La sombra del viento (10 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

BOOK: La sombra del viento
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Sin más ceremonial me alejé de allí, guiándome por las muescas que había ido dejando en el camino. Mientras recorría túneles y túneles de libros en la penumbra, no pude evitar que me embargase una sensación de tristeza y desaliento. No podía evitar pensar que si yo, por pura casualidad, había descubierto todo un universo en un solo libro desconocido entre la infinidad de aquella necrópolis, decenas de miles más quedarían inexplorados, olvidados para siempre. Me sentí rodeado de millones de páginas abandonadas, de universos y almas sin dueño, que se hundían en un océano de oscuridad mientras el mundo que palpitaba fuera de aquellos muros perdía la memoria sin darse cuenta día tras día, sintiéndose más sabio cuanto más olvidaba.

Despuntaban las primeras luces del alba cuando regresé al piso de la calle Santa Ana. Abrí la puerta con sigilo y me deslicé por el umbral sin encender la luz. Desde el recibidor se podía ver el comedor al fondo del pasillo, la mesa todavía ataviada de fiesta. El pastel seguía allí, intacto, y la vajilla seguía esperando la cena. La silueta de mi padre se recortaba inmóvil en el butacón, oteando desde la ventana. Estaba despierto y aún vestía su traje de salir. Volutas de humo se alzaban perezosamente de un cigarrillo que sostenía entre el índice y el anular, como si fuese una pluma. Hacía años que no veía fumar a mi padre.

—Buenos días —murmuró, apagando el cigarrillo en un cenicero casi repleto de colillas a medio fumar.

Le miré sin saber qué decir. Su mirada quedaba velada al contraluz.

—Clara llamó varias veces anoche, un par de horas después de que te fueras —dijo—. Sonaba muy preocupada. Dejó recado que la llamases, fuera la hora que fuese.

—No pienso volver a ver a Clara, o a hablar con ella —dije.

Mi padre se limitó a asentir en silencio. Me dejé caer en una de las sillas del comedor. La mirada se me cayó al suelo.

—¿Vas a decirme dónde has estado?

—Por ahí.

—Me has dado un susto de muerte.

No había ira en su voz, ni apenas reproche, sólo cansancio.

—Lo sé. Y lo siento —respondí.

—¿Qué te has hecho en la cara?

—Resbalé en la lluvia y me caí.

—Esa lluvia debía de tener un buen derechazo. Ponte algo.

—No es nada. Ni lo noto —mentí—. Lo que necesito es irme a dormir. No me tengo en pie.

—Al menos abre tu regalo antes de irte a la cama —dijo mi padre.

Señaló el paquete envuelto en papel de celofán que había depositado la noche anterior sobre la mesa del comedor. Dudé un instante. Mi padre asintió. Tomé el paquete y lo sopesé. Se lo tendí a mi padre sin abrir.

—Lo mejor es que lo devuelvas. No merezco ningún regalo.

—Los regalos se hacen por gusto del que regala, no por mérito del que recibe —dijo mi padre—. Además, ya no se puede devolver. Ábrelo.

Deshice el cuidadoso envoltorio en la penumbra del alba. El paquete contenía una caja de madera labrada, reluciente, ribeteada con remaches dorados. Se me iluminó la sonrisa antes de abrirla. El sonido del cierre al abrirse era exquisito, de mecanismo de relojería. El interior del estuche venía recubierto de terciopelo azul oscuro. La fabulosa Montblanc Meinsterstück de Víctor Hugo descansaba en el centro, deslumbrante. La tomé en mis manos y la contemplé al reluz del balcón. Sobre la pinza de oro del capuchón había grabada una inscripción:

Daniel Sempere, 1953

Miré a mi padre, boquiabierto. No creo haberle visto nunca tan feliz como me lo pareció en aquel instante. Sin mediar palabra, se levantó de la butaca y me abrazó con fuerza. Sentí que se me encogía la garganta y, a falta de palabras, me mordí la voz.

GENIO Y FIGURA

1953

11

Aquel año, el otoño cubrió Barcelona con un manto de hojarasca que revoloteaba en las calles como piel de serpiente. La memoria de aquella lejana noche de cumpleaños me había enfriado los ánimos, o quizá fue la vida que había decidido concederme un año sabático de mis penas de sainete para que empezase a madurar. Me sorprendí a mí mismo apenas pensando en Clara Barceló, o en Julián Carax, o en aquel fantoche sin rostro que olía a papel quemado y se declaraba personaje escapado de las páginas de un libro. Para noviembre había cumplido un mes de sobriedad, sin acercarme una sola vez a la plaza Real a mendigar un atisbo de Clara en la ventana. El mérito, debo confesar, no fue del todo mío. Las cosas en la librería se estaban animando y mi padre y yo teníamos más trabajo del que podíamos quitarnos de encima.

—A este paso vamos a tener que coger a otra persona para que nos ayude en la búsqueda de los pedidos —comentaba mi padre—. Lo que nos haría falta sería alguien muy especial, medio detective, medio poeta, que cobre barato y al que no le asusten las misiones imposibles.

—Creo que tengo al candidato adecuado —dije.

Encontré a Fermín Romero de Torres en su lugar habitual bajo los arcos de la calle Fernando. El mendigo estaba recomponiendo la primera página de la
Hoja del Lunes
a partir de trozos rescatados de una papelera. La estampa del día iba de obras públicas y desarrollo.

—¡Rediós! ¿Otro pantano? —le oí exclamar—. Esta gente del fascio acabará por convertirnos a todos en una raza de beatas y batracios.

—Buenas —dije suavemente—. ¿Se acuerda de mí?

El mendigo alzó la vista, y su rostro se iluminó de pronto con una sonrisa de bandera.

—¡Alabados sean los ojos! ¿Qué se cuenta usted, amigo mío? Me aceptará un traguito de tinto, ¿verdad?

—Hoy invito yo —dije—. ¿Tiene apetito?

—Hombre, no le diría que no a una buena mariscada, pero yo me apunto a un bombardeo.

De camino a la librería, Fermín Romero de Torres me relató toda suerte de correrías que había vivido aquellas semanas a fin y efecto de eludir a las fuerzas de seguridad del Estado, y más particularmente a su némesis, un tal inspector Fumero con el que al parecer llevaba un largo historial de conflictos.

—¿Fumero? —pregunté, recordando que aquél era el nombre del soldado que había asesinado al padre de Clara Barceló en el castillo de Montjuïc a los inicios de la guerra.

El hombrecillo asintió, pálido y aterrado. Se le veía famélico, sucio y hedía a meses de vida en la calle. El pobre no tenía ni idea de adónde le conducía, y advertí en su mirada cierto susto y una creciente angustia que se esforzaba en vestir de verborrea incesante. Cuando llegamos a la tienda, el mendigo me lanzó una mirada de preocupación.

—Ande, pase usted. Ésta es la librería de mi padre, al que quiero presentarle.

El mendigo se encogió en un manojo de roña y nervios.

—No, no, de ninguna manera, que yo no estoy presentable y éste es un establecimiento de categoría; le voy a avergonzar a usted…

Mi padre se asomó a la puerta, le hizo un repaso rápido al mendigo y luego me miró de reojo.

—Papá, éste es Fermín Romero de Torres.

—Para servirle a usted —dijo el mendigo casi temblando.

Mi padre le sonrió serenamente y le tendió la mano. El mendigo no se atrevía a estrecharla, avergonzado por su aspecto y la mugre que le cubría la piel.

—Oiga, mejor que me vaya y les deje a ustedes —tartamudeó.

Mi padre le asió suavemente por el brazo.

—Nada de eso, que mi hijo me ha dicho que se viene usted a comer con nosotros.

El mendigo nos miró, atónito, aterrado.

—¿Por qué no sube a casa y se da un buen baño caliente? —dijo mi padre—. Luego, si le parece, nos bajamos andando hasta Can Solé.

Fermín Romero de Torres balbuceó algo ininteligible. Mi padre, sin bajar la sonrisa, le guió rumbo al portal y prácticamente tuvo que arrastrarlo escalera arriba hasta el piso mientras yo cerraba la tienda. Con mucha oratoria y tácticas subrepticias conseguimos meterlo en la bañera y despojarlo de sus andrajos. Desnudo parecía una foto de guerra y temblaba como un pollo desplumado. Tenía marcas profundas en las muñecas y los tobillos, y su torso y espalda estaban cubiertos de terribles cicatrices que dolían a la vista. Mi padre y yo intercambiamos una mirada de horror, pero no dijimos nada.

El mendigo se dejó lavar como un niño, asustado y temblando. Mientras yo buscaba ropa limpia en el arcón para vestirlo, escuchaba la voz de mi padre hablándole sin pausa. Encontré un traje que mi padre ya no se ponía nunca, una camisa vieja y algo de ropa interior. De la muda que traía el mendigo no podían aprovecharse ni los zapatos. Le escogí unos que mi padre casi no se calzaba porque le quedaban pequeños. Envolví los andrajos en papel de periódico, incluidos unos calzones que exhibían el color y la consistencia del jamón serrano, y los metí en el cubo de la basura. Cuando volví al baño, mi padre estaba afeitando a Fermín Romero de Torres en la bañera. Pálido y oliendo a jabón, parecía un hombre veinte años más joven. Por lo que vi, ya se habían hecho amigos. Fermín Romero de Torres, quizá bajo los efectos de las sales de baño, se había embalado.

—Mire lo que le digo, señor Sempere, de no haber querido la vida que la mía fuese una carrera en el mundo de la intriga internacional, lo mío, de corazón, eran las humanidades. De niño sentí la llamada del verso y quise ser Sófocles o Virgilio, porque a mí la tragedia y las lenguas muertas me ponen la piel de gallina, pero mi padre, que en gloria esté, era un cazurro de poca visión y siempre quiso que uno de sus hijos ingresara en la Guardia Civil, y a ninguna de mis siete hermanas las hubiesen admitido en la Benemérita, pese al problema de vello facial que siempre caracterizó a las mujeres de mi familia por parte de madre. En su lecho de muerte, mi progenitor me hizo jurar que si no llegaba a calzar el tricornio, al menos me haría funcionario y abandonaría toda pretensión de seguir mi vocación por la lírica. Yo soy de los de antes, y a un padre, aunque sea un burro, hay que obedecerle, ya me entiende usted. Aun así, no se crea usted que he desdeñado el cultivo del intelecto en mis años de aventura. He leído lo mío y le podría recitar de memoria fragmentos selectos de
La vida es sueño
.

—Ande, jefe, póngase esta ropa, si me hace el favor, que aquí su erudición está fuera de toda duda —dije yo, acudiendo al rescate de mi padre.

A Fermín Romero de Torres se le deshacía la mirada de gratitud. Salió de la bañera, reluciente. Mi padre lo envolvió en una toalla. El mendigo se reía de puro placer al sentir el tejido limpio sobre la piel. Le ayudé a enfundarse la muda, que le venía unas diez tallas grande. Mi padre se desprendió del cinturón y me lo tendió para que se lo ciñese al mendigo.

—Está usted hecho un pincel —decía mi padre—. ¿Verdad, Daniel?

—Cualquiera lo tomaría por un artista de cine.

—Quite, que uno ya no es el que era. Perdí mi musculatura hercúlea en la cárcel y desde entonces…

—Pues a mí, me parece usted Charles Boyer, por la percha —objetó mi padre—. Lo cual me recuerda que quería proponerle a usted algo.

—Yo por usted, señor Sempere, si hace falta, mato. Sólo tiene que decirme el nombre y yo liquido al tipo sin dolor.

—No hará falta tanto. Yo lo que quería ofrecerle es un trabajo en la librería. Se trata de buscar libros raros para nuestros clientes. Es casi un puesto de arqueología literaria, para el que hace tanta falta conocer los clásicos como las técnicas básicas del estraperlo. No puedo pagarle mucho, de momento, pero comerá usted en nuestra mesa y, hasta que le encontremos una buena pensión, se hospedará usted aquí en casa, si le parece bien.

El mendigo nos miró a ambos, mudo.

—¿Qué me dice? —preguntó mi padre—. ¿Se une al equipo?

Me pareció que iba a decir algo, pero justo entonces Fermín Romero de Torres se nos echó a llorar.

Con su primer sueldo, Fermín Romero de Torres se compró un sombrero peliculero, unos zapatos de lluvia y se empeñó en invitarnos a mi padre y a mí a un plato de rabo de toro, que preparaban los lunes en un restaurante a un par de calles de la Plaza Monumental. Mi padre le había encontrado una habitación en una pensión de la calle Joaquín Costa donde, merced a la amistad de nuestra vecina la Merceditas con la patrona, se pudo obviar el trámite de rellenar la hoja de información sobre el huésped para la policía y así mantener a Fermín Romero de Torres lejos del olfato del inspector Fumero y sus secuaces. A veces me venía a la memoria la imagen de las tremendas cicatrices que le cubrían el cuerpo. Me sentía tentado de preguntarle por ellas, temiendo quizá que el inspector Fumero tuviese algo que ver con el asunto, pero había algo en la mirada del pobre hombre que sugería que era mejor no mentar el tema. Ya nos lo contaría él mismo algún día, cuando le pareciese oportuno. Cada mañana, a las siete en punto, Fermín nos esperaba en la puerta de la librería, con presencia impecable y siempre con una sonrisa en los labios, dispuesto a trabajar una jornada de doce o más horas sin pausa. Había descubierto una pasión por el chocolate y los brazos de gitano que no desmerecía de su entusiasmo por los grandes de la tragedia griega, con lo cual había ganado algo de peso. Gastaba un afeitado de señorito, se peinaba hacia atrás con brillantina y se estaba dejando un bigotillo de lápiz para estar a la moda. Treinta días después de emerger de aquella bañera, el ex mendigo estaba irreconocible. Pero, pese a lo espectacular de su transformación, donde realmente Fermín Romero de Torres nos había dejado boquiabiertos era en el campo de batalla. Sus instintos detectivescos, que yo había atribuido a fabulaciones febriles, eran de precisión quirúrgica. En sus manos, los pedidos más extraños se solucionaban en días, cuando no en horas. No había título que no conociese, ni argucia para conseguirlo que no se le ocurriese para adquirirlo a buen precio. Se colaba en las bibliotecas particulares de duquesas de la avenida Pearson y diletantes del círculo ecuestre a golpe de labia, siempre asumiendo identidades ficticias, y conseguía que le regalasen los libros o se los vendiesen por dos perras.

La transformación del mendigo en ciudadano ejemplar parecía milagrosa, una de esas historias que se complacían en contar los curas de parroquia pobre para ilustrar la infinita misericordia del Señor, pero que siempre sonaban demasiado perfectas para ser ciertas, como los anuncios de crecepelo en las paredes de los tranvías. Tres meses y medio después de que Fermín hubiera empezado a trabajar en la librería, el teléfono del piso de la calle Santa Ana nos despertó a las dos de la mañana de un domingo. Era la dueña de la pensión donde se hospedaba Fermín Romero de Torres. Con la voz entrecortada nos explicó que el señor Romero de Torres se había encerrado en su cuarto por dentro, estaba gritando como un loco, golpeando las paredes y jurando que si alguien entraba, se mataría allí mismo cortándose el cuello con una botella rota.

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