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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas

BOOK: La tierra en llamas
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Los últimos años del siglo IX fueron una época llena de peligros para Inglaterra. La salud de Alfredo de Wessex, su sucesor, un joven carente de experiencia, y los vikingos, que tantas veces han visto como se frustraban sus aspiraciones de conquistar Wessex, creen llegado el momento de atacar. Uhtred, señor de la guerra de Alfredo, aun a su pesar, tiende una trampa al enemigo y, en Farnham, inflige a los vikingos una de las peores derrotas. Pero tras la victoria, Uhtred habrá de hacer frente tanto a una tragedia familiar como a los ataques de los secuaces de Alfredo, recelosos de su popularidad y del trato que el monarca dispensa a un pagano. Uthred rompe con Alfredo y quebranta su juramento de lealtad. ¿Habrá algo que consiga que vuelva a luchar junto a los sajones?

Bernard Cornwell

La tierra en llamas

Sajones, vikingos y normandos - 05

ePUB v1.0

Roy Batty
17.06.12

Título original:
The Burning Land

Bernard Cornwell, 2009

Traducción: Monserrat Batista

Editor original: Roy Batty (v1.0)

ePub base v2.0

La tierra en llamas

está dedicada a Alan y Jan Rust

T
OPÓNIMOS

La ortografía de los topónimos de la Inglaterra anglosajona era y es una asignatura pendiente, carente de coherencia, en la que no hay concordancia ni siquiera en cuanto al nombre. Londres, por ejemplo, podía aparecer como Lundonia, Lundenberg, Lundenne, Lundene, Lundenwic, Lundenceaster y Lundres. Claro que habrá lectores que prefieran otras versiones de los topónimos enumerados más adelante, pero, aun reconociendo que ni esa solución es incuestionable, he preferido recurrir, por lo general, a la ortografía utilizada en el
Oxford
o en el
Cambridge Dictionary of English Place-Names
(Diccionario Oxford, o Cambridge, de topónimos ingleses) para los años más cercanos o pertenecientes al reinado de Alfredo el Grande (871-899 d. C). En 1956, Hayling Island se escribía tanto Heilicingae como Hæglingaiggæ. Tampoco he sido coherente en este aspecto: me he decantado por el vocablo Northumbria en vez de Nor hymbralond para que nadie piense que los límites del antiguo reino coinciden con los del condado en la actualidad. Así que esta lista, como la ortografía de los nombres que aparecen en ella, es caprichosa.

Æsc's Hill - Ashdown, Berkshire

Æscengum - Eashing, Surrey

Æthelingæg - Athelney, Somerset

Beamfleot - Benfleet, Essex

Bebbanburg - Castillo de Bamburgh, Northumbria

Caninga - Isla de Canvey, Essex

Cent - Kent

Defnascir - Devonshire

Dumnoc - Dunwich, Suffolk (en la actualidad casi engullida por el mar)

Dunholm - Durham, condado de Durham

East Sexe - Essex

Eoferwic - York

Ethandun - Edington, Wiltshire

Exanceaster - Exeter, Devon

Farnea Islands - Islas Farne, Northumbria

Fearnhamme - Farnham, Surrey

Fughelness - Isla de Foulness, Essex

Grantaceaster - Cambridge, Cambridgeshire

Gleawecestre - Gloucester, Gloucestershire

Godelmingum - Godalming, Surrey

Hæthlegh - Hadleigh, Essex

Haithabu - Hedeby (sur de Dinamarca)

Hocheleia - Hockley, Essex

Hothlege - Hadleigh Ray, Essex

Humbre - Río Humber

Hweal - Río Crouch, Essex

Lecelad - Lechlade, Gloucestershire

Liccelfeld - Lichfield, Staffordshire

Lindisfarena - Lindisfarne (Holy Island), Northumbria

Lundene - Londres

Sæfern - Río Severn

Scaepege - Isla de Sheppey, Kent

Silcestre - Silchester, Hampshire

Sumorsæte - Somerset

Suthriganaweorc - Southwark, gran Londres

Temes - Río Támesis

Thunresleam - Thundersley, Essex

Tinan - Río Tyne

Torneie - Isla de Thorney, desaparecida, a un paso de la estación de metro de West Drayton, cerca del aeropuerto de Heathrow

Tuede - Río Tweed

Uisc - Río Exe, Devonshire

Wiltunscir - Wiltshire

Wintanceaster - Winchester, Hampshire

Yppe - Epping, Essex

Zegge - Isla legendaria de Frisia

PRIMERA PARTE
E
L SEÑOR DE LA GUERRA
C
APÍTULO
I

No hace mucho tiempo, pasé por un monasterio. Ahora mismo sólo recuerdo que se alzaba en alguna parte de lo que una vez fuera Mercia. Era un día lluvioso de invierno. Volvía a casa con un grupo de no más de doce hombres. Lo único que buscábamos era un sitio donde cobijarnos, un poco de comida y entrar en calor, pero los monjes nos recibieron como si una cuadrilla de hombres del Norte hubiera llamado a su puerta. Uhtred de Bebbanburg estaba bajo su techo, y es tal el respeto que impone mi nombre que supusieron que no tardaría en enviarlos al otro mundo.

—Sólo queremos un trozo de pan, un poco de queso si os queda y un trago de cerveza —conseguí hacerles entender, no sin esfuerzo, al tiempo que arrojaba unas monedas al suelo de la estancia—. ¡Pan, queso, cerveza y un lecho caliente! ¡No pedimos nada más!

Al día siguiente llovía a cántaros; tanto, que parecía el fin del mundo. Así que me decidí a esperar que amainase el viento y el tiempo se tomase un respiro. Dando una vuelta por el monasterio, me encontré en un liento claustro donde tres monjes de aspecto miserable copiaban unos manuscritos, bajo la atenta mirada de un fraile mayor, de pelo canoso y gesto hosco y amargado, que llevaba una estola de piel encima de la sotana y sostenía un vergajo por si decaía, supongo, el denuedo de los copistas.

—No debéis distraerlos, señor —me reconvino desde el taburete en que estaba sentado junto a un brasero, cuyo calor no llegaba, desde luego, a los escribanos.

No puede decirse que las letrinas estén como los chorros del oro —repliqué—, mientras vos estáis aquí, mano sobre mano…

El anciano monje se quedó callado; me coloqué a espaldas de los copistas de dedos entintados y eché un vistazo a la tarea que se traían entre manos. Uno de ellos, un muchacho con aspecto de haragán, labios gruesos y un bocio más que acentuado, copiaba una vida de san Ciarán que refería cómo un lobo, un tejón y un zorro habían aunado fuerzas para erigir una iglesia en Irlanda. Si el joven monje era capaz de creer tales patrañas es que era tan lerdo como su aspecto daba a entender. El segundo escribano se dedicaba a algo más útil: copiaba la donación de un terreno que tenía toda la pinta de ser una falsificación. Los monasterios son muy dados a inventarse antiguas cesiones para demostrar que algún remoto rey, ya casi olvidado, donó en su día cierta y próspera propiedad a la iglesia con el fin de obligar al legítimo dueño de la tierra a devolver el terreno o a satisfacer una cantidad desmesurada a modo de compensación. En cierta ocasión, fui objeto de una de esas jugarretas. Un cura me presentó unos documentos: me cisqué en ellos, envié una veintena de guerreros armados hasta los dientes a las tierras en litigio y le hice saber al obispo que podía pasarse a tomar posesión de los terrenos cuando más le conviniera. Ni lo intentó siquiera. La gente inculca a sus hijos que para llegar a ser alguien hay que trabajar mucho y llevar una vida de privaciones. Nada de eso: se trata de una estupidez tan grande como creer que un tejón, un zorro y un lobo capaces son de levantar una iglesia. La mejor forma de hacerse rico pasa por que lo nombren a uno obispo o abad de un monasterio cristiano para, con todas las bendiciones del cielo, mentir, trampear y robar a sus anchas, y así llevar una vida regalada.

El tercer joven copiaba un cronicón. Retiré la pluma para ver lo que acababa de escribir.

—¿Sabéis leer, mi señor? —preguntó el viejo, como quien no quiere la cosa, aunque la ironía se notaba a la legua.

—«En aquel mismo año —leí en voz alta, señalando el párrafo con el dedo—, un nutrido ejército de paganos recaló de nuevo en Wessex, una horda mucho más numerosa que las que se habían visto hasta entonces, que devastó los campos y suscitó terrible tribulación entre el pueblo de Dios de la que, gracias a Nuestro Señor Jesucristo, les libró lord Etelredo de Mercia, quien se llegó hasta Fearnhamme al frente de sus tropas, infligiendo una severa derrota a los infieles.» ¿En qué año ocurrieron tales hechos? —pregunté al escribano.

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