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Authors: Ana María Matute

La torre vigía (23 page)

BOOK: La torre vigía
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Nos hallábamos ya al final de nuestro camino, cuando una frase —ciertamente empapada de malignidad y salaz intención— rebotó en las húmedas piedras del corredor; y, antes de caer al pozo del rencor, brilló tan venenosamente que, aun siendo de todo punto imposible alcanzar los labios de quienes la proferían, reconocí en ella la voz triplemente bronca de mis hermanos: acaso únicamente así aliviaban el grandísimo dolor que hería y ultrajaba —con tanta distinción hacia mi persona— su en verdad muy pisoteado orgullo. "Te batirás con tus hermanos, uno a uno", culebreó entonces, por el techo del corredor, otra voz. Y reconocí la voz de un hombre muy antiguo, que erraba, por igual, en pos de la soledad y del amor; tal como antaño oscilaba entre la violencia y la dulzura o el olvido y la eternidad, hoy. "Dispondrás de sus vidas como mejor estimes o plazca a tu capricho..." Mis manos se crisparon sobre el cinto: aquél de donde, a partir del siguiente día, pendería para siempre mi espada.

—Ortwin... —llamé. Mas en voz tan baja, que creí no podría oírme.

Por el contrario, se volvió a mí tan rápidamente como si esperara esta llamada. Y como ya habíamos alcanzado el último peldaño, y nos hallábamos a pocos pasos de la cámara de mi señor, su rostro quedó bajo la luz de las cuatro antorchas que, ensartadas, llameaban entre las piedras del muro. Aquel resplandor arrancaba diminutos soles a su roja barba, y su cabello —que tan cuidadosamente desenmarañaba con el peine de hueso— semejaba un casco muy bruñido. De nuevo, aquella figura y aquel rostro, tan conocidos, me parecieron huidos: una historia narrada a un niño por algún viejo exmercenario; un bello y atroz lance de guerra, acaso falso, ya sólo capaz de fascinar al fantasma de un muchacho solitario, que vagaba por las praderas, soñaba con la guerra, e inventaba, cielos adelante, el reluciente jinete de la gloria. "Más allá del odio"... rememoré, con agria melancolía. Y me dije que no sólo el guerrero vivía más allá del odio, o del amor. Pues yo no era, ni sería jamás, un verdadero Señor de la Guerra, ni apenas me lograba reconocer como simple y humana criatura; y, sin embargo, galopaba ya, enajenadamente, más allá de ambas ataduras.

Sabía que todas las voces oídas, aun cuando sólo el viento las empuje y lleguen a nosotros a través de los entresijos de las piedras, son verdaderas, certeras y premonitorias, o vestigios de ambas cosas. Y de tal guisa, vagan por las almenas, o los oscuros corredores de las torres; y su injuria, o su llamada, golpean muros y conciencias por igual. Tal como temía, regresó entonces la voz de mis hermanos. Y no sólo su voz, sino la innumerable y dispersa oración de toda malquerencia y recelo que rondaban mi persona. Mas no había otra razón, ni otro destino a tal inquina, que la inmensa insatisfacción y ofensa que despertaba por doquier la predilección que me mostraba el Barón Mohl. Así, todas aquellas voces se encontraron y entrechocaron como espadas; y, al fin, encajáronse una sobre otra, ajustándose con precisión —igual a idénticos caparazones—, y formaban una y múltiple protesta, reproche y desafío.

Mucho me costó desprender mis oídos, y el galope de mi corazón, de aquellas voces. Y consideré, con amarga laxitud, que si quienes de tal forma emponzoñaban con semejantes sospechas —en verdad nada limpias— la relación que me unía al Barón, hubieran reflexionado someramente sobre la evidencia de que mi fea y tosca persona se hallaba bien lejos de incorporar el ideal que de habitual encendía las debilidades —carnales o sentimentales— de mi señor, acaso hubieran desechado tanta murmuración, presunciones o íntimas certezas de que tales infundios respondieran a una verdad. Pero, en el aire del castillo, bien se respiraba que todos, o casi todos, consideraban el afecto que me mostraba Mohl como signo indudable de una nueva pasión, entre las muchas —en verdad, harto desbocadas en los últimos tiempos— que alegraban sus ocios. Pues, desde el día y hora en que el árbol blanco de la muerte clavara su raíz en la sien de mi señor, todo disimulo, o recato, habíanse aventado de sus costumbres como el humo. Lejos quedaban ya unos días en que, si el viento azotaba el gris de la tarde, los ogros salían a caballo, a la muy secreta caza de preciadas presas: criaturas de piel transparente y encendidos labios, cuyo sabor paladeaba en la más estricta y acallada intimidad. Pues aquel ogro que salía en busca de carne fresca, refrenaba, incluso, la burda cháchara de la soldadesca; ya que con tanto secreto salía de caza, como volvía de ella; y en tan riguroso como delicado misterio retirábase a dar cuenta de su víctima, que tan sólo los verdes vidrios de su ventana hubieran podido repetir los pormenores sucedidos en el transcurso de tan arraigada como decorosa voracidad. Por contra, en los presentes días, el ogro hacía ostentación, alardes y aun exhibición muy poco sutiles de los devaneos y antojos que agitaban su naturaleza; y el ogro cazador mostraba hacia sus víctimas un talante en verdad versátil, y a veces bastante cruel, a los ojos de quien pudiera contemplar tales excesos.

Mas estas reflexiones, con todo y responder a la verdad, no empañaban otros aspectos, aún muy estimables, en quien fuera tan cumplido caballero, pues el Barón sentía hacia mí una clase de afecto que, según me placía imaginar, ennoblecíale y elevábale sobre las ataduras de otros goces —sin duda mucho más regalados y variopintos— que, tan irremediable como míseramente, le convertían día a día en su propio cautivo. Aun descartado —por obvio e innecesario— el hecho de que jamás hombre tan melindroso, rebuscado y exigente en lo tocante a sus amorosas elecciones, pudiera algún día —ni tan sólo proponiéndoselo como severa penitencia a sus otros desvaríos— intentar una historia de amor, de añoranza (o de simple desesperación) en mi persona, tengo para mí que el buen señor habría muerto de horror e inapetencia, sin llegar a reunir el coraje suficiente para siquiera atisbar las primicias de una empresa semejante. Pues nada más lejos de las mórbidas y frescas piezas por él buscadas que tamaña fiera de piel áspera y quemada como era mi persona; ni podría hallarse cosa más opuesta a la rizada seda de unos negros tirabuzones —cual yo los comprobé, en sueños o no, cierto día que desperté en su cámara— que los pegajosos mechones que con tanta abundancia como escasa pulcritud untaba, antes de trenzarlos como él ordenara (con más aplicación y buena voluntad que sutilidad olfativa), en ungüentos fabricados por el buen Ortwin. Y en cuanto a mis manos, huelga decir que si zarpas parecían por propia constitución, feroces y desgarradoras armas hubiéranse antojado al compararlas con aquellas otras cubiertas de hoyuelos y duchas en tiernísimas sabidurías, como a él placían. Y no hacía falta mucha imaginación para suponer que tales extremidades (aunque mucho me sirvieran para llevar a buen término toda clase de juegos guerreros, o para valerse en la rudeza donde habitualmente solían debatirse) poco indicadas resultaban para el pellizco retozón, la carantoña amorosa o el jugueteo de alcoba. Y, aun en la imposibilidad de que tal cosa se les pidiera, más que gorjeos de placer, hubieran arrancado a su infeliz destinatario aullidos de dolor; y excusa decir, cuanto peor en el caso de que fuera tal destinatario un catador de deleites tan repulgoso como mi señor, el Barón Mohl. Sin olvidar que el mal talante que me distinguió desde la infancia (tan escasamente capacitado para toda suerte de arrumacos) hubiera aniquilado, de inmediato, la más aplicada voluntad de autopunición, o de auténtico fervor, en tan contraria naturaleza. Pues si bien mi ogresa solazábase otrora clavando sus agudos puñalillos blancos y recorriendo así la corteza y entresijos de una criatura que tan escasos primores albergaba, no resultaba un secreto, ni para el más zote, que muy distintos eran los apetitos —tanto carnales como sentimentales— de cónyuges tan nobles, hermosos y placenteros, como contradictorios.

Diciéndome estas cosas caí en la trampa de recuerdos entrañables, y no deseché —como otras veces— la evocación de mi gentil bienamada; antes bien, me deleité recordándola mientras tensaba su arco, dispuesta a rematar —aunque no precisase tal cosa la ya muy aguijoneada pieza— el corzo, zorro, o cualquier otra criatura propicia (puesto que las de su especie, si bien presumo mucho le hubiera placido utilizarlas en tales fines, no estaban a tan fácil alcance de su desenfado). Y al igual que en ocasiones de violento esparcimiento, en que tanto se gozaba cuando daba en ogresa, un rocío centelleante coronaba sus sienes, brillaban sus largos y blancos dientes y dilatábanse las finas aletas de su nariz, antes de devorarme, o rematarme (tal como hacía con los moradores del bosque). Y, no obstante, tamaños excesos habían logrado arrancarme de la espesa ignorancia y embrutecimiento en que me hallaba hundido cuando la conocí; y, día a día, convirtióme en la más complacida víctima de sus apetitos.

En estas evocaciones, a punto estaba de permitir a mi ánimo el atropello que supone reverdecer tan viejo como dolorido amor —amor que sólo entendí la tarde en que la vi flotando en las aguas del remanso maldito—, cuando el buen Ortwin me salvó de aquellas peliagudas remembranzas, dejando caer su mano en mi hombro.

Pese a que no me tengo por desmedrado, ni mucho menos dengoso, lo cierto es que tal expresión de su poco expansiva naturaleza, produjo en mí una reacción semejante a la habida si, en vez de una mano, hubiérase desplomado sobre aquella parte de mi cuerpo una maza de proporciones más que regulares y virulencia manifiesta. Su golpe sacudió, pues, no sólo la dulce turbación de tan peligrosa corriente en que había empezado a abandonarme, sino todos mis tendones (desde el cuello al talón de aquel flanco). Por las mismas razones que no suelen gemir los caballos, no lo hice yo; pero, si hubiera ocurrido tal contrasentido de la naturaleza, más que gemido hubiera estremecido, hasta la última mazmorra del castillo, un aullido descomunal. Me contuve, empero, como contienen las nobles bestias toda clase de efusiones. Y segadas de un tajo toda suerte de reflexiones sobre la condición de mi señor, la mía o la de mi señora, aventáronse por igual razonamientos melancólicos y rememoranzas, de forma que sólo hube pensamiento para escucharáa aquél que con tanta evidencia reclamaba mi atención. Y como era lento y minucioso en el hablar —y en arrancar a ello—, hube tiempo, antes no se decidió a hacerlo, de reflexionar sobre el hecho de que tan sólo una persona en el castillo quedaba a salvo del veneno que destilaban todos hacia la verdadera índole de una relación tan simple y paternal como la que acercaba al Barón a mi persona; y la única persona ajena a semejantes murmuraciones y rencillas, era aquélla que con tanto brío y pausa dejaba pesar su mano sobre mi hombro. Y, aunque aquel peso crecía, y en verdad maceraba mi hombro, debía tenerlo en gran estima, pues gran alboroto de reflexiones y mezclados sentimientos debía rebullir en el inmutable Ortwin para, de semejante forma, quebrantar su habitual comedimiento e inexpresividad. Y no resultaba difícil, observando su rostro rubicundo, y sus ojos manchados de verde y amarillo, que semejaban maduros granos de uva, adivinar la causa de tales trastornos; pues, a buen seguro, obedecían a lo mucho que debían mortificarle el barullo de habladurías que por doquier estallaban y manchaban la de todo punto honesta actitud del Barón hacia mí.

En desquite (o justicia) hacia algunos de los que propagaban toda suerte de historietas obscenas a este respecto, debo señalar que, acaso más que auténtica malicia o afán de propagar infamias, delataban fanfarrón alarde de una supuesta agudeza, o vaporoso gracejo de lo que imaginaban el más alambicado tono cortesano (aunque las salacidades cocidas en sus poco inspirados caletres hubieran desvanecido de rubor, tanto por su descabellada estupidez como burda deshonestidad, al más empedernido soldado de la guardia).

Mientras aguardaba las difíciles palabras de Ortwin, comprobé que mucho se esforzaba en aquel instante su mollera. Allá en lo hondo (mucho más allá de la plegada y rubicunda frente) atareábase su cacumen en la elección de las palabras que habría de manejar. Aplicábase, sin duda, a esta elección, como se podría ajetrear en las profundidades de un recóndito almacén o cofre; pues proponíase ordenar y aderezar, como mejor conviniera, alguna importante comunicación que deseaba hacerme. Cuando, de súbito, una cólera del todo inesperada vino a apoderarse de los dos granos de uva que semejaban sus ojos:

—No prestes atención, ni permitas que llegue a apenarte —dijo— la abyecta comadrería que ronda tu persona y la del Barón. No malgastes siquiera tu desprecio, arrojando unas migajas hacia quienes propagan tamañas insensateces, o rebañan con lengua hambrienta los fondos del nefando perol de la maledicencia. Pues ten bien presente que cuanto cocina la envidia en la olla de seseras ceporras llegaría a maravillarte por la pestilencia y ranciedad de su caldo, tanto como por su abundancia; máxime, si consideras el raquítico tamaño, mal estado y peor factura de semejante recipiente.

Quedé perplejo ante la excelente disposición y aun economía de medios de que se había servido para, al fin, exponer el conjunto de sus ideas: con tanto esmero acabado, como ponía al elegir un adecuado atuendo. Pero noté que Ortwin aún no había desembuchado la parte más sustanciosa de sus reflexiones, o consejos, pues una distensión de sus torcidos labios (deformados por el tajo que a punto estuvo de dejarle mudo, ya que hubo de tragarse, por ello, la mitad de su barba) anunció el intento de una sonrisa. Y aunque poco me importaban, en verdad, tanto las alabanzas como las bigardías que se pudieran solazar en la reputación de mi persona, y aunque nada nuevo añadía a mi propio sentir y opinión en tales cuestiones, estimé su consejo, y aguardé en silencio diera rienda suelta a la totalidad de sus manifestaciones. Y tuve tiempo de apercibirme de que la misma enajenada docilidad de aquella espera animaba mis pasos hacia la cámara de Mohl, donde, a buen seguro, ya me aguardaban los caballeros encargados de aleccionarme en la primera de las iniciaciones acostumbradas: con idéntico ánimo, el día siguiente, emprendería la ruta que había de integrarme al mundo de los caballeros o de los vagabundos, a que, en suma, pertenecen todas las criaturas. Aceptaría tal consagración, de manos de Mohl; y así sería de por vida —una vez aquel hombre que era, a un tiempo, mi padre, mi protector y mi protegido golpeara mis hombros con la espada—. Pues, así lo entendí entonces: todo lo que podía despertar una criatura como yo en un señor como él, no era otra cosa sino una recóndita sed de cobijo, o amparo, a sus muchas flaquezas y contradicciones.

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