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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

La Tierra permanece (2 page)

BOOK: La Tierra permanece
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Luego, a fines de siglo, cuando eran más numerosos, fueron atacados repentinamente por la peste bovina. El búfalo se convirtió en una curiosidad en aquellos territorios. Desde hace cincuenta años, reconquista lentamente su supremacía.

En cuanto al hombre, no debe esperarse que escape, en su larga trayectoria, a la suerte de los animales inferiores. Si hay una ley biológica de flujo y reflujo, su situación es ahora muy peligrosa. Durante diez mil años su número ha aumentado constantemente a pesar de las guerras, las pestes y las hambres. Biológicamente, la prosperidad del hombre es demasiado larga.

Ish despertó a media mañana con una inesperada sensación de bienestar. Había temido lo peor, pero se encontraba casi curado. Ya no se ahogaba, y la hinchazón de la mano había desaparecido. El día anterior se había sentido muy enfermo, y no había pensado en la mordedura. Ahora, la mano y su enfermedad eran sólo recuerdos, como si una hubiese curado a la otra. A mediodía había recobrado la lucidez, y casi todas sus fuerzas.

Después de un ligero almuerzo, decidió que podía ir a casa de Johnson. No se molestó en empacar sus cosas. Llevaría su importante libro de notas y su cámara fotográfica. En el último momento, obedeciendo a un impulso, recogió también el martillo. Subió al coche y se puso lentamente en marcha, tratando de no utilizar la mano derecha.

En el rancho de Johnson reinaba el silencio. Detuvo el coche junto a la bomba de gasolina. Nadie salió a atenderlo, pero eso no era raro, pues la bomba de Johnson, como otras muchas en las montañas, se utilizaba pocas veces. Tocó la bocina, y volvió a esperar.

Al cabo de un rato saltó del coche y subió las destartaladas escaleras que llevaban a la habitación-almacén. Allí los pescadores podían comprar cigarrillos y conservas. Entró, pero no había nadie.

Se sorprendió un poco. Como le ocurría a menudo en sus períodos de soledad, no sabía exactamente qué día era. Miércoles, creía. O martes, o jueves. Cualquier día de la semana, pero no domingo. Los domingos, y a veces algún sábado, los Johnson cerraban el almacén y salían de excursión. Era gente desinteresada, que no mezclaba los placeres con los negocios. Sin embargo, vivían de las ventas del almacén en la temporada de pesca y no podían ausentarse mucho tiempo. Y si hubieran salido de vacaciones, habrían cerrado la puerta con llave. Pero aquellos montañeses eran a veces desconcertantes. El incidente bien podía merecer un párrafo en su tesis. De cualquier modo, el depósito del coche estaba casi vacío. Echó en el tanque treinta litros de gasolina y no sin esfuerzo garabateó un cheque. Lo dejó sobre el mostrador, con una nota: «No encontré a nadie. Llevo treinta litros. Ish».

Mientras descendía por la carretera, lo asaltó una vaga inquietud: los Johnson fuera, un día de trabajo; la puerta sin llave, ningún pescador, un auto en la noche, y, algo todavía más extraño, aquellos hombres que habían huido al encontrarse con un enfermo en una cabaña solitaria. Sin embargo, brillaba el sol, y la mano casi no le dolía. Y aquella fiebre rara, admitiendo que no se debiera a la acción del veneno, había desaparecido.

La carretera descendía entre bosquecillos de pinos, bordeando un riachuelo tormentoso. Al llegar a la central eléctrica de Black Creek, Ish se sintió otra vez sereno y lúcido.

En la central todo estaba como siempre. Las dínamos zumbaban; el agua bullía. Una luz brillaba en el puente. Ish pensó que estaría continuamente encendida. Había allí exceso de electricidad.

Durante un instante, pensó en cruzar el puente y llegar al edificio. Vería allí a alguien y se libraría de aquel extraño temor. Pero el ruido de los generadores lo tranquilizaba. Al fin y al cabo, la central trabajaba como siempre. Cierto, no se veía a nadie; pero aquellos mecanismos automáticos necesitaban de pocos hombres, y éstos no salían casi nunca.

Se alejaba ya, cuando un perro ovejero salió del edificio. Separado de Ish por el riachuelo, ladró furiosamente, corriendo de un lado a otro, excitado.

¡Qué perro raro!, pensó Ish. ¿Qué le pasará? ¿Pensará que voy a robarme la central? Realmente, la gente sobrestima la inteligencia de los perros.

Dobló una curva y los ladridos se perdieron a lo lejos. Pero la cólera del perro había sido otra prueba de normalidad. Ish comenzó a silbar alegremente. Quince kilómetros y llegaría al primer pueblo, un pequeño pueblo llamado Hutsonville.

Consideremos el caso de la rata del Capitán Maclear. Este interesante roedor habitaba la isla de Christmas, un nido tropical a unos trescientos kilómetros al sur de Java. La especie había sido descrita científicamente por primera vez en 1667. En el cráneo, muy desarrollado, sobresalían notablemente los arcos supraorbitales y la arista anterior de la placa cigomática.

Un naturalista observó que las ratas poblaban la isla «en miríadas», alimentándose de frutas y raíces tiernas. La isla era su universo, su paraíso terrenal. Sin embargo, en aquella vegetación no necesitaban pelear entre ellas. Todos los ejemplares estaban bien alimentados, y hasta demasiado gordos.

En 1903 las atacó una enfermedad nueva. Excesivamente numerosas, vulnerables a causa del mismo bienestar, las ratas no pudieron resistir el contagio, y pronto morían por millares. A pesar de su número, a pesar de su facilidad para reproducirse, la especie se ha extinguido.

Llegó a lo alto de la cuesta y vio Hutsonville a sus pies, a un kilómetro de distancia. Descendía ya, cuando vislumbró algo que le heló la sangre. Frenó automáticamente. Saltó del coche y corrió hacia atrás, incrédulo. Allí, junto a la carretera, a la vista de todos, yacía el cadáver de un hombre en traje de calle. Las hormigas le cubrían la cara. El cadáver llevaba allí un día o dos. ¿Cómo no lo habían visto? Ish no se acercó a examinarlo. Había que avisar en seguida al comisario de Hutsonville. Volvió al coche rápidamente.

Sin embargo, ya en el coche, tuvo la curiosa impresión de que aquello no concernía al comisario, y que posiblemente ni siquiera habría comisario. No había visto a nadie en el rancho de Johnson ni en la central, y no había encontrado ningún coche en la carretera. Los únicos restos del pasado eran, al parecer, la luz en el puente y el tranquilo rumor de los generadores.

Las primeras casas se alzaban ya a lo largo del camino. Ish respiró aliviado. Allí, en un solar vacío, una gallina escarbaba el suelo, rodeada de media docena de pollitos. Un poco más lejos, un gato blanco y negro se paseaba tranquilamente por la acera, como si aquel día de junio fuese igual a cualquier otro.

El calor del mediodía pesaba sobre la calle solitaria. Como en una ciudad mexicana, pensó Ish, «todo el mundo duerme la siesta». Luego, de pronto, comprendió que su pensamiento había sido como un silbido, para darse ánimo. Llegó al centro del pueblo, detuvo el coche junto a la acera, y bajó. No había nadie.

Empujó la puerta de un pequeño restaurante. Estaba abierto. Entró.

—¡Hola! —llamó.

Nadie salió a su encuentro. Ningún eco vino a tranquilizarlo.

El banco estaba cerrado, a pesar de la hora. Y aquel día sólo podía ser (estaba ahora más seguro) martes o miércoles, o jueves. ¿Quién soy, en verdad?, pensó. ¿Rip van Winkle? Y aun así, Rip van Winkle, después de dormir veinte años, había encontrado un pueblo animado y con gente.

La puerta de la ferretería, detrás del banco, estaba abierta. Entró y volvió a llamar. Silencio. Probó en la panadería vecina. Esta vez oyó un leve ruido. Un ratón, sin duda.

¿Un partido de béisbol había atraído a toda la población? Aun así, habrían cerrado las tiendas. Regresó a su coche, se sentó al volante, y miró alrededor. ¿Estaría delirando, acostado aún en la cabaña? No se atrevía a seguir investigando. Advirtió de pronto que había varios coches detenidos a lo largo de la calle, espectáculo común en un mediodía. No podía irse, decidió, antes de informar sobre el cadáver.

Tocó la bocina, y el sonido violó impúdicamente el silencio de la calle desierta. Tocó dos veces, esperó y volvió a tocar dos veces más. Y otra vez, y otra, con creciente pánico. Miraba mientras tanto a su alrededor, esperando que alguien se asomase a una puerta o sacara la cabeza por una ventana. Se detuvo, y se encontró otra vez en aquel silencio de muerte sólo interrumpido por el cacareo de una gallina. El miedo le ha hecho poner un huevo, pensó.

Un perro gordo apareció en la esquina y avanzó pesadamente; el perro inevitable que se pasea por las aceras de todos los pueblos. Ish bajó del coche y se acercó al animal. No han olvidado alimentarse, por lo menos, se dijo. En seguida se le hizo un nudo en la garganta pensando en lo que el perro podía haber comido. El perro parecía dispuesto a entablar relaciones amistosas; lo esquivó, manteniéndose a distancia, y siguió calle abajo. Ish lo dejó ir. Al fin y al cabo el perro nada podía decirle.

Podría entrar en todos esos negocios buscando algún indicio como un detective, pensó. Luego tuvo otra idea. En la acera de enfrente había un quiosco donde compraba a veces algún diario. Cruzó la calle. La puerta estaba cerrada, pero a través de los vidrios se veían unas pilas de periódicos. El reflejo de la luz en los vidrios molestaba bastante, pero alcanzó a leer un título. Los caracteres eran tan grandes como los del día de Pearl Harbor:

GRAVE CRISIS

¿Qué crisis? Volvió rápidamente al coche y recogió el martillo. Un instante después lo alzaba ante la puerta.

Pero se detuvo, como si la civilización misma se hubiese movilizado reteniéndole el brazo y diciéndole: no puedes hacerlo. Un ciudadano honesto no fuerza una puerta. Miró a derecha e izquierda como si esperara que un policía o un destacamento de gendarmes cayeran sobre él.

La calle solitaria lo devolvió a la realidad, y el miedo barrió sus escrúpulos. Demonios, pensó, si es necesario pagaré la puerta.

Sintiendo que quemaba las naves, que dejaba atrás el mundo civilizado, alzó el pesado martillo, y golpeó con fuerza la cerradura. La madera se hizo añicos, la puerta se abrió, e Ish entró en el quiosco.

Tomó el periódico y recibió la primera sorpresa. El
Chronicle
tenía habitualmente veinte o treinta páginas. Este ejemplar parecía un semanario pueblerino, una simple hoja doble. La fecha era el miércoles de la semana anterior.

Los titulares revelaban lo esencial. Una epidemia desconocida que se propagaba con una velocidad sin precedentes, llevando la muerte a todas partes, había devastado los Estados Unidos, de costa a costa. Las cifras recogidas en algunas ciudades, y de valor relativo, indicaban que había muerto del 25 al 35 por ciento de la población. No había noticias de Boston, Atlanta y Nueva Orleáns. Los servicios informativos de esas ciudades parecían interrumpidos. Examinó rápidamente el resto del diario, obteniendo así una impresión general, aunque muy confusa. Por los síntomas, la enfermedad parecía un sarampión... un sarampión mortal. Nadie conocía sus orígenes. El ir y venir de los aviones la había hecho aparecer casi simultáneamente en los centros más importantes, desbaratando todo intento de cuarentena.

En una entrevista, un célebre bacteriólogo señalaba que la posibilidad de nuevas enfermedades preocupaba desde hacía mucho a los hombres de ciencia. En el pasado había habido ejemplos curiosos, aunque de escasa importancia, como la fiebre inglesa y la fiebre Q. En cuanto a su origen, tres hipótesis eran posibles: alguna enfermedad animal; algún microorganismo nuevo, un virus posiblemente producido por mutación; un accidente —quizá provocado— en un laboratorio de guerra bacteriológica. Esto último, parecía, era la creencia popular. Se presumía que el aire mismo transmitía la enfermedad, posiblemente con las partículas de polvo. El aislamiento del enfermo no servía de nada.

En una entrevista telefónica un viejo y un hosco sabio inglés había comentado: “Durante varios miles de años el hombre ha desarrollado su estupidez. No derramaré una lágrima sobre su tumba.” En el otro extremo, un crítico americano igualmente hosco había dicho: “Sólo la fe nos puede salvar ahora; yo me paso las horas rezando.”

Se señalaban algunos saqueos, sobre todo de licorerías. En general, sin embargo, el miedo había ayudado a mantener el orden. En Louisville y Spokane los incendios barrían la ciudad, pues no había bomberos.

Aun en aquella edición que (los periodistas no podían haberlo ignorado) sería la última, se habían incluido algunas noticias pintorescas. En Omaha un fanático había corrido desnudo por las calles, anunciando el fin del mundo y la apertura del Séptimo Sello. En Sacramento, una loca había abierto las jaulas del circo, temiendo que los animales muriesen de hambre, y había sido devorada por una leona. Seguía una nota de mayor interés científico. Según el director del zoológico de San Diego, los monos morían como moscas, pero los otros animales no estaban afectados.

Ish sintió que desfallecía ante aquel cúmulo de horrores. Su soledad lo aterraba. Sin embargo, siguió leyendo, como hipnotizado.

La civilización, la raza humana... había desaparecido, por lo menos, elegantemente. Muchos habían escapado de las ciudades, pero los otros —y de acuerdo con aquellas noticias de la semana anterior— no habían sido arrastrados por el pánico. La civilización se había batido en retirada, pero cargando con sus heridos, y sin dejar de defenderse. Los médicos y las enfermeras habían seguido en sus puestos, y muchos miles se habían ofrecido como voluntarios. Ciudades enteras habían servido de hospitales y puntos de concentración. Había cesado todo comercio, pero los alimentos se distribuían aún, como en una ciudad sitiada. Aunque la población había disminuido en una tercera parte, el servicio telefónico, el agua, la luz y la energía eléctrica seguían funcionando. Para evitar ciertos horrores, que hubiesen llevado a una completa desmoralización, los muertos debían enterrarse inmediatamente en fosas comunes. Ish llegó a la última línea y volvió a releerlo todo con más cuidado. Le sobraba tiempo. Luego salió y se sentó en su coche. No había ningún motivo, reflexionó, para que se sentara en su propio coche y no en otro cualquiera. Los derechos de propiedad habían desaparecido, y sin embargo se sentía allí más cómodo. El perro gordo volvió a pasar por la calle, pero Ish no lo llamó. Se quedó allí un rato, ensimismado. Apenas podía pensar; la mente le daba vueltas y vueltas, sin llegar a ninguna parte.

Caía ya la tarde, cuando encendió el motor y llevó el coche calle abajo, deteniéndose de cuando en cuando a tocar la bocina. Dobló por una calle lateral, y dio una vuelta al pueblo, llamando regularmente. Pasó así un cuarto de hora y se encontró otra vez en el punto de partida. No había visto a nadie, ni había recibido ninguna respuesta. Había encontrado cuatro perros, algunos gatos, varias gallinas desperdigadas, una vaca que pacía en un solar vacío con un pedazo de cuerda en el pescuezo, y una rata que husmeaba en un umbral.

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