La torre de la golondrina (55 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La torre de la golondrina
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—¡Te tenemos, Falka! No nos esperabas aquí, ¿eh?

—Os esperaba —escuchó el vejete. Y tembló con el sonido de aquella voz.

Vio el movimiento de la figura delgada. Y escuchó un suspiro de miedo. Un ahogado grito de una de las mozas. No pudo ver que la muchacha llamada Falka se había quitado la capucha y el pañuelo. No pudo ver el rostro terriblemente mutilado. Ni los ojos pintados con una pasta de grasa y tizones de modo que parecían los ojos de un demonio.

—No soy Falka —dijo la muchacha. El abuelete de nuevo contempló un rápido y desdibujado movimiento, algo ígneo brilló a la luz de las lámparas—. Soy Ciri de Kaer Morhen. Soy una bruja. He venido aquí para matar.

El abuelete, que en su vida había visto más de una pelea de taberna, tenía un método elaborado para escapar a las injurias: zambullirse bajo la mesa, encogerse mucho y agarrarse con fuerza a las patas de la mesa. Desde esa posición, está claro, ya no podía ver nada. Y tampoco quería. Se aferraba espasmódico a la mesa, y la mesa ya recorría la habitación junto con el resto de los muebles, entre golpeteos, chasquidos y crujidos, el sonido de pesadas botas, maldiciones, gritos, gemidos y el tintineo del acero.

Una moza de servicio gritaba penetrantemente sin parar.

Sobre la mesa rodó alguien, desplazando al mueble junto con el viejo agarrado a él, cayó al suelo a su lado. El viejo gritó al sentir cómo le salpicaba la sangre caliente. Dede Vargas, el que le había querido echar al principio —el viejo lo reconoció por los botones de azófar en el jubón— lanzaba macabros chillidos, se retorcía, lanzaba sangre, agitaba con las manos a su alrededor. Uno de sus golpes impotentes le acertó al anciano en un ojo. El abuelete ya no pudo ver absolutamente nada. La muchacha que gritaba se atragantó, se calló, tomó aire y comenzó a gritar de nuevo, en una entonación todavía más alta.

Alguien cayó con estrépito al suelo, de nuevo se extendió la sangre por el recién fregado suelo de tablas de pino. El abuelete no reconoció quién había muerto ahora. Era Rispat La Pointe, al que Ciri le había dado un tajo en el cuello. No vio cómo Ciri realizaba una pirueta justo frente a Fripp y Jannowitz, cómo atravesaba su guardia como una sombra, como humo gris. Jannowitz se lanzó tras ella con un rápido y blando salto de gato. Era un espadachín diestro. Apoyándose con seguridad en el pie derecho, golpeó con una larga y extendida prima, apuntando al rostro de la muchacha, directamente a su horrible cicatriz. No podía fallar.

Falló.

No consiguió protegerse. Ella lo cortó al azar, desde cerca, con las dos manos, a través del pecho y la barriga. Y ella volvió a saltar, giró, y al tiempo que escapaba de los tajos de Fripp, le rajó al retorcido Jannowitz por el cuello. Jannowitz se derrumbó con la frente cayendo sobre un banco. Fripp saltó por encima de banco y cadáver, lanzó un tajo rapidísimo. Ciri lo paró al bies, hizo una media pirueta y dio un corto tajo en el muslo. Fripp se tambaleó, se tropezó con la mesa, perdiendo el equilibrio, instintivamente extendió la mano. Cuando apoyó la mano en la mesa, Ciri, con un rápido golpe, se la cortó.

Fripp levantó el muñón que despedía sangre, lo miró con atención, luego miró a la mano que estaba sobre la mesa, y se derrumbó de pronto, violentamente, con ímpetu posó el trasero sobre el suelo, exactamente igual que si se hubiera resbalado con jabón. Una vez sentado gritó, y luego comenzó a aullar, con un aullido salvaje, agudo y penetrante de lobo.

Encogido bajo la mesa y regado en sangre, el viejo escuchó cómo durante un instante se oía aquel dueto espectral: los gritos monótonos de la moza de servicio y los aullidos espasmódicos de Fripp.

La moza se calló primero, terminó sus inhumanos gritos con un chillido quebrado. Fripp simplemente enmudeció.

—Mamá —dijo de pronto, muy claro y completamente consciente—. Mamá... ¿Qué es... qué es... lo que me ha pasado? ¿Qué me... pasa?

—Te estás muriendo —le dijo la muchacha del rostro mutilado.

Al viejo se le pusieron de punta los pocos pelos que le quedaban. Para detener el temblor de los dientes los apretó con la manga de la aljuba.

Cyprian Fripp el Joven exhaló un sonido como si tragara con dificultad. Ya no emitió más sonidos. Ninguno.

Reinaba el más absoluto silencio.

—Pero qué es lo que has hecho... —gimió el posadero en aquel silencio—. Pero qué es lo que has hecho, muchacha...

—Soy una bruja. Mato monstruos.

—Nos colgarán... ¡Quemarán el pueblo y la posada!

—Mato monstruos —repitió, y en su voz de pronto apareció algo como asombro. Como vacilación. Inseguridad.

El posadero gimió, suspiró. Y sollozó.

El abuelete salió poco a poco de debajo de la mesa, apartándose del cadáver de Dede Vargas, de su rostro horriblemente cortado.

—En una yegua negra cabalgas... —murmuró—. En noche oscura como boca de lobo... las huellas tras tuyo vas borrando...

La muchacha se volvió, le miró. Ya había tenido tiempo de cubrirse el rostro con el pañuelo, desde encima del pañuelo lo contemplaban unos ojos fantasmales rodeados por negros círculos.

—Quien se encuentra contigo —balbuceó el viejo—, no escapará a la muerte... porque tú misma eres la muerte.

La muchacha lo miró. Largo tiempo. Y con bastante indiferencia.

—Tienes razón —dijo por fin.

En algún lugar en los pantanos, allá lejos, pero bastante más cerca que antes, resonó de nuevo el aullido lastimero de la beann'shie.

Vysogota yacía en el suelo, sobre el que se había caído al levantarse de la cama. Confirmó con espanto que no era capaz de levantarse. Su corazón golpeaba, subía hasta la garganta, le estrangulaba.

Ya sabía a quién le anunciaba la muerte el grito nocturno del espíritu élfico. La vida era hermosa, pensó. Pese a todo.

—Dioses... —murmuró—. No creo en vosotros... Pero si existís...

Un monstruoso dolor le explotó de pronto en el pecho, bajo el esternón. Allá en los pantanos, lejos, pero bastante más cerca que antes, la beann'shie chilló por tercera vez.

—¡Si existís, proteged a la brujilla en su camino!

Capítulo undécimo

—¡Tengo unos ojos muy grandes para verte bien! —gritó el lobato de hierro—. ¡Tengo unas garras muy grandes para poder agarrarte y abrazarte con ellas! Todo lo tengo grande, todo, ahora te convencerás de ello. ¿Por qué me miras de ese modo tan raro, muchachilla? ¿Por qué no respondes? La brujilla sonrió. —Tengo una sorpresa para ti.

Flourens Delannoy, "La sorpresa", del tomo Cuentos y leyendas

 

Las adeptas estaban de pie e inmóviles delante de la suma sacerdotisa, estiradas como cuerdas de laúd, tensas, mudas, ligeramente pálidas. Estaban listas para el camino, preparadas hasta en los detalles más nimios. Ropas de viaje masculinas, de color gris, unas zamarras cálidas, pero que no entorpecían los movimientos, cómodas botas élficas. Los cabellos cortados de tal modo que fuera fácil mantenerlos ordenados y limpios en los campamentos y durante las marchas, para que no estorbaran durante el trabajo. Unos hatillos bien empaquetados, pequeños, que sólo contenían víveres para el camino y los útiles más imprescindibles. El resto se lo tenía que dar el ejército. El ejército en el que se habían alistado.

Los rostros de las dos muchachas parecían serenos. Pero sólo en apariencia. Triss Merigold veía que a ambas les temblaban ligeramente las manos y los labios.

El viento agitaba las desnudas ramas de los árboles del parque del santuario, hacía deslizarse las hojas secas sobre las placas de piedra del patio. El cielo era de color granate. Una tormenta de nieve colgaba en el ambiente. Se la sentía.

Nenneke interrumpió el silencio.

—¿Habéis sido ya asignadas?

—Yo no —masculló Eurneid—. De momento voy a invernar en el campamento de Wyzima. El comisario de enrolamientos dijo que en la primavera se detendrán allá los destacamentos de los condottieros del norte... Voy a ser sanitaria de uno de ellos.

—Yo ya tengo destino. —Iola Segunda sonrió apenas—. A la cirugía de campo, con el señor Milo Vanderbeck.

—Que por lo menos no me traigáis vergüenza. —Nenneke repartió a ambas adeptas sendas miradas amenazadoras—. Que no me deshonréis a mí, al santuario ni el nombre de la Gran Melitele.

—Por supuesto que no, madre.

—Y hacedme el favor de cuidaros.

—Sí, madre.

—Vais a caeros de cansancio mientras estéis con los enfermos, no vais a conocer el sueño. Tendréis miedo, os embargará la duda cuando veáis el dolor y la muerte. Y en esos momentos fácil es echar mano de los narcóticos o de los remedios excitantes. Tened cuidado con ellos.

—Lo sabemos, madre.

—La guerra, el miedo, la matanza y la sangre —la suma sacerdotisa las atravesó con la mirada— también aflojan las costumbres, y para algunas actúan como un fuerte afrodisíaco. Ahora mismo, mocosas, no podéis saber cómo va a actuar sobre vosotras. Por favor, tened también cuidado con esto. Sin embargo, si se llega a algo, tomad medios anticonceptivos. Si pese a todo alguna de vosotras se metiera en problemas, entonces, ¡lejos de matasanos de estraperto y de viejas de aldea! Buscad un santuario o mejor una hechicera.

—Lo sabemos, madre.

—Esto es todo. Ahora podéis acercaros a por mi bendición.

Les puso las manos sobre la cabeza, primero a una, luego a la otra, las abrazó y las besó una detrás de la otra. Eurneid sorbió por la nariz. Iola Segunda rompió a llorar sin más. Nenneke, aunque a ella misma los ojos le brillaban algo más que de costumbre, bufó.

—Sin escenas, sin escenas —dijo, aparentando estar furiosa y crispada—. Vais a una guerra normal y corriente. De allí se vuelve. Tomad los bártulos y hasta la vista.

—Hasta la vista, madre.

Anduvieron a vivo paso hacia la puerta del santuario, sin volverse. La suma sacerdotisa Nenneke, la hechicera Triss Merigold y el escribano Jarre las acompañaron con la mirada.

Este último volvió sobre él la atención con un importuno carraspeo.

—¿Qué pasa? —Nenneke puso sus ojos sobre él.

—¡Se lo has permitido! —estalló el muchacho con pasión—. ¡A ellas, unas mujeres, les has permitido alistarse! ¿Y a mí? ¿Por qué a mí no me está permitido? ¿Tengo que seguir volviendo las páginas de pergaminos polvorientos, aquí, detrás de estos muros? ¡No soy un inválido ni un cobarde! Es una vergüenza para mí seguir aquí en el santuario cuando hasta las mujeres...

—Esas mujeres —le interrumpió la sacerdotisa— han estudiado durante toda su joven vida las técnicas de curación y de restablecimiento, el cuidado de los enfermos y heridos. Van a la guerra no por patriotismo ni deseo de aventura, sino porque con toda seguridad allí habrá enfermos y heridos. ¡Un montón de trabajo, de día y de noche! Eurneid, Iola, Myrrha, Katja, Prune, Debora y otras muchachas son la aportación del santuario para esta guerra. El santuario, como parte de la sociedad, paga a la sociedad su deuda. Da al ejército y a la guerra su aportación: especialistas bien entrenadas. ¿Lo entiendes, Jarre? ¡Especialistas! ¡No carne de cañón!

—¡Todos se alistan! ¡Sólo los cobardes se quedan en casa!

—Has dicho una tontería, Jarre —dijo Triss en voz alta—. No has entendido nada.

—Yo quiero ir a la guerra... —La voz del muchacho se quebró—. Quiero salvar a... Ciri...

—Vaya —dijo Nenneke con tono de burla—. El caballero andante quiere ir a salvar a la dama de su corazón. En un caballo blanco...

Se calló al ver la mirada de la hechicera.

—Basta ya de todo esto, Jarre —reprendió al muchacho con la mirada—. ¡Te he dicho que no te lo permito! ¡Vuelve a tus libros! Estudia. Tu futuro es la ciencia. Vamos, Triss. No perdamos tiempo.

Sobre la tela extendida delante del altar había un peine de hueso, un anillo barato, un libro de cubiertas raídas, un echarpe azul muy gastado. De rodillas, inclinada sobre los objetos, estaba Iola Primera, la sacerdotisa de dones proféticos.

—No te apresures, Iola —le advirtió Nenneke, quien estaba a su lado—. Concéntrate poco a poco. No queremos una predicción repentina, no queremos un enigma con mil respuestas. Queremos una imagen. Una imagen clara. Absorbe el aura de estos objetos, pertenecían a Ciri, Ciri los tocó. Absorbe el aura, poco a poco. No hay por qué apresurarse.

En el exterior aullaba el cierzo y se retorcía la ventisca. La nieve cubrió muy deprisa los tejados y el patio del santuario.

Era el día decimonoveno de noviembre. Luna llena.

—Estoy lista, madre —dijo Iola Primera con su voz melodiosa.

—Comienza.

—Un momento. —Triss se levantó del banco como impulsada por un muelle, arrojó de sus hombros la piel de chinchilla—. Un momento, Nenneke. Quiero entrar en trance con ella.

—Eso es arriesgado.

—Lo sé. Pero yo quiero ver. Con mis propios ojos. Se lo debo. A Ciri... Amo a esa muchacha como a una hermana menor. En Kaedwen me salvó la vida, arriesgando su propia cabeza...

La voz de la hechicera se quebró de pronto.

—Lo mismito que Jarre. —La suma sacerdotisa meneó la cabeza—. Corres a salvarla, a ciegas, a matacaballo, sin saber adonde ni por qué. Pero Jarre es un muchachillo ingenuo, mientras que tú eres una maga adulta y al parecer sabia. Debieras saber que no ayudas a Ciri entrando en trance. Y que sin embargo te puedes perjudicar a ti misma.

—Quiero entrar en trance junto con Iola —repitió Triss, mordiéndose los labios—. Permítemelo, Nenneke. Al fin y al cabo, ¿cuál es el riesgo? ¿Un ataque de epilepsia? Incluso si así fuera, me sacas de él y en paz.

—Te arriesgas —dijo Nenneke muy despacio— a que veas aquello que no debieras ver.

El Monte, pensó Triss con aprensión, el Monte de Sodden. En el que morí una vez. En el que me enterraron y grabaron mi nombre en el obelisco de mi tumba. El Monte y la tumba que algún día se acordarán de mí.

Lo sé. Ya me fue predicho antes.

—Yo ya he tomado mi decisión —dijo con voz fría y altiva, al tiempo que se levantaba y echaba con las dos manos su hermoso pelo por detrás del cuello—. Comencemos.

Nenneke se arrodilló, apoyó la frente en las manos juntas.

—Comencemos —dijo en voz baja—. Prepárate, Iola. Arrodíllate junto a mí, Triss. Toma a Iola de la mano.

En el exterior era de noche. Aullaba el cierzo, caía la nieve.

Al sur, allá tras los Montes de Amell, en Metinna, en el país llamado Cien Lagos, en un lugar alejado de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele unos quinientos mil vuelos de cuervo, una pesadilla despertó bruscamente al pescador Gosta. Al despertarse, Gosta no pudo recordar el contenido de lo que había soñado, pero una extraña intranquilidad no le permitió volver a conciliar el sueño durante mucho tiempo.

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