últimas instrucciones a la Rociíto mientras yo localizaba al abuelillo a quien había prometido un último baile con Eros antes de que Tánatos le pasara el finiquito.

—Recuerda, Rociíto, que el abuelo está un poco trompetilla así que háblale alto, claro y guarro, con picardía, como tú sabes, pero sin pasarte, que tampoco es cuestión de facturarle al reino de los cielos antes de hora de un paro cardíaco.

—Tranquilo, mi
sielo
, que una
e
una
profesioná
.

Encontré al beneficiario de aquellos amores de prestado en un rincón del primer piso, un sabio ermitaño parapetado tras muros de soledad. Alzó la vista y me contempló, desconcertado.

—¿Estoy muerto?

—No. Está usted vivo. ¿No me recuerda?

—A usted le recuerdo como a mis primeros zapatos, joven, pero al verle así, cadavérico, he creído que era una visión del más allá. No me lo tenga en cuenta. Aquí uno pierde eso que ustedes, los exteriores, llaman el discernimiento. Así, ¿no es usted una visión?

—No. La visión se la tengo yo esperando abajo, si tiene la bondad.

Conduje al abuelo hasta una celda lúgubre que Fermín y la Rociíto habían ataviado de fiesta con unas velas y algunos soplos de perfume. Al posar la mirada en la abundante beldad de nuestra Venus jerezana, el rostro del abuelo se iluminó de paraísos soñados.

—Dios les bendiga a ustedes.

—Y usted que lo vea —dijo Fermín, indicándole a la sirena de la calle Escudillers que procediese a desplegar sus artes.

La vi tomar al abuelillo con infinita delicadeza y besarle las lágrimas que le caían por las mejillas. Fermín y yo nos retiramos de la escena para concederles la merecida intimidad. En nuestro periplo por aquella galería de desesperaciones nos topamos con la hermana Emilia, una de las monjas que administraban el asilo. Nos dedicó una mirada sulfúrica.

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