La torre de la golondrina (38 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La torre de la golondrina
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—Qué se le va a hacer —dijo al cabo, mirando a los ojos aciano de la flaminica—. Ya no soy un brujo. Dejé de ser brujo. En Thanedd, en la Torre de la Gaviota. En Brokilón. En el puente sobre el Yaruga. En la cueva de la Gorgona. Y aquí, en el bosque de Myrkvid. No, ya no soy un brujo. Así que he de aprender a vivir sin el medallón de brujo.

Capítulo octavo

El rey amaba a su esposa, la reina, ilimitadamente, y ella lo amaba a él con todo su corazón. Algo así sólo podía terminar con una desgracia.

Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas

Delannoy, Flourens,
lingüista e historiador, *1432 en Vicovaro, en los años 1460-1475 secretario y bibliotecario en el palacio imperial. Infatigable investigador de leyendas y cuentos populares, autor de muchos estudios que son considerados monumentos de la antigua lengua y literatura de las regiones norteñas del Imperium. Algunas de sus obras más importantes son: Mitos y leyendas de los pueblos del norte, Cuentos y leyendas, La sorpresa o el mito de la Antigua Sangre, La saga del brujo y El brujo y la brújula, o de la búsqueda incansable. Desde el año 1476, profesor de la academia de Castell Graupian, donde en +1510.>

Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, tomo IV

 

El viento soplaba desde el mar, hacía gemir las velas, una garúa como de pequeñísimo granizo golpeaba dolorosamente en el rostro. El agua del Gran Canal estaba aceitosa, agitada por el viento, salpicada con el goteo de la lluvia.

—Por aquí, señor, permitid. El barco está esperando.

Dijkstra lanzó un pesado suspiro. Estaba ya verdaderamente harto de viajes por el mar, le alegraban aquellos pocos instantes en los que sentía bajo los pies el suelo fuerte y estable de la playa, se ponía negro cuando pensaba que no tenía más remedio que acercarse otra vez a una cubierta balanceante. Pero qué se le iba a hacer. Lan Exeter, la capital de invierno de Kovir, se diferenciaba de forma significativa de otras capitales del mundo. En el puerto de Lan Exeter los viajeros que llegaban por mar desembarcaban en la piedra del muelle sólo para embarcarse de inmediato en la siguiente unidad navegadora: una esbelta nave de alta proa y no mucho más baja popa, impulsada por multitud de remos. Lan Exeter estaba construida sobre el agua, en el amplio estuario del río Tango. En vez de calles, la ciudad tenía canales, y toda la comunicación de la ciudad se llevaba a cabo mediante barcas.

Se subió a la barca, saludó al embajador redano que le esperaba junto a la escala. Se separaron del muelle, los remos golpeaban el agua al unísono, la nave avanzaba, tomaba velocidad. El embajador redano guardaba silencio.

El embajador, pensó Dijkstra maquinalmente. ¿Desde hace cuántos años tiene Redania embajador en Kovir? Más de ciento veinte. Ya hace ciento veinte años que Kovir y Poviss tienen frontera con Redania. Pero no siempre fue así.

Desde el principio de los tiempos Redania trataba a los países situados al norte, en el golfo de Praxeda, como su propio feudo. Kovir y Poviss eran —como se decía en la corte de Tretogor— infantados en la joya de la corona. Los condes infantes que se sucedían en aquellos gobiernos recibían el nombre de troidenos, puesto que descendían —o afirmaban descender— de un antepasado común, Troiden. El tai príncipe Troiden era hermano del rey de Redania Radowid I, al que luego llamaron el Grande. Ya en su juventud había sido el tal Troiden un tipo lascivo y extraordinariamente repugnante. Daba miedo pensar lo que saldría de él con los años. El rey Radowid, que no era una excepción a este respecto, odiaba a su hermano como a la peste. Así que lo nombró conde infante de Kovir, para librarse de él, enviándolo tan lejos de sí como fuera posible. Y más lejos que Kovir no se podía.

El conde infante Troiden era formalmente vasallo de Redania, pero un vasallo atípico, que no conllevaba carga alguna ni obligaciones feudales. Ni siquiera tenía que ofrecer el juramento ceremonial de vasallaje, se exigía de él solamente lo que se denominaba promesa de no perjudicar. Unos decían que, simplemente, Radowid se había apiadado de él, sabiendo que la «joya de la corona» kovirana no daba ni para tributos ni para vasallaje. Otros por su parte afirmaban que Radowid simplemente no quería tener ante sus ojos al conde infante, se mareaba sólo de pensar que el hermanillo se podía aparecer personalmente en Tretogor con dinero o ayuda militar. Cómo había sido en verdad, no lo sabía nadie, pero sea como fuere, así se quedó. Muchos años después de la muerte de Radowid I, en Redania seguían rigiendo las leyes promulgadas en tiempos del viejo rey. En primer lugar: el condado de Kovir es vasallo, pero no tiene ni que pagar, ni que servir. En segundo: el infantado de Kovir es un bien de manos muertas y la sucesión está exclusivamente en manos de la casa de los troidenos. En tercer lugar: Tretogor no se mezcla en los asuntos de la casa de los troidenos. En cuarto: a los miembros de la casa de los troidenos no se les invita a Tretogor para las celebraciones de las fiestas nacionales. En quinto: ni en ninguna otra ocasión.

En suma, pocos sabían algo de lo que pasaba en el norte y menos aún se interesaban por ello. A Redania llegaban —principalmente por intermedio de Kaedwen— noticias de los conflictos del conde de Kovir con los señores menores del norte. De alianzas y guerras con Hengfors, Malleore, Creyden, Talgar y otros países de nombres difíciles de recordar. Alguien había vencido a alguien y lo había absorbido, alguien se había unido a alguien con un lazo dinástico, alguien había derrotado a alguien y le exigía tributo. En resumen, nadie sabía quién, a quién ni por qué.

Sin embargo, las noticias de guerras y luchas atraían al norte a una marabunta de matones, aventureros, buscadores de sensaciones y otros espíritus inquietos en busca de botín y posibilidades de enriquecerse. Venían aquéllos de todos los rincones del mundo, incluso de países tan lejanos como Cintra o Rivia. Pero sobre todo, habitantes de Redania y Kaedwen. En especial desde Kaedwen habían salido para Kovir verdaderos pelotones de caballería. El rumor decía incluso que a la cabeza de uno iba la famosa Aideen, la revoltosa hija natural del monarca de Kaedwen. En Redania hasta se decía que en el palacio de Ard Carraigh se jugaba con la idea de anexionarse el condado del norte y arrebatárselo a la corona redana. Incluso se suponía que alguien allá había comenzado a gritar que era necesaria una intervención armada.

Sin embargo, Tretogor anunció ostentosamente que no le interesaba el norte. Como reconocieron los juristas reales, la ley que regía era la de la reciprocidad, el principado kovirano no tenía obligación alguna para con la corona, así que la corona no le ofrecía ayuda a Kovir. Y cuanto más que Kovir no había pedido ayuda alguna.

Entretanto Kovir y Poviss habían salido de las guerras del norte más fuertes y poderosos. Pocos eran los que entonces lo sabían. La señal más clara de la creciente potencia del norte era su cada vez mayor actividad exportadora. Durante decenas de años se había dicho que la única riqueza de Kovir era la arena y el agua marina. Se volvió a recordar la broma cuando la producción de las fábricas y salinas de Kovir prácticamente monopolizó el mercado mundial del vidrio y la sal.

Pero aunque cientos de personas bebían en vasos con la señal de las fábricas de Kovir y aliñaban la sopa con sal de Poviss, aún seguía siendo en la consciencia de la gente un país increíblemente lejano, inaccesible, duro y hostil. Y sobre todo, ajeno.

En Redania y Kaedwen, en vez de «mandar al diablo» a alguien se decía «echarlo a Poviss». Si no os gusta mi casa, decía el maestro a los aprendices recalcitrantes, camino libre a Kovir. No vamos a tener aquí orden kovirano, les gritaba el profesor a los estudiantes que discutían como locos. A hacerte el listo a Kovir, le decía el campesino a su hijo que criticaba el arado antiquísimo y el sistema de barbecho.

¡A quien no le guste el orden ancestral, camino libre a Kovir!

Los receptores de estos mensajes poco a poco comenzaron a reflexionar y al poco se dieron cuenta de que, efectivamente, el camino a Kovir y a Poviss carecía de obstáculos. Una segunda ola de emigrantes se dirigió hacia el norte. Y como la anterior, aquella ola se componía de gente rara e insatisfecha, que eran diferentes y querían otras cosas. Pero esta vez no se trataba de aventureros enfrentados a la vida y que no cabían en ningún sitio. Por lo menos, no sólo.

Hacia el norte se dirigieron científicos que creían en sus teorías aunque se les gritara que aquellas teorías eran irreales y locas. Técnicos y constructores convencidos de que, contra toda opinión general, se podían construir las máquinas y herramientas concebidas por los científicos. Hechiceros para quienes el uso la magia para crear diques no significaba un desprecio blasfemo. Mercaderes para los que la perspectiva del incremento del beneficio era capaz de sobrepasar las fronteras rígidas, estáticas y cortas de vista del riesgo. Campesinos y ganaderos convencidos de que incluso de los peores suelos se podía hacer un campo fructífero, de que siempre se podía criar un tipo de animal que medrara en aquel clima.

Hacia el norte se fueron también mineros y geólogos para los que la severidad de las montañas salvajes y las rocas de Kovir significaba una señal inequívoca de que si en la superficie había tanta pobreza, en el interior tenía que haber mucha riqueza. Pues la naturaleza ama el equilibrio.

En el interior había mucha riqueza.

Pasó un cuarto de siglo y Kovir extraía tantas riquezas mineras como Redania, Aedirn y Kaedwen juntos. En la extracción y la transformación del mineral de hierro, Kovir tan sólo cedía ante Mahakam, pero hasta Mahakam llegaban transportes koviranos de metal que servían para realizar las aleaciones. A Kovir y Poviss les tocaba un cuarto de la extracción mundial de mena de plata, níquel, plomo, estaño y cinc, la mitad de las extracciones de cobre y cobre nativo, tres cuartos de las extracciones de mena de manganeso, cromo, titanio y volframio, y otro tanto de metales que sólo aparecían en forma nativa: platino, ferroaurum, criobelito y dwimerita.

Y más del ochenta por ciento de las extracciones mundiales de oro.

El oro a cambio del que Kovir y Poviss compraban todo lo que no crecía y no se criaba en el norte. Y lo que Kovir y Poviss no producían. No porque no pudieran ni supieran. No merecía la pena. El artesano de Kovir o Poviss, hijo o nieto de emigrante que llegara aquí con el saco al hombro, ganaba ahora cuatro veces más que su confráter de Redania o Temería.

Kovir comerciaba y quería comerciar con todo el mundo, a una escala cada vez mayor. No pudo.

Radowid III fue coronado rey de Redania. Con su bisabuelo Radowid el Grande le ligaba el nombre y también la avaricia y la codicia. Aquel rey, por sus lameculos y hagiógrafos llamado el Atrevido, y por todos los demás el Pelirrojo, se dio cuenta de lo que antes nadie había querido darse cuenta. ¿Por qué del gigantesco comercio que Kovir llevaba a cabo Redania no se llevaba ni un real? Pues si Kovir no es más que un insignificante condado, un feudo, pequeña joyita en la corona redana. ¡Era hora de que el vasallo kovirano comenzara a servir a su soberano!

Al poco surgió una maravillosa ocasión. Redania tuvo un conflicto fronterizo con Aedirn, se trataba, como de costumbre, del valle del Pontar.

Radowid III decidió echar mano a las armas y comenzó a prepararse. Promulgó un impuesto especial para la guerra llamado el «diezmo de Pontar». Habían de pagarlo todos los súbitos y vasallos. Todos. El infante de Kovir también. El Pelirrojo se frotaba las manos. ¡Diez por ciento de los ingresos de Kovir, esto sí que era algo bueno!

Hasta Pont Vanis, del que se pensaba que era un villorrio de murallas de madera, se fueron los enviados redanos. Cuando volvieron comunicaron al Pelirrojo unas nuevas asombrosas.

Pont Vanis no es un villorrio. Es una ciudad enorme, la capital de verano del reino de Kovir, cuyo gobernante, el rey Gedovius, envía al rey Radowid la siguiente repuesta:

El reino de Kovir no es vasallo de nadie. Las pretensiones y las reclamaciones de Tretogor carecen de fundamento y se apoyan en una ley que es letra muerta, que nunca tuvo vigor. Los reyes de Tretogor no fueron nunca soberanos de Kovir, porque los señores de Kovir, lo que es fácil de comprobar en los anales, nunca pagaron tributo a Tretogor, ni cumplieron obligaciones militares ni, lo que es más importante, nunca fueron invitados a las celebraciones de las fiestas nacionales. Ni a ninguna otra.

Gedovius, rey de Kovir —transmitieron los enviados— lo siente mucho, pero no puede reconocer al rey Radowid como señor y soberano, ni mucho menos pagarle el diezmo. No puede tampoco hacerlo ninguno de los vasallos ni enfiteutas que rindan vasallaje exclusivo al señorío de Kovir.

En una palabra: que Tretogor tenga cuidado de su nariz y no la meta en los asuntos de Kovir, reino independiente.

El Pelirrojo estalló en una fría cólera. ¿Reino independiente? ¿Extranjero? Bien, pues entonces vamos a hacer con Kovir como con un reino extranjero.

Redania y Kaedwen y Temería, obligados por el Pelirrojo, aplicaron a Kovir una aduana retorsiva y un derecho de almacenaje sin piedad. Un mercader de Kovir que viajara hacia el sur tenía que exponer sus mercancías, lo quisiera o no, en alguna ciudad redana y venderlas. O regresar. La misma obligación afectaba al mercader del lejano sur que tuviera intenciones de dirigirse a Kovir.

De las mercancías que Kovir transportaba por el mar, sin tocar en puertos redanos o temerios, Redania exigía unos derechos de aduana dignos de un pirata. Los barcos koviranos, por supuesto, no querían pagar, sólo pagaban aquéllos que no conseguían huir. En aquel juego del gato y el ratón comenzado en el mar, pronto se llegó a un incidente. Un patrullero redaño intentó arrestar a un mercader kovirano, aparecieron dos fragatas de Kovir, el patrullero ardió. Hubo víctimas.

La gota colmó el vaso. Radowid el Pelirrojo decidió enseñar modales a su vasallo desobediente. Un ejército redaño compuesto de cuatro mil hombres atravesó el río Braa, y el cuerpo expedicionario de Kaedwen avanzó hacia Caingorn.

Al cabo de una semana, los dos mil redanos que habían logrado sobrevivir cruzaban la frontera en dirección contraria y los miserables restos del cuerpo kaedweno se arrastraron hacia casa por los desfiladeros de las Montañas del Milano. Así se aclaró el último objetivo para el que había servido el oro de las montañas del norte. El ejército estable de Kovir lo constituían veinticinco mil profesionales duchos en guerras —y atracos—, condottieros sacados de los más lejanos rincones del mundo, incondicionalmente fieles a la corona kovirana gracias una soldada de generosidad nunca vista y una pensión de vejez garantizada por contrato. Dispuestos a enfrentarse a cualquier peligro por recompensas de generosidad nunca vista, pagadas por cada batalla ganada. A estos ricos soldados por su parte, los dirigían unos caudillos experimentados en la guerra, llenos de talento y —ahora— muy ricos. A estos caudillos el Pelirrojo y el rey Benda de Kaedwen los conocían muy bien: eran los mismos que no hacía tanto tiempo habían estado sirviendo en sus propios ejércitos pero que, inesperadamente, habían pasado a la reserva y se habían ido al extranjero.

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