La trampa (36 page)

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Authors: Mercedes Gallego

BOOK: La trampa
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La madre de Manel se acercó a Candela agarrándola por los brazos.

—¿Por qué no me has llamado antes? ¿Desde cuándo está así?

Las recriminaciones y reproches iban y venían, motivados por la preocupación. Julia, apartada en un rincón de la pequeña sala, fumaba en silencio sin poder contener las lágrimas que rodaban por sus mejillas. El variopinto grupo se disolvió cuando entró una joven doctora y preguntó por la familia del enfermo. Los padres se acercaron a ella.

—Somos sus padres, ¿cómo está?

—Grave, pero no corre peligro. Tiene tres lóbulos pulmonares infectados. De momento hemos estabilizado la temperatura y esperamos conocer el resultado de los análisis para administrarle el tratamiento. No entren todos en la habitación, necesita descanso.

Candela se acercó a Julia y la rodeó con sus brazos.

—Vamos, Julia. Te acompaño a casa. Manel se pondrá bien, no te preocupes… Anda, vámonos, su madre se queda con él, ya has oído, no podemos entrar todos. Será mejor que nos vayamos.

—¿Y si se despierta y pregunta por mí?

Candela sacó la libreta del bolso, anotó el nombre y el teléfono de Julia y acto seguido se la dio al padre de Manel.

—Tenga, señor Romeu. Este es el teléfono de mi amiga Julia —señaló a la abogada—. Es probable que su hijo pregunte por ella, son… se han hecho muy amigos.

El padre de Manel se acercó a la abogada.

—No la conozco, pero si es usted la que ha cuidado de nuestro hijo y lo ha traído hasta aquí, cuente con nuestro apoyo. Si pregunta por usted la llamaré inmediatamente, no se preocupe.

De nuevo en la calle, Diego intentaba conciliar los sentimientos y el deber; él era ante todo un policía y no podía olvidar que la información que Julia les había transmitido sobre el Trepa y Gabi podía ser vital para conseguir detener a los culpables.

—Oye Candela. Comprendo tu postura respecto a Salgado, pero lo que sabemos es muy importante y no podemos dejar de comunicárselo. Ten en cuenta que desde el viernes por la noche esos dos pueden haber salido de España, mucho más si el inspector de Castelldefels les echa una mano con la documentación. Así que, tú haz lo que quieras, pero yo voy ahora mismo a ver al jefe para ponerlo al día de los acontecimientos a ver si podemos echarles el guante al Trepa y al músico.

—Haz lo que te dé la gana, Diego. Yo me voy con Julia.

—¿Y qué le digo al comisario?

—Te puedo asegurar que en este momento el comisario, la policía y toda la oficialidad me importan una mierda, así que le dices lo que te parezca. Si tiene cojones, que me expediente.

Leandro recriminó a Salgado que no hubiera intentado localizarlo antes.

—Pero hombre, Andrés. Yo no me he ido de puente, estaba en mi casa. Tenías que haber llamado al menos; ya me contarás qué hacemos ahora con la ventaja de dos días que nos llevan.

—Era viernes por la tarde, y normalmente en medio de un puente nunca, encontramos a nadie.

—Deja ya de pensar por los demás, Salgado. No eres el único que trabaja ¿sabes? A todos nos importa este «negocio», deberías saberlo. Me voy a Castelldefels, ¿vienes?

Cuando el Trepa y Gabi llegaron el viernes por la noche a la comisaría de Castelldefels y preguntaron por el inspector Soriano, los policías de la Inspección de Guardia les advirtieron que se había ido de vacaciones y que no regresaría hasta dentro de una semana. En ese momento la desesperación se apoderó de ambos.

—¿Y ahora qué hacemos? —Gabi empezaba a perder los nervios—. ¿Me quieres decir adónde vamos sin pasaporte y sin un duro?

—Calla ya, coño. Vamos a mi casa, tengo pasta por un tubo y nos podemos largar por carretera.

—Sin salir de España estamos vendidos, ¿es que no lo ves?

—Que no, joder. Que llamaré al Flaco que está en Granada y nos echará una mano. Al fin y al cabo, él también está metido en esto.

—Pero no te das cuenta de que tu casa estará vigilada, ¡que pareces idiota!

—Mira, tú, en vez de poner pegas a todo, podías pensar algo por tu cuenta. Vamos con cuidado, y si vemos algún coche por ahí, no entramos, pero a lo mejor se han cansado, que te lo digo yo, que esta gente no curra…

En la comisaría de Castelldefels nadie sabía dónde se encontraba el inspector Soriano. El comisario mostró su indignación cuando los compañeros de Barcelona aportaron pruebas de las actividades en las que se hallaba inmerso uno de sus inspectores. Leandro le advirtió que emitirían una orden de busca y captura en cuanto abandonase la comisaría.

De regreso a Barcelona, Leandro compartía con Salgado su preocupación.

—Deberíamos aportar las pruebas que tú has recabado con el asunto del Trepa, ya sabes, las huellas levantadas en el alijo que vendió al pintor de Sitges y eso.

—Espera, vamos al bar del Trepa a hablar con los padres, seguro que podemos incluir su declaración.

—¿Tú crees que nos dirán algo? —preguntó incrédulo Leandro.

—Seguro. En cuanto se enteren de que el inspector intenta cargar el muerto a su hijo, colaborarán.

—Dios te oiga Andrés, porque no sé cómo se las apaña este Soriano para salir siempre airoso —respondió incrédulo el comisario de Estupefacientes—. Por cierto, ¿has solicitado al juez la orden para detener al Trepa y a Gabi?

—Sí. Están en busca desde el sábado.

—Menos mal. Otra cosa, Salgado. ¿No deberíamos llamar al inspector de Sitges para que ponga en libertad al detenido?

—Tanto como en libertad, no. A disposición judicial, diría yo. El fulano también debe ser camello, porque uno no compara esa cantidad para ir tirando, vamos digo yo.

—De cualquier manera tienen que sacarlo del calabozo, ya han transcurrido las setenta y dos horas y luego vienen las denuncias.

—Lo pidió él.

—Si claro, eso lo sabemos tú, yo y los demás inspectores, pero a la hora de la verdad lo que cuenta es la hora de la detención y la de comparecencia.

—Tengo que hablar con Aurelio, creo que le prometió la libertad a cambio de información. Cuando llegue a la Brigada lo llamo.

Salgado guardó silencio el resto del trayecto. Era consciente de que iba de una metedura de pata a otra. A lo mejor era verdad, como decían los jefes de grupo de la Brigada, que le venía grande el cargo de comisario de la Judicial. En ese momento añoró como nunca su antiguo puesto, cuando estaba al frente de Homicidios. La imagen de Candela pasó fugaz por su mente. Probablemente a estas alturas estaría rematando los detalles del caso del Barrio Chino, mientras él daba tumbos para solucionar un asunto lleno de lagunas en el que además, había tenido que recurrir a un compañero para lograr finalizarlo. Eso sin contar que la muerte de la cantante aún no estaba resuelta. Nunca se había sentido tan inseguro como en ese momento. Leandro se dio cuenta e intentó quitarle importancia a los acontecimientos.

—No te preocupes, Andrés. Estas cosas pasan; ahora lo que tenemos que hacer es intentar saber dónde coño se ha metido el inspector Romeu. Seguro que Candela lo sabe. En cuanto lleguemos a Barcelona, la llamamos.

Los padres del Trepa no sabían nada de su hijo desde que había llamado preguntando si estaba la policía en la puerta, porque necesitaba algunas cosas de su habitación.

—Pero cuando les dije que la policía se había llevado el dinero se enfadó mucho y me colgó —dijo la madre compungida.

—Desde entonces no hemos vuelto a saber nada del chico —añadió el padre.

Salgado asentía convencido de que decían la verdad.

—Pues si de verdad quieren ustedes ayudar a su hijo, lo mejor que pueden hacer es acompañarme a la Brigada, prestar declaración y esperar. Eso sí, me tienen que prometer que si vuelven a verlo o se pone en contacto con ustedes, me avisarán enseguida.

Leandro intervino para reforzar las palabras del comisario.

—Tengan ustedes en cuenta que, al margen de lo que Miguel Ángel haya hecho, hay un policía al que buscamos para acusarlo de tráfico de drogas, el mismo que se la proporcionaba a su hijo y el verdadero culpable del delito. Es muy peligroso que él encuentre a su hijo antes que nosotros porque estamos seguros de que no dudará en matarlo para después poder contar la versión que mejor le convenga y salir airoso.

—¡Por Dios, comisario! No diga usted eso.

Los padres acompañaron a los policías si pestañear. Salgado y Leandro se miraron complacidos.

La incipiente tranquilidad que empezaba a reinar en la vida del comisario Salgado duró poco: el tiempo que transcurrió para entrar en la sala de Homicidios, donde Vázquez le esperaba para hablar con él. Diego se hallaba sentado, ordenando papeles en su mesa. Cuando lo vieron entrar, Vázquez y Diego cruzaron una mirada cómplice y con un gesto entre ambos, quedó claro que sería el jefe de grupo el que pondría al día al comisario.

—Te estaba esperando —dijo Vázquez al verlo entrar.

—¿Dónde está el inspector Romeu? —respondió como saludo el comisario—. ¿Y Candela? ¿Por qué no está aquí contigo? —miró a Diego.

El veterano inspector iba a responder, pero Vázquez se le adelantó.

—El inspector Romeu está en el hospital, comisario. Tiene neumonía.

—Muy oportuno para quitarse de en medio —fue la respuesta del comisario.

Vázquez explotó:

—Mira Salgado, conozco tu carácter y más de una vez lo he disculpado, pero en esta ocasión estás meando fuera de tiesto, perdona que te diga. No tienes ni idea de lo que ha pasado, así que lo mejor que podías hacer es informarte antes de opinar.

Salgado iba a responder con uno de sus exabruptos, pero Vázquez levantando una mano y, elevando la voz le obligó a callar. Le contó los acontecimientos que habían llevado al inspector al estado en el que se encontraba y terminó la frase con unas palabras que hicieron estallar en cólera al comisario.

—…y si en vez de ponerte como una fiera y echar a Manel con cajas destempladas hubieras pensado en buscar soluciones, a estas alturas tendríamos al Trepa, al músico amigo de Manel y a toda la parentela entre rejas y no a un inspector que ha estado a punto de morir por culpa de tu mala leche.

—No, si al final voy a tener yo la culpa de que esté en el hospital un niñato imbécil, que se ha creído que la policía es como una agencia de detectives de novela y se comporta como un héroe de pacotilla, sufriendo las consecuencias de su ineptitud.

—No Salgado, no. Lo que le sucedió a Manel pudo sucedernos a cualquiera, eres tú el que no ha estado a la altura. Y si con estas palabras me estoy jugando el puesto, desde este momento te digo que lo tienes a tu disposición.

Salgado salió del grupo rojo de ira. Diego miró con una sonrisa complacida al inspector jefe, pero se abstuvo de comentar nada. Ambos continuaron en silenció hasta que Vázquez lo rompió.

—Vamos a ver si podemos retomar el rumbo del trabajo. ¿Cómo está lo del Barrio Chino?

—Esta mañana íbamos a ver a la viuda de la primera víctima; un compañero nos dejó una nota diciendo que había llamado y quería hablar con los que llevaban la muerte de su marido, pero con todo lo que ha pasado, no hemos hecho nada.

—¿Sabes si Candela vendrá mañana?

—No sé nada de ella. Me parece que se fue con su amiga Julia, pero tengo el teléfono, si quieres la llamo.

—No. Déjala. Será mejor que no se tope de narices con el comisario, ya la conoces. Es capaz de cualquier cosa, y esta vez con razón.

—¿Qué le pasa al comisario, Vázquez? Últimamente está intratable.

—Siempre ha sido un poco intransigente; lo conozco desde hace mucho tiempo, pero tienes razón, cada día está peor. Ya veremos dónde termina todo esto, porque en la Brigada tiene muchos enemigos —Vázquez rebuscó entre los papeles de su mesa antes de seguir hablando—. Por cierto, tengo aquí unas escuchas del vidente, no estaría de más que les echaras un vistazo antes de seguir con el caso. Lástima que no esté Candela. Si hablas con ella entérate si piensa reincorporarse, a lo mejor me pide unos días de permiso, lo veo venir.

*****

El juez Moreno de la Canasta respiraba con cierta tranquilidad desde que había hablado con el comisario y con su mujer. Cierto que «su problema» seguía igual, pero en este momento era lo que menos le preocupaba; había puesto a la venta la casa de Alicante porque Mefisto aceptó la propuesta de desaparecer del país a cambio de unos cuantos millones. Lo que más le extrañaba era que Leonor, que al principio se había opuesto con uñas y dientes, mostrase ahora una resignación o más bien, sumisión silenciosa ante su decisión. «A las mujeres no hay quien las entienda», pensaba el juez.

Leonor ganaba tiempo. No se había opuesto a la venta de la casa de la playa porque ella estaba convencida de que no haría falta; tenía sus propios planes para silenciar a Mefisto, ya sólo faltaban tres días… El fin de semana irían a la casita de la playa, pero no para hablar con los posibles compradores, si no para quitar el cartel que habían puesto de «se vende». Eso decía el cartel… Era como vender su futuro y el esfuerzo de toda su vida; todo por nada, porque era por nada. Por una tontería como el sexo, aunque a su marido le pareciera tan importante.

Mefisto apuraba sus últimos días de consulta y soñaba con un retiro dorado. Venezuela, se iría a Venezuela. Con el dinero del juez abriría un negocio de antigüedades con Samuel; pasado un tiempo él podía seguir con su trabajo de vidente, que siempre iba bien. Lo de menos eran las miserias que le pagan por sus «consejos», lo mejor venía de la mano de sus pócimas, aunque siempre decían que no tenían dinero, pero al final, todos tenían alguna cosa guardada. Además, en Venezuela se podía comprar armas sin problemas, no era un país como España, donde te controlaban hasta lo que respirabas, por mucho que la gente dijese que ahora había más libertad. Todavía tenía que ver a la mujer del juez un par de veces, tal vez hasta navidad; no tendría más remedio porque ese era el plazo que le había dado al juez, ya que si quería sacar un pellizco por la casa no podía venderla de un día para otro, al fin y al cabo, el dinero era para él y no era cuestión de andar con prisas. Ahora tenía que pensar lo que le diría el jueves la vieja viciosa…

*****

Salgado abandonó la jefatura por la puerta lateral a pesar de que solía hacerlo por la central, que daba a la Vía Layetana y sólo tenía que cruzar la calle para llegar a su pequeño apartamento. La noche lo envolvió mucho más amenazadora que otras, en las que su única pesadilla era la soledad. Era consciente de que su mal carácter estaba dando al traste con todo, pero no podía evitarlo. Si la gente fuese más disciplinada y cumpliera las órdenes a rajatabla no pasarían estas cosas, pero no. Allí todo el mundo iba por libre y tomaban decisiones sin contar con él, entonces, ¿para qué era el jefe? Era él el que tenía que decir lo que se hacía, cuándo se hacía y cómo. Romeu, por ejemplo. ¿Quién le había mandado al niñato ese entrar en los calabozos para interrogar al detenido? Lo que tenía que haber hecho era hablar con sus jefes antes, eso era lo que debería haber hecho.

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