Cuando Ish acabó de desayunar, se echó en un sillón, sacó un cigarrillo y lo encendió. Pero los cigarrillos no habían soportado bien la prueba del tiempo. No se encontraban ya latas de cigarrillos, y los de los paquetes comunes estaban muy secos. Había que humedecerlos, pero entonces parecían a veces demasiado húmedos. Así ocurría con el que Ish tenía en los labios. Por otra parte, no tenía la conciencia tranquila, y no podía fumar en paz. En la cocina, Em y los mellizos parecían quejarse y dedujo que no tenían agua.
Será mejor que vaya a ver a George y le pida que limpie esa tubería, pensó. Se incorporó y salió a la calle.
Pero antes de ir a buscar a George se detuvo en casa de Ezra. No porque Ezra supiera arreglar algo, o lo necesitara para tratar con George; pero le agradaba su compañía. Llamó, y Jean acudió a la puerta.
—Ez no está —dijo la mujer—. Esta semana vive en casa de Molly.
Ish se turbó un poco, como cada vez que se encontraba con la práctica real de la bigamia. Asombrosamente, Jean y Molly eran grandes amigas y se ayudaban en los quehaceres domésticos. Era un triunfo de aquella virtud de Ezra, capaz de entenderse con todos, y crear a su alrededor una atmósfera de afabilidad.
Ish dio media vuelta, pero luego recordó el propósito de su visita a George, y se volvió otra vez.
—Jean —dijo—, ¿hay agua en tus grifos?
—No —respondió Jean—. No. Un hilo nada más.
Jean cerró la puerta. Ish bajó los escalones del porche y fue hacia la casa de Molly. Sintió un leve escalofrío.
Molly no tenía dificultades con sus grifos. Pero su casa estaba en una calle más baja, y podía haber un poco de agua en las tuberías.
Ish y Ezra fueron juntos a ver a George, que vivía en una casa elegante y cuidada, protegida por una verja blanca pintada recientemente. Maurine los hizo pasar a la sala y los invitó a sentarse mientras iba a buscar a George, que arreglaba algo. Ish se sentó en mullida butaca tapizada de terciopelo. Luego, como siempre, miró alrededor, sintiendo otra vez el mismo asombro y un placer casi perverso. Esta sala de George y Maurine correspondía exactamente a los ideales de un próspero carpintero de los viejos días. Había lámparas eléctricas, con rosadas pantallas de abalorios, un lujoso reloj eléctrico, un magnífico aparato de radio de cuatro bandas de frecuencia, un aparato de televisión. En las dos mesas había unas carpetas artísticamente dispuestas, y en una de ellas se veía una pila de revistas populares.
Las lámparas no alumbraban, pues no había electricidad, y las agujas del reloj eléctrico marcaban eternamente las 12.17. Las revistas eran por lo menos de veintiún años atrás. El aparato de radio nada podía transmitir, aunque hubiera habido corriente.
Sin embargo, todos esos objetos eran símbolos de prosperidad. En los viejos días, George había sido carpintero. La posición económica del marido de Maurine debía de haber sido similar. Habían deseado siempre tener lámparas, relojes eléctricos, aparatos de radio, y ahora que estaban a su alcance los habían traído a la casa. A la noche, Maurine encendía una lámpara de petróleo y ponía un disco en el fonógrafo de mano. Era ridículo, y un poco emocionante. Ish se acordó de un comentario de Em:
—En los viejos tiempos, recuerda —había dicho Em—, las gentes ponían un piano en la sala, y a veces un piano de cola, aunque nadie en la casa supiese una palabra de música. Y tenían una colección de aquellos libros... los clásicos de Harvard, que no leían jamás. E instalaban un hogar sin chimenea. Querían mostrar que podían permitirse esos lujos. Eran el símbolo del éxito. Esas lámparas de George y Maurine no son otra cosa, aunque no den luz.
Las pisadas de George resonaron en el vestíbulo y su silueta maciza apareció en la puerta. Traía una llave inglesa en la mano, y estaba vestido con su acostumbrado traje de carpintero, arrugado y manchado de pintura. Hubiera podido ponerse un traje nuevo todos los días, pero se sentía más cómodo con ropa usada.
—Hola, George —dijo Ezra, que siempre hablaba antes que nadie.
—Buenos días, George —dijo Ish.
George movió la boca un rato, como si buscase las palabras más adecuadas. Al fin se decidió:
—Buen día, Ish... Buen día, Ezra.
—Escucha, George —prosiguió Ish—. No hay agua en mi casa, ni en casa de Jean. ¿Y aquí?
Una pausa.
—Aquí tampoco —respondió al fin George.
—Y bien —dijo Ish—, ¿qué opinas?
George titubeó. Movió la boca como si tuviese entre los labios un cigarro imaginario. Su estupidez era exasperante. Pero Ish dominó su irritación. George era un buen hombre, siempre dispuesto a ayudar.
—Y bien —repitió—, ¿qué opinas, George?
George movió el imaginario cigarro hacia una comisura de la boca, y luego dijo:
—Bueno, si arriba tampoco hay agua, es inútil que trate de destapar mis cañerías. Algo ha pasado en el caño principal.
Ezra miró a Ish de reojo, y una sombra de sonrisa se le dibujó en los labios. La conclusión de George era demasiado obvia, o por lo menos parecía muy notable.
—Quizá tengas razón, George —dijo Ish—, pero ¿qué haremos?
Antes de responder, George movió el cigarro hasta el otro lado de la boca.
—No sé.
Como Em, George consideraba que esta dificultad no era de su incumbencia. Si le pidieran que arreglase un grifo flojo o un vertedero atascado, se pondría en seguida a trabajar. Pero no era un mecánico, y menos un ingeniero. Como siempre, Ish era el indicado.
—¿De dónde venía el agua? —preguntó Ish, de pronto.
Los otros callaron. Era curioso. Habían usado el agua veinte años, sin preguntarse de dónde salía. Era un don del pasado, tan gratuito como el aire, las cajas de habas y las botellas de salsa de tomate que se apilaban en los mercados. Ish se había preguntado alguna vez, vagamente, cuánto tiempo correría el agua, y qué deberían hacer para asegurarse nuevas reservas. Pero no había tomado ninguna decisión. El agua no se acabaría de la noche a la mañana, y no había prisa. Por primera vez tenía una razón inmediata para decirse: «Hay que ocuparse de las reservas de agua».
Interrogó sucesivamente con la mirada a George y Ezra y no obtuvo respuesta. George se apoyaba ora en un pie, ora en el otro. Los ojos maliciosos de Ezra parecían decir que aquél no era su terreno. Ezra conocía a la gente. Vendedor en una tienda de vinos, sabía sin duda bromear con los clientes y venderles las marcas que más favorecían a la casa, pero, en cuanto a las ideas, Ish era superior a él. E Ish comprendió que debía responder a su propia pregunta.
—El agua viene seguramente de la vieja red de la ciudad —dijo—. Es decir, venía. Lo mejor, creo, será subir a los depósitos y ver si todavía hay agua.
—Muy bien —dijo Ezra, siempre de acuerdo—. ¿Y si hablásemos con los muchachos?
—No —dijo Ish—. Si se tratara de una partida de caza o de pesca, perfectamente. Pero no saben nada de reservas de agua.
Salieron, llamaron a los perros, y prepararon los arneses. Los depósitos estaban a unos mil quinientos metros, pero desde su encuentro con el puma, Ish no hacía largas caminatas, y a George los años le habían endurecido las piernas. Los preparativos fueron bastante largos. En ocasiones semejantes, Ish lamentaba que el arte de domar caballos se hubiera perdido. No había caballos salvajes en las cercanías, pero debían de abundar en el valle de San Joaquín. Por desgracia, los tres hombres eran gente acostumbrada a los automóviles, y no sabían tratar a los caballos. Los perros eran más convenientes; exigían menos cuidados y comían cualquier trozo de carne. Los caballos, en cambio, necesitaban buenos pastos y había que protegerlos contra los zorros y los pumas. En fin, a falta de automóviles, los carritos tirados por perros satisfacían las modestas necesidades de la Tribu, y George se sentía feliz haciendo los carritos y reparándolos. Durante un tiempo, cuando se sentaba en uno de aquellos vehículos, arrastrados por cuatro perros, Ish creía participar en una grotesca cabalgata y ofrecer un risible espectáculo. Pero los otros no tenían tantos escrúpulos, y, poco a poco, se había habituado. ¿No había habido antes trineos de perros? ¿Por qué no carritos?
Dejaron los perros al pie de la última ladera y subieron por el viejo sendero abriéndose camino entre las zarzas. Se inclinaron sobre el depósito. Había sólo una pequeña capa de agua en dos o tres lugares bajos, y la tubería de desagüe había quedado al aire. La miraron largamente y Ezra suspiró:
—Era esto.
Hicieron algunos planes, pero sin interés ni convicción. La estación de las lluvias llegaba a su fin, y había pocas posibilidades de que el agua llenara otra vez el depósito. Descendieron por el sendero, subieron a los carritos y regresaron a las casas.
Al acercarse, los perros de los carritos se pusieron a ladrar, y los que habían quedado en las casas les hicieron coro. Toda la colonia se había reunido en casa de Ish. Cuando Ish comunicó la noticia, los rostros de los mayores se ensombrecieron, y un niño, demasiado joven para apreciar la gravedad de las circunstancias, se echó a llorar. Todos hablaban a la vez. Nadie temía morir de sed, pero las mujeres no podían admitir que no hubiera más agua en los baños y no un solo día, sino nunca más. Era volver al estado salvaje.
Sólo Maurine aceptó resignada la catástrofe.
—Pasé mis primeros dieciocho años en una granja de Dakota —declaró—. Nunca vi un inodoro, excepto algún domingo en la ciudad, y teníamos que salir de la casa. Al fin papá nos llevó a todos a California, en el viejo auto, pero yo pensaba que eso no podía durar y que pronto tendríamos que salir otra vez, aun bajo la lluvia o la nieve. Los inodoros estaban muy bien, pero eso se acabó. Agradezco a Dios que el tiempo no sea aquí tan frío como en Dakota.
El problema del agua potable preocupaba sobre todo a los hombres. Al principio, como viejos ciudadanos, pensaron en reunir todas las botellas de agua mineral que podían encontrarse en los almacenes y tiendas. Pero pronto comprendieron que, aun en verano, no faltaría el agua. A pesar de los largos períodos de sequía, la región no era un desierto y había arroyos en las cañadas, a los que nadie hasta entonces había prestado atención, donde abrevaban las vacas y otros animales.
Precisamente en este punto asomó una diferencia entre la vieja generación y la nueva. Ish, un geógrafo, no sabía si había un manantial o un río en los alrededores, aunque pudiera localizar cualquier sitio por los nombres de las calles. Los jóvenes, al contrario, podían indicar ríos, lagunas y fuentes. Ignoraban el nombre de las calles, pero se orientaban sin titubear.
Ish descubrió de pronto que su propio hijo, Walt, le señalaba la existencia de un arroyo que él nunca había advertido, pues sus aguas se perdían en una alcantarilla, bajo San Lupo.
Pronto la consternación inicial se transformó en alegría febril. Los más jóvenes fueron con los carritos a llenar latas de veinte litros al manantial vecino. Los mayores se pusieron a cavar pozos que reemplazarían a los inodoros.
El entusiasmo duró varias horas y la obra realizada fue considerable. Pero nadie estaba acostumbrado a manejar el pico y la pala, y al mediodía todos se quejaban de ampollas y cansancio. Cuando se separaron para almorzar, Ish comprendió que nadie volvería al trabajo. Tenían otros proyectos: partidas de pesca, matar un toro que podía ser peligroso, cazar codornices para la cena. Por otra parte los jóvenes habían traído bastante agua para satisfacer las necesidades inmediatas. Psicológicamente por lo menos, había una enorme diferencia entre un poco de agua y nada de agua. La presencia de un recipiente de veinte litros en la cocina borraba todas las inquietudes.
Después del almuerzo, Ish se echó otra vez en el sillón con un cigarrillo. No tenía ningún deseo de continuar solo el trabajo. En un manual de moral podría ser un buen ejemplo. Pero en la práctica, se cubriría de ridículo.
El pequeño Joey se le acercó balanceándose nerviosamente sobre uno y otro pie.
—¿Qué quieres, Joey? —preguntó Ish.
—¿No vamos a trabajar un poco más?
—No, Joey, no esta tarde.
Joey siguió balanceándose. Su mirada se paseó por la sala y se fijó otra vez en su padre.
—Vete a jugar, Joey —dijo Ish dulcemente—. Todo está bien. Te daré la lección a la hora de siempre.
Joey se fue, pero su muda simpatía había emocionado a Ish. El niño no podía comprender todos los problemas, pero su vivaz inteligencia le decía que su padre no estaba satisfecho, aunque no hubiera discutido con los otros. Sí, Joey era el predestinado.
Desde que Ish había tenido esta idea, el día de año nuevo, había multiplicado las lecciones, y Joey estudiaba con avidez. Hasta podía temerse que se transformara en un pedante. No mostraba, además, ninguna de las virtudes del jefe, e Ish dudaba a menudo.
Este pequeño incidente, por ejemplo. Podía revelar intuición y previsión, o el simple deseo de rehuir a los niños de su edad, más hábiles que él en los juegos, y sentirse seguro junto a su padre. Ish esperaba que los otros niños no advirtieran su cariño por Joey. Un padre no tiene derecho a preferencias, pero su benjamín —como se le había revelado de pronto— era la encarnación misma de sus sueños. Oh, por qué preocuparse tanto, pensó. Y de repente fue como si estuviese explicándole todo a Em. «El día de año nuevo me pareció que Joey era el elegido. Ahora no estoy tan seguro. Quizá sean sólo los sentimientos de un padre hacia su hijo menor. Es posible que un día me pelee con él como con Walt. Sin embargo, tengo esperanzas. Los otros no han mostrado nunca esta inteligencia, esta vivacidad de espíritu. No sé. Quisiera saber. Seguiré probando.»
Encendió otro cigarrillo y de pronto se sintió irritado. Él mismo no había mostrado mucha inteligencia. Desde hacía años repetía que algo grave iba a ocurrir. Los otros se reían de él, profeta de las desgracias y de sus oráculos que nunca se cumplían. ¡Y aquella mañana había ocurrido! De pronto había caído un rayo sobre la Tribu. Podía recordar las caras espantadas, cuando Ezra, George y él habían traído las noticias. Había sido el momento de recordar sus profecías, de meter el dedo en la llaga. Hubiese debido pintar el porvenir con los más negros colores. Quizás así se hubiera conseguido algo.
En realidad —y quizás él había compartido la consternación de los otros—, todos habían buscado las soluciones más fáciles, y se habían ocultado la realidad, con la despreocupación de costumbre. O, recurriendo a una vieja comparación, quizá bastante adecuada, el problema había resbalado sobre ellos «como agua sobre el lomo de un pato». Cuatro o cinco horas después, todos habían olvidado la amenaza para dedicarse a los placeres de siempre.