La torre de la golondrina (58 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La torre de la golondrina
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—Señora Selborne —dijo Antillo, arrastrando una voz cargada de veneno—. La cuestión no es que vos desperdiciáis una carrera que se prevé con futuro, que disipáis y malgastáis la oportunidad de vuestra vida. La cuestión es que vais a ser sometida a tormento. Junto con esos idiotas que os han escuchado.

—Lo que tenga que sonar, sonará —respondió filosóficamente Kenna—. Y no nos asustéis con el verdugo, señor coronel. No ha forma de saber quién sea más cerca del cadalso, si nosotros o vos.

—¿Así juzgas? —Los ojos de Antillo echaban chispas—. ¿De ello te convenciste al leer ladinamente los pensamientos de alguien? Teníate por más lista. Y tú tan sólo una tonta eres, mujer. ¡Conmigo siempre se gana, contra mí siempre se pierde! Recuérdalo. Incluso si me tuvieras por caído, aún habría de ser capaz de mandarte a la horca. ¿Lo oís, todos vosotros? ¡Con ganchos al rojo os haré separar la carne de los huesos!

—Sólo se nace una vez, señor coronel —dijo con voz suave Til Echrade—. Vos habéis elegido vuestro camino, nosotros el nuestro. Ambos son inseguros y plenos de contingencia. Y nadie sabe qué a quién el hado prepara.

—No nos vais a azuzar contra la muchacha como a esos perros, señor Skellen. —Kenna alzó la cabeza con orgullo—. Y no nos vamos a dejar destripar al final como perros, al modo de Neratin Ceka. Y basta de chácharas. ¡Volvemos! ¡Boreas! Ándate con nosotros.

—No. —El rastreador menó la cabeza, mientras se limpiaba la frente con su gorra de piel—. Que tengáis salud, nada malo os deseo. Mas me quedo. El deber. Lo he jurado.

—¿A quién? —Kenna frunció el ceño—. ¿Al emperador o a Antillo? ¿O a un hechicero que habla desde una caja?

—Soy un soldado. El deber.

—Esperad. —gritó Dufficey Kriel, saliendo de por detrás de Dacre Silifant—. Voy con vosotros. ¡También estoy harto! Anoche soñé mi propia muerte. ¡Yo no quiero diñarla por esta asquerosa causa!

—¡Traidores! —gritó Dacre, enrojeciendo como una cereza, parecía que la sangre negra le saltaba de la cara—. ¡Felones! ¡Perros sarnosos!

—Cierra el pico. —Antillo seguía mirando a Kenna, y tenía los ojos tan horribles como el pájaro de quien había tomado el apodo—. Ellos han escogido su camino, ya lo has oído. No hay por qué gritar ni por qué gastar saliva. Pero nos volveremos a ver algún día. Os lo prometo.

—Puede que en el mismo cadalso —dijo Kenna sin odio—. Porque a vos, Skellen, no se os castigará junto con los grandes príncipes, sino con nosotros, el vulgo. Mas razón tenéis, no hay por qué gastar saliva. Vamos. Adiós, Boreas. Adiós, don Silifant.

Dacre escupió por entre las orejas del caballo.

—Y helo aquí lo que dijera. —Joanna Selborne alzó la cabeza con orgullo, se retiró un rizo oscuro del rostro—. No he más de añadir, señores del tribunal.

El presidente del tribunal la miró desde arriba. Tenía un rostro indescifrable. Ojos grises. Y bondadosos.

Y qué más me da, pensó Kenna, lo voy a intentar. Sólo se muere una vez, o todo o nada. No me voy a pudrir en la ciudadela esperando la muerte. Antillo no hablaba por hablar, hasta desde la tumba estaría dispuesto a vengarse...

¡Y qué más me da! Puede que no se den cuenta. ¡O todo o nada!

Apretó la mano contra la nariz, como si se estuviera limpiando. Miró directamente a los ojos grises del presidente del tribunal.

—¡Guardias! —dijo el presidente del tribunal—. Por favor, conduzcan a la testigo Joanna Selborne de vuelta a...

Se detuvo, tosió. De pronto le apareció sudor en la frente.

—A la secretaría —terminó, respiró con fuerza—. Que se escriba el documento necesario. Y se la deje libre. La testigo Selborne no le es ya necesaria a este tribunal.

Kenna se limpió furtivamente la gota de sangre que le salía de la nariz. Sonrió encantadoramente y agradeció con una delicada inclinación.

—¿Que desertaron? —repitió Bonhart con incredulidad—. ¿Los otros desertaron? ¿Y nada, que se fueron, así por las buenas? ¿Skellen? ¿Se lo permitiste?

—Si nos delatan... —comenzó Rience, pero Antillo le cortó de inmediato.

—¡No nos delatarán porque le tienen aprecio a su cabeza! Y al fin y al cabo, ¿qué podía hacer? Cuando Kriel se les sumó, conmigo no quedaron más que Bert y Mun, y ellos eran cuatro...

—Cuatro no es tanto —dijo Bonhart con rabia—. En cuanto alcancemos a la muchacha me echaré a buscarlos. Y daré de comer con ellos a los cuervos. En nombre de ciertos principios.

—Alcancémosla primero a ella —le interrumpió Antillo, espoleando a su rucio con una fusta—. ¡Boreas! ¡Cuidado con el rastro!

La hondonada estaba cubierta por una densa capa de niebla, pero sabían que allá abajo estaba el lago, porque aquí, en los Mil Trachta, en cada hondonada había un lago. Y en éste hacia el que les dirigía el rastro de los cascos de la yegua mora sin duda estaba aquello que estaban buscando, aquello que les había ordenado buscar Vilgefortz. Lo que les había descrito detalladamente. Y les había dado el nombre.

Tarn Mira.

El lago era estrecho, no más grande que un tiro de arco, embutido en una ligera media luna entre unas altas y abruptas orillas cubiertas de negros abetos, bellamente espolvoreados con el blanco polvo de la nieve. La orilla estaba silenciosa, tanto que hasta sonaban los oídos. Se habían callado hasta los cuervos, cuyos graznidos malignos habían acompañado su camino durante algunos días.

—Ésta es la orilla del sur —afirmó Bonhart—. Si el hechicero no ha jodido el asunto y no se equivocó, la torre está en la orilla del norte. ¡Cuidado con el rastro, Boreas! Si perdemos la pista el lago nos separará de ella.

—¡El rastro es muy claro! —gritó Boreas Mun desde abajo—. ¡Y fresco! ¡Lleva hacia el lago!

—Cabalguemos. —Skellen controló su rucio que se retorcía junto a la pendiente—. Hacia abajo.

Se deslizaron por la pendiente, con cuidado, conteniendo a los caballos que resoplaban. Atravesaron una maraña negra, desnuda, helada, que bloqueaba la entrada al lago.

El bayo de Bonhart se introdujo cautelosamente en el hielo, quebrando con un chasquido un arbusto seco que surgía de la vítrea superficie. El hielo crujió, bajo los cascos del caballo se extendieron los largos hilos en forma de estrella del hielo al quebrarse.

—¡Atrás! —Bonhart tiró de las riendas, hizo volverse a la orilla al caballo que bufaba roncamente—. ¡Bajad de los caballos! El hielo está débil.

—Sólo aquí junto a la orilla, en los arbustos —opinó Dacre Silifant, al tiempo que golpeaba en la helada superficie con el tacón—. Pero y hasta aquí tiene más de media pulgada. Sujetará los caballos como nada, no hay de qué asustar...

Unos relinchos y unas maldiciones ahogaron sus palabras. El rucio de Skellen se había resbalado, se sentó de culo, los pies se le quedaron por debajo. Skellen le golpeó con las espuelas, maldijo de nuevo, esta vez la blasfemia fue acompañada del fuerte crujido del hielo al quebrarse. El rucio golpeteó con las patas delanteras; las traseras, aprisionadas, se agitaron en su trampa, rompiendo la superficie y haciendo saltar la oscura agua de por debajo. Antillo saltó de la silla, tiró de las riendas, pero se resbaló y cayó cuan largo era, por un milagro evitó los cascos del propio caballo. Dos gemmerianos, también azorados, le ayudaron a levantarse, Ola Harsheim y Bert Brigden sacaron a la orilla al rucio, que relinchaba como un condenado.

—Bajad de los caballos, muchachos —repitió Bonhart con los ojos clavados en la niebla que anegaba el lago—. No hay por qué arriesgarse. Alcanzaremos a la moza a pie. Ella también ha descabalgado, también va andando.

—Verdá de la güeña —asintió Bóreas Mun, señalando hacia el lago—. Si se ve.

Sólo junto a la misma orilla, bajo las ramas que colgaban, era la capa de hielo lisa y semitransparente como el vidrio oscuro de una botella, bajo ella se podían ver plantas y algas ennegrecidas. Más allá, en el centro, una fina capa de nieve húmeda cubría el hielo. Y sobre ella, tan lejos como la niebla permitía ver, las huellas de unos pasos.

—¡La tenemos! —gritó con furia Rience, haciendo un nudo con las riendas—. ¡No es tan espabilada como parecía! Ha ido por el hielo, por el medio del lago. ¡Si hubiera elegido alguna de las orillas, el bosque, no hubiera sido fácil agarrarla!

—Por el centro del río... —repitió Bonhart, dando la impresión de estar pensativo—. Justo por el centro del lago va el camino más directo y sencillo para llegar a esa torre mágica de la que habló Vilgefortz. Ella lo sabe. ¿Mun? ¿Cuánto nos lleva de delantera?

Bóreas Mun, que estaba ya en el lago, se arrodilló sobre una huella de bota, se inclinó muy bajito, la contempló.

—Como media hora —calculó—. No más. Va haciendo más calor, mas el rastro no se ha deshecho, se ve cada clavo de la suela.

—El lago —murmuró Bonhart, intentando en vano atravesar la niebla con la mirada— sigue hacia el norte por lo menos cinco millas. Como dijo Vilgefortz. Si la muchacha lleva media hora de ventaja está por delante de nosotros como a una milla.

—¿En el yelo resbaloso? —Mun meneó la cabeza—. Tampoco. Seis, como más siete leguas.

—¡Pues mejor! ¡En marcha!

—En marcha —repitió Antillo—. ¡Al hielo y en marcha, deprisa!

Marcharon, jadeando. La cercanía de la víctima les excitaba, les llenaba de euforia como un narcótico.

—¡No se nos escapará!

—Mientras no perdamos el rastro...

—Y que no se nos vaya de tiro con esta niebla... Blanca como la nieve... No se ve nada a veinte pasos, joder...

—Poneos las raquetas —gritó Rience—. ¡Más deprisa, más deprisa! Mientras haya nieve sobre el hielo, seguiremos las huellas...

—Las huellas son recientes —murmuró de pronto Bóreas Mun, deteniéndose e inclinándose—. Recientitas... Se ve cada clavo... ¡Está aquí delante nuestro! ¿Por qué no la vemos?

—¿Y por qué no la oímos? —reflexionó Ola Harsheim—. ¡Nuestros pasos retumban en el hielo, la nieve rechina! ¿Por qué no la escuchamos?

—¡Porque le dais a la sinhueso! —les interrumpió Rience con brusquedad—. ¡Adelante, en marcha!

Bóreas Mun se quitó el gorro, se limpió con él el sudor de la frente.

—Ella está allí, en la niebla —dijo en voz baja—. En algún lado, en la niebla... Pero no se ve dónde. No se ve desde dónde va a atacar... Como entonces... En Dun Dáre... En la noche de Saovine...

Con la mano temblorosa comenzó a sacar la espada de la vaina. Antillo se acercó a él, le agarró por los hombros, le empujó con fuerza.

—Cierra el pico, viejo loco —silbó.

Pero ya era tarde. El miedo embargaba ya a los otros. También sacaron la espada, situándose inconscientemente de tal modo que tuvieran a la espalda a alguno de los compañeros.

—¡Ella no es un fantasma! —gritó Rience con fuerza—. ¡Ni siquiera es una maga! ¡Y nosotros somos diez! ¡En Dun Dáre había cuatro y todos estaban borrachos!

—Dispersaos —dijo Bonhart de pronto— a la izquierda y a la derecha, en línea. ¡Y andad a la larga! Pero de tal forma que no os escapéis los unos de los ojos del otro.

—¿Tú también? —Rience frunció el ceño—. ¿También a ti te ha dado, Bonhart? Te tenía por menos supersticioso.

El cazador de recompensas le contempló con una mirada más fría que el hielo.

—Dispersaos a la larga —repitió, despreciando al hechicero—. Mantened la distancia. Yo vuelvo a por los caballos.

-¿Qué?

Tampoco esta vez Bonhart se dignó responderle a Rience.

—Deja que se vaya —rezongó—. Y no perdamos tiempo. Todos a la larga. ¡Bert y Stigward a la izquierda! ¡Ola a la derecha...!

—¿Por qué esto, Skellen?

—Yendo al montón —murmuró Bóreas Mun— no poco más fácil sería que el yelo se quiebrara que yendo a la larga. Y amas, si vamos a la larga menor será nuestro albur de que la moza se nos arrime por los costados.

—¿Por los costados? —bufó Rience—. ¿De qué modo? Tenemos las huellas por delante. La muchacha va recta como una flecha, si intentara torcer, las huellas la delatarían.

—Basta de cháchara —les cortó Antillo, al tiempo que miraba hacia atrás, a la niebla entre la que había desaparecido Bonhart—. ¡Adelante!

Echaron a andar.

—Se va templando el aire —susurró Bóreas Mun—. El yelo de la cubierta vase deshaciendo, el desyelo sacerca...

—La niebla se hace más espesa...

—Pero todavía se ve el rastro —afirmó Dacre Silifant—. Además, me da la sensación de que la muchacha va más despacio. Pierde fuerza.

—Como nosotros. —Rience se quitó el sombrero y se abanicó con él.

—Silencio. —Silifant se detuvo de súbito—. ¿Habéis oído? ¿Qué ha sido eso?

—Yo no he oído nada.

—Pues yo sí... Como un chirrido... Un chirrido del yelo... Pero no de allí. —Bóreas Mun señaló a la niebla en la que desaparecieron las huellas—. Como a la siniestra, a un lao...

—También lo he escuchado —afirmó Antillo, mirando intranquilo a su alrededor—. Pero ya no se oye. Maldita sea, no me gusta esto. ¡No me gusta esto!

—¡Las huellas! —repitió Rience con tono aburrido—. ¡Seguimos viendo sus huellas! ¿Es que no tenéis ojos? ¡Va recta como una flecha! ¡Si doblara un paso, siquiera medio paso, lo sabríamos por las huellas! ¡Andando, más deprisa, y la tendremos enseguida! Os prometo que la veremos dentro de nada...

Se detuvo. Bóreas Mun expulsó aire hasta tal punto que los pulmones le dolían. Antillo lanzó una blasfemia.

Diez pasos delante de ellos, justo delante de la frontera de lo visible trazada por la densa y lechosa niebla, se acababan las huellas. Desaparecían.

—¡Leche de pato!

—¿Qué pasa?

—¿Ha echado a volar o qué?

—No. —Boreas Mun meneó la cabeza—. No voló. Peor todavía.

Rience lanzó una vulgaridad mientras señalaba unas líneas en la cubierta helada.

—Patines —aulló, apretando maquinalmente los puños—. Llevaba patines y se los ha puesto... Ahora se deslizará por el hielo como el viento... ¡No la alcanzaremos! ¿Dónde, maldita sea su estirpe, se ha metido Bonhart? No alcanzaremos a la muchacha sin los caballos.

Bóreas Mun tosió con fuerza, suspiró. Skellen se desató lentamente la zamarra, dejando al descubierto una bandolera con una serie de oriones que le cruzaba el pecho al través.

—No vamos a tener que perseguirla —dijo con frialdad—. Ella será la que nos alcance. No vamos a tener que esperar mucho.

—¿Te has vuelto loco?

—Bonhart lo previo. Por eso volvió a por los caballos. Sabía que la muchacha nos metería en una trampa. ¡Cuidado! ¡Aguzad el oído por si suena el chirrido de unos patines sobre el hielo!

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