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Authors: Patrick Dennis

Tags: #Humor, Relato

La tía Mame

BOOK: La tía Mame
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Un niño de diez años queda huérfano en la poco edificante América de mil novecientos veinte y es puesto bajo la potestad de una dama excéntrica, obsesionada por estar
à la page
, vital, caprichosa, seductora y adorable. Junto a ella, pasará los siguientes treinta años en una espiral incesante de fiestas, amores, aventuras y diversos golpes de fortuna. El lector, atónito, suspendido entre la fascinación de advertir muchos de los risibles tics de su propia época y la carcajada explosiva de quien se ve arrastrado hacia un vertiginoso torbellino, vivirá lo cómico en todos sus registros, «desde el dickensiano hasta el pastel lanzado a la cara» (en ajustadas palabras de Pietro Citati). Y todo ello por obra y gracia de una de las tías más inolvidables que haya concebido nunca un escritor moderno, cuyo perfume sentimos flotar en el aire, con las lágrimas presentes aún en nuestros ojos, mucho después de haber cerrado el libro.

Patrick Dennis

La tía Mame

ePUB v1.1

ebookofilo
13.06.12

Título original:
Auntie Mame.

Autor: Patrick Dennis (1955).

Traducción: Miguel Temprano García.

Editor original: ebookofilo

ePub base v2.0

I.
LA TÍA MAME Y EL HUERFANITO

Lleva todo el día lloviendo. No es que me moleste la lluvia, pero hoy había prometido poner las mosquiteras y llevar a mi hijo a la playa. También me había propuesto usar unas plantillas para decorar con diseños mareantes las paredes de la parte del sótano que el agente inmobiliario llamó sala de recreo y empezar a acabar lo que el agente inmobiliario denominó desván inacabado, ideal para habitación de invitados, sala de juegos, estudio o leonera.

De un modo u otro me desvié de mis propósitos justo después del desayuno.

Todo empezó por culpa de un viejo ejemplar del
Reader's Digest
. Es una revista que apenas leo. No necesito hacerlo, porque oigo comentar sus artículos cada mañana en el tren de las 7:51 y cada tarde en el de las 18:03. Todo el mundo en Verdant Greens —un barrio de doscientas casas de cuatro estilos diferentes— tiene una fe ciega en el
Digest
. De hecho, nadie habla de otra cosa.

Pero hete aquí que la revista ejerce también sobre mí la misma fascinación que una serpiente sobre un pajarillo. Casi contra mi voluntad, leo sobre los peligros de nuestras escuelas públicas; lo entretenido que es el parto natural; cómo una comunidad en Oregón acabó con una red de traficantes de drogas; y acerca de alguien a quien un escritor famoso —he olvidado cuál— considera el personaje más inolvidable que ha conocido.

Eso hizo que interrumpiera la lectura.

¿Personaje inolvidable? Vamos, hombre, ¡ese escritor no debe de haber conocido a nadie en toda su vida! No sabría lo que significa la palabra «personaje» a menos que hubiese conocido a mi tía Mame. Nadie lo sabría. Sin embargo, había ciertos paralelismos entre su personaje inolvidable y el mío. El suyo era una encantadora solterona de Nueva Inglaterra que vivía en una encantadora casita blanca de madera y una mañana abrió su encantadora puertecita verde pensando que iba a encontrar el
Hartford Courant
. En lugar de eso encontró una encantadora cestita de mimbre con un encantador bebé en su interior. El resto del artículo contaba cómo el personaje inolvidable acogía al bebé y lo criaba como si fuera suyo. Entonces dejé el
Digest
y empecé a pensar en la encantadora señora que me crió a mí.

En 1928 mi padre sufrió un leve ataque al corazón y tuvo que guardar cama unos días. Además del dolor en el pecho, desarrolló cierta conciencia cósmica y la intuición de que no iba a vivir eternamente. Como no tenía nada mejor que hacer, telefoneó a su secretaria, que se parecía a Bebe Daniels, y le dictó su testamento. La secretaria mecanografió un original y cuatro copias, se puso el sombrero y cogió un taxi desde la calle La Salle hasta el Hotel Edgewater Beach para que mi padre lo firmara.

El testamento era muy breve y original. Decía:

En caso de fallecimiento, lego todas mis posesiones terrenales a mi único hijo, Patrick. Si falleciera antes de que el chico haya cumplido los dieciocho años, nombro a mi hermana, Mame Dennis, domiciliada en el número 3 de Beekman Place, en la ciudad de Nueva York, tutora legal de Patrick.

Patrick deberá ser educado como protestante y enviado a colegios tradicionales. Mame sabrá a lo que me refiero. Todo el dinero y los valores que dejo deberán ser gestionados por la Knickerbocker Trust Company de la ciudad de Nueva York. Mame será la primera en comprender lo acertado de esta decisión. No obstante, no quiero que se arruine por tener que criar a mi hijo. Podrá enviar mensualmente las facturas por su manutención, alojamiento, ropa, educación, gastos médicos y demás. Pero la Trust Company tendrá derecho a cuestionar cualquier artículo que le parezca inusual o excéntrico antes de reembolsárselo a mi hermana.

También lego cinco mil dólares (5.000 $) a nuestra fiel sirvienta, Norah Muldoon, para que pueda jubilarse cómodamente en ese sitio de Irlanda del que siempre habla.

Norah salió al patio a buscarme y mi padre me leyó su testamento con voz temblorosa. Afirmó que mi tía Mame era una mujer peculiar y que quedar en sus manos era un destino que no le desearía ni a un perro, aunque no siempre podemos elegir y la tía Mame era mi único pariente vivo. La secretaria y el camarero del servicio de habitaciones dieron fe de la firma del testamento.

La semana siguiente mi padre había olvidado su enfermedad y estaba jugando al golf. Un año después cayó fulminado en la sauna del Athletic Club de Chicago y quedé huérfano.

No recuerdo muy bien el funeral de mi padre, sólo que hacía mucho calor y que había rosas auténticas en los jarrones de la limusina de la funeraria Pierce-Arrow. El cortejo fúnebre lo integraban, aparte, por supuesto, de Norah y de mí, varios hombres afables y corpulentos que hablaban entre murmullos de jugar un partido de al menos nueve hoyos cuando acabara aquello.

Norah lloró mucho. Yo no. En mis diez años de vida apenas había hablado con mi padre. Nos veíamos sólo en el desayuno, que para él consistía en un café solo, Bromo-Seltzer y el
Chicago Tribune
. Si alguna vez se me ocurría decir algo, se sujetaba la cabeza y replicaba: «Cierra el pico, chico, tu padre está de resaca», frase que no entendí hasta varios años después de su muerte. Todos los años, el día de mi cumpleaños, nos enviaba a Norah y a mí a una sesión matinal de algún espectáculo en el que actuasen Joe Cook, Fred Stone o tal vez el circo Sells-Floto. Una vez me llevó a cenar a un lugar llamado Casa de Alex con una hermosa mujer llamada Lucille. Ella nos llamaba a los dos «cariño» y olía muy bien. Me gustó. Aparte de eso, apenas vi a mi padre. Mi vida transcurría en la escuela latina para chicos de Chicago, o en el área vigilada de juegos con los demás niños que vivían en el hotel, o jugando en la
suite
con Norah.

Después de que lo dejaran «descansar en paz», como dijo Norah, los hombres afables y corpulentos se marcharon al campo de golf y la limusina nos llevó de vuelta al Edgewater Beach. Norah se quitó el abrigo negro y el velo y me dijo que podía quitarme el traje de sarga azul. Afirmó que el socio de mi padre, el señor Gilbert, y otro caballero iban a venir a vernos y me advirtió que no me fuese muy lejos pues tenía que firmar unos papeles.

Fui a mi habitación y practiqué mi firma en el papel timbrado del hotel. Poco después, llegaron el señor Gilbert y el otro hombre. Los oí hablar con Norah, aunque casi no entendí nada de lo que decían. Norah lloró un poco y dijo algo sobre aquel hombre tan bueno y generoso al que acababan de enterrar. El desconocido dijo llamarse Babcock y ser mi fideicomisario, lo cual me interesó mucho pues Norah y yo habíamos visto hacía poco una película en la que un comisario de policía salvaba a la hija del alcaide durante un motín carcelario. El señor Babcock mencionó un testamento muy irregular aunque sin fisuras.

Norah afirmó que ella no entendía de cuestiones económicas, pero que sin duda era un montón de dinero.

El señor Gilbert explicó que el chico tenía que endosar ese cheque garantizado en presencia del representante de la Trust Company, luego firmaría ante notario y así concluiría de una vez por todas la transacción. A mí todo me pareció vagamente siniestro. El señor Babcock confirmó que, mmm…, sí, todo era correcto.

Norah volvió a echarse a llorar y dijo que era una fortuna para un niño tan pequeño y el fideicomisario respondió que sí, que era una suma considerable, aunque él había tratado con gente como los Wilmerding y los Gould y ésos sí que tenían dinero de verdad.

A mí me pareció que estaban organizando demasiado revuelo si no se trataba de dinero auténtico.

Luego Norah entró en el dormitorio y me pidió que saliera a estrechar la mano del señor Gilbert y del otro caballero como un hombrecito. Lo hice. El señor Gilbert dijo que me estaba portando como un auténtico soldado y el señor Babcock, el fideicomisario, afirmó que tenía un hijo en Scarsdale justo de mi edad y esperaba que fuésemos buenos amigos.

El señor Gilbert descolgó el teléfono y preguntó si podían enviarnos un notario público. Firmé dos hojas de papel. El notario murmuró alguna cosa y luego las selló. El señor Gilbert aseguró que ya estaba y que tenía que marcharse si quería llegar a Winnetka. El señor Babcock nos informó de que se alojaba en el Club Universitario y de que, si Norah quería alguna cosa, podría localizarlo allí. Volvieron a estrecharme la mano y el señor Gilbert repitió que yo era un auténtico soldado. Luego cogieron sus sombreros de paja y se marcharon.

En cuanto nos dejaron solos, Norah afirmó que había sido un cielo y preguntó si me apetecería ir al Salón Naval a cenar y luego tal vez a ver una película sonora Vitaphone.

Ése fue el fin de mi padre.

No había mucho equipaje que hacer. Nuestra
suite
constaba de un gran salón y tres dormitorios, todos amueblados por el Hotel Edgewater Beach. Los únicos
bibelots
que poseía mi padre eran dos cepillos de plata para el pelo y dos fotografías.

—Tu padre vivía como un árabe —dijo Norah. Me había acostumbrado tanto a las dos fotografías que nunca les presté atención. Una era de mi madre, que murió al nacer yo. La otra mostraba a una mujer de ojos centelleantes con un chal español y una enorme rosa detrás de la oreja—. Parece una auténtica italiana —afirmó Norah. Era mi tía Mame.

Norah y el señor Babcock revisaron las pertenencias personales de mi padre. Él se llevó todos los papeles, el reloj de oro de mi padre y los gemelos de perlas y las joyas de mi madre para guardarlos hasta que yo fuese lo bastante mayor para «poder apreciarlos». El camarero del servicio de habitaciones se quedó con los trajes de mi padre. Sus palos de golf, mis juguetes y mis libros los enviaron a una institución benéfica. Luego Norah sacó los retratos de mi madre y de la tía Mame de sus marcos y los recortó para que me cupieran en el bolsillo trasero del pantalón.

—Así llevarás los rostros de tus allegados cerca del corazón —explicó.

Todo quedó arreglado. Norah compró un traje fino de luto para mí en Carson, Pirie, Scott's y un despampanante sombrero para ella. El señor Gilbert y la compañía fiduciaria hicieron todas las gestiones necesarias para nuestro viaje a Nueva York. El 13 de junio estuvimos listos para irnos.

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