La tregua (16 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: La tregua
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Sábado 24 de agosto

Son raras las veces que pienso en Dios. Sin embargo, tengo un fondo religioso, un ansia de religión. Quisiera convencerme de que efectivamente poseo una definición de Dios, un concepto de Dios. Pero no poseo nada semejante. Son raras las veces en que pienso en Dios, sencillamente porque el problema me excede tan sobrada y soberanamente, que llega a provocarme una especie de pánico, una desbandada general de mi lucidez y de mis razones. «Dios es la Totalidad», dice a menudo Avellaneda. «Dios es la Esencia de todo», dice Aníbal, «lo que mantiene todo en equilibrio, en armonía, Dios es la Gran Coherencia». Soy capaz de entender una y otra definición, pero ni una ni otra son mi definición. Es probable que ellos estén en lo cierto, pero no es ése el Dios que yo necesito. Yo necesito un Dios con quien dialogar, un Dios en quien pueda buscar amparo, un Dios que me responda cuando lo interrogo, cuando lo ametrallo con mis dudas. Si Dios es la Totalidad, la Gran Coherencia, si Dios es sólo la energía que mantiene vivo el Universo, si es algo tan inconmensurablemente infinito, ¿qué puede importarle de mí, un átomo malamente encaramado a un insignificante piojo de su Reino? No me importa ser un átomo del último piojo de su Reino, pero me importa que Dios esté a mi alcance, me importa asirlo, no con mis manos, claro, ni siquiera con mi razonamiento. Me importa asirlo con mi corazón.

Domingo 25 de agosto

Me trajo fotos de su infancia, de su familia, de su mundo. Es una prueba de amor, ¿verdad que sí? Fue una criatura delgadita, de ojos algo espantados, de pelo oscuro y lacio. Hija única. Yo también fui hijo único. Y no es fácil, uno acaba por sentirse desamparado. Hay una foto deliciosa en que aparece con un enorme perro policía, y el animal la mira con aire de protección. Me imagino que siempre todo el mundo habrá tenido ganas de protegerla. Sin embargo, no es tan indefensa, está bastante segura de lo que quiere. Además, me gusta que esté segura. Está segura de que el trabajo la asfixia, de que nunca se suicidará, de que el marxismo es un grave error, de que yo le gusto, de que la muerte no es el fin de todo, de que sus padres son magníficos, de que Dios existe, de que la gente en que confía no habrá de fallarle jamás. Yo no podría ser así de categórico. Pero lo mejor de todo es que ella no se equivoca. Su seguridad le sirve incluso para amedrentar al destino. Hay una foto en que está con sus padres, cuando tenía doce años. A partir de esa imagen yo también me animo a construir mi impresión de ese matrimonio singular, armónico, diferente. Ella es una mujer de rasgos suaves, nariz fina, pelo negro y piel muy clara con dos lunares en la mejilla izquierda. Los ojos son serenos, quizá demasiado; tal vez no sirvan para comprometerse totalmente en el espectáculo a que asisten, en lo que ven vivir, pero me parecen capaces de comprenderlo todo. El es un hombre alto, de hombros más bien estrechos, con una calvicie que ya en ese entonces había hecho estragos, unos labios muy delgados y un mentón muy afilado pero nada agresivo. Me preocupan mucho los ojos de la gente. Los suyos tienen algo de desequilibrio. No por cierto de enajenación, sino de ajenidad. Son los ojos de un tipo que está sorprendido por el mundo, por el mero hecho de encontrarse en él. Ambos son (se les ve en la cara) buenas personas, pero me gusta más la bondad de ella que la de él. El padre es un hombre excelente, pero no es capaz de comunicarse con el mundo, de modo que no se puede saber qué iría a suceder el día en que llegara a establecerse esa comunicación. «Se quieren, de eso estoy segura», dice Avellaneda, «pero no sé si ése es el modo de quererse que a mí me gusta». Sacude la cabeza para acompañar la duda, luego se anima a agregar: «Relacionadas con los sentimientos hay una serie de zonas vecinas, afines, fáciles de confundir. El amor, la confianza, la piedad, la camaradería, la ternura; yo no sé nunca en cuál de esas zonas tienen lugar las relaciones de papá y mamá. Es algo muy difícil de definir y no creo que ellos mismos lo hayan definido. En alguna ocasión he rozado el tema en conversaciones con mamá. Ella cree que hay demasiada serenidad en su unión con mi padre, demasiado equilibrio como para que exista efectivamente amor. Esa serenidad, ese equilibrio, a los que también puede llamarse falta de pasión, habrían sido quizá insoportables si ellos hubieran tenido algo que reprocharse. Pero no hay reproches ni motivos de reproches. Se saben buenos, honestos, generosos. Saben también que todo eso, aun siendo tan magnífico como es, no significa todavía el amor, ni significa que se quemen en ese fuego. No se queman, y eso que los une dura más aún». «¿Y qué pasa contigo y conmigo? ¿Nos estamos quemando?», pregunté, pero en ese preciso instante estaba distraída, y su mirada también parecía la de alguien sorprendido por el mundo, por el mero hecho de encontrarse en él.

Lunes 26 de agosto

Se lo dije a Esteban. Blanca había ido a almorzar con Diego, así que estábamos solos al mediodía. Fue un gran alivio enterarme de que ya lo sabía. Jaime lo había enterado. «Mirá, papá, yo no lo puedo comprender totalmente ni creo que sea la mejor solución que te hayas unido a una muchacha tantos años menor que vos. Pero una cosa es cierta: no me atrevo a juzgarte. Sé que cuando uno ve las cosas desde fuera, cuando uno no se siente complicado en ellas, es muy fácil proclamar qué es lo malo y qué es lo bueno. Pero cuando uno está metido hasta el pescuezo en el problema (y yo he estado muchas veces así), las cosas cambian, la intensidad es otra, aparecen hondas convicciones, inevitables sacrificios y renunciamientos que pueden parecer inexplicables para el que sólo observa. Ojalá que lo pases bien, no superficialmente bien, sino bien de veras. Ojalá te sientas a la vez protector y protegido, que es una de las más agradables sensaciones que puede permitirse el ser humano. Yo me acuerdo muy poco de mamá. En realidad, es una imagen verdadera a la que se le han superpuesto las imágenes y los recuerdos de los demás. Ya no sé cuál de esos recuerdos es exclusivamente mío. Uno solo quizá: ella peinándose en el dormitorio, con su largo y oscuro pelo cayéndole en la espalda. Ya ves que no es mucho lo que recuerdo de mamá. Pero con los años he ido habituándome a considerarla algo ideal, inalcanzable, casi etéreo. Era tan linda. ¿Verdad que sí? Comprendo que a lo mejor esa representación mía tiene poco que ver con lo que verdaderamente fue mamá. Sin embargo, es así como ella existe para mí. Por eso me chocó un poco cuando él me dijo que andabas con una muchacha. Me chocó pero lo admito, porque sé que estabas muy solo. Y más me doy cuenta ahora, porque he seguido tu proceso y te he visto revivir. Así que no te juzgo, no puedo juzgarte; más aún, me gustaría mucho que hubieras acertado y te acercaras lo más posible a la buena suerte.»

Martes 27 de agosto

Frío y sol. Sol de invierno, que es el más afectuoso, el más benévolo. Fui hasta la Plaza Matriz y me senté en un banco, después de abrir un diario sobre la caca de las palomas. Frente a mí, un obrero municipal limpiaba el césped. Lo hacía con parsimonia, como si estuviera por encima de todos los impulsos. ¿Cómo me sentiría yo si fuera un obrero municipal limpiando el césped? No, ésa no es mi vocación. Si yo pudiera elegir otra profesión que la que tengo, otra rutina que la que me ha gastado durante treinta años, en ese caso yo elegiría ser mozo de café. Y sería un mozo activo, memorioso, ejemplar. Buscaría asideros mentales para no olvidarme de los pedidos de todos. Debe ser magnífico trabajar siempre con caras nuevas, hablar libremente con un tipo que hoy llega, pide un café, y nunca más volverá por aquí. La gente es formidable, entretenida, potencial. Debe ser fabuloso trabajar con la gente en vez de trabajar con números, con libros, con planillas. Aunque yo viajara, aunque me fuera de aquí y tuviera oportunidad de sorprenderme con paisajes, monumentos, caminos, obras de arte, nada me fascinaría tanto como la gente, como ver pasar a la gente y escudriñar sus rosarios, reconocer aquí y allá gestos de felicidad y de amargura, ver cómo se precipitan hacia sus destinos, en insaciada turbulencia, con espléndido apuro, y darme cuenta de cómo avanzan, inconscientes de su brevedad, de su insignificancia, de su vida sin reservas, sin sentirse jamás acorralados, sin admitir que están acorralados. Creo que nunca, hasta ahora, había sido consciente de la presencia de la Plaza Matriz. Debo haberla cruzado mil veces, quizá maldije en otras tantas ocasiones el desvío que hay que hacer para rodear la fuente. La he visto antes, claro que la he visto, pero no me había detenido a observarla, a sentirla, a extraer su carácter y reconocerlo. Estuve un buen rato contemplando el alma agresivamente sólida del Cabildo, el rostro hipócritamente lavado de la Catedral, el desalentado cabeceo de los árboles. Creo que en ese momento se me afirmó definitivamente una convicción: soy de este sitio, de esta ciudad. En esto (es probable que en nada más) creo que debo ser un fatalista. Cada uno ES de un solo sitio en la tierra y allí debe pagar su cuota. Yo soy de aquí. Aquí pago mi cuota. Ese que pasa (el de sobretodo largo, la oreja salida, la ronquera rabiosa), ése es mi semejante. Todavía ignora que yo existo, pero un día me verá de frente, de perfil o de espaldas, y tendrá la sensación de que entre nosotros hay algo secreto, un recóndito lazo que nos une, que nos da fuerzas para entendernos. O quizá no llegue nunca ese día, quizá él no se fije nunca en esta plaza, en este aire que nos hace prójimos, que nos empareja, que nos comunica. Pero no importa; de todos modos, es mi semejante.

Miércoles 28 de agosto

Sólo me quedan cuadro días de licencia. No echo de menos la oficina. Echo de menos a Avellaneda. Hoy fui al cine, solo. Vi una de cowboys. Hasta la mitad, me entretuve; a partir de allí, me aburrí de mí mismo, de mi propia paciencia.

Jueves 29 de agosto

Le pedí a Avellaneda que faltara a la oficina. Yo, su jefe, le autoricé y basta. Se quedó todo el día conmigo en el apartamento. Me imagino la bronca de Muñoz, con dos tipos menos en la sección y toda la responsabilidad sobre sus hombros. No sólo la imagino sino que la comprendo. Pero no importa. Estoy en una edad en que el tiempo parece y es irrecuperable. Tengo que asirme desesperadamente a esta razonable dicha que vino a buscarme y que me encontró. Por eso es que no puedo volverme magnánimo, generoso, no puedo ponerme a pensar en las preocupaciones de Muñoz antes que en las mías. La vida se va, se está yendo ahora mismo, y yo no puedo soportar esa sensación de escape, de acabamiento, de final. Este día con Avellaneda no es la eternidad, es sólo un día, un pobre, indigno, limitado día, al que todos, desde Dios para abajo, hemos condenado. No es la eternidad pero es el instante, que, después de todo, es su único sucedáneo verdadero. Así que tengo que apretar el puño, tengo que gastar esta plenitud sin ninguna reserva, sin previsión alguna. Quizá después venga el ocio definitivo, el ocio asegurado, quizá haya después muchos días como éste, y piense entonces en este apuro, en esta impaciencia, como en un ridículo agotamiento. Quizá, sólo quizá. Pero este Mientras Tanto tiene el alivio, la garantía de lo que es, de lo que está siendo.

Hace frío. Avellaneda estuvo todo el día de buzo y pantalones. Así, con el pelo recogido, parecía un muchacho. Le dije que tenía cara de diariero. Pero no me prestó demasiada atención. Estaba preocupada con su horóscopo. Hace un año alguien le hizo su horóscopo y le predijo el futuro. Al parecer, en ese futuro figuraba su actual empleo, y, sobre todo, figuraba yo. «Hombre maduro, de mucha bondad, algo apagado pero inteligente.» ¿Qué tal? Ése soy yo. «¿Vos qué pensás? ¿Se podrá, así nomás, predecir el futuro?» «Yo no sé si se podrá, pero de cualquier manera me parece una trampa. Yo no quiero saber qué me va a pasar. Sería horrible. ¿Te imaginás qué vida espantosa si uno supiera cuándo se va a morir?» «A mí me gustaría saber cuándo voy a morirme. Si fuera posible conocer la fecha de la propia muerte, uno podría regular su ritmo de vida, gastarse más o gastarse menos de acuerdo al saldo que le restara.» A mí me parecería monstruoso. Pero la predicción dice que Avellaneda tendrá dos o tres hijos, que será feliz, pero quedará viuda (bah), que morirá de una enfermedad circulatoria, allá por sus ochenta. A Avellaneda le preocupan muchos los dos o tres hijos. «¿Vos querés tener?» «No estoy muy seguro.» Ella se da cuenta de que mi respuesta es la prudencia en persona, pero cuando me mira yo sé que ella quisiera tener hijos, por lo menos uno. «No te pongas triste», digo, «si te ponés triste soy capaz de encargar mellizos». Sabe lo que yo pienso, sufre por eso y se aferra al vaticinio. «¿Y no te importa la viudez, aunque sea una viudez clandestina?» «No me importa, porque hasta allí no llega mi fe. Yo sé que sos indestructible, que las predicciones te pasan al lado, sin tocarte.» Nada más que una muchacha trepada sobre el sofá, con las piernas arrolladas, y la punta de la nariz colorada de frío.

Viernes 30 de agosto

Durante la licencia, escribí todos los días. Se me hace cuesta arriba reintegrarme al trabajo. Esta licencia ha sido un buen aperitivo de mi jubilación. Blanca recibió hoy una carta de Jaime, rencorosa, violenta. El párrafo que me dedica, dice así: «Decíle al viejo que todos mis amores fueron platónicos, así que, cuando tenga pesadillas en las que aparezca mi inmunda persona, puede darse vuelta y respirar tranquilo. Por ahora». Es demasiado odio junto para que sea verdadero. Al final voy a pensar que este hijo me quiere un poco.

Sábado 31 de agosto

Avellaneda y Blanca se veían sin que yo lo supiera. A Blanca se le escapó una frasecita reveladora y todo quedó al descubierto. «No queríamos decírtelo, porque estamos aprendiendo mucho sobre vos.» Al principio me pareció una broma miserable, después me conmoví. No tuve más remedio que figurarme a las dos muchachas intercambiando sus respectivas imágenes incompletas acerca de este tipo sencillo que soy yo. Una especie de rompecabezas. Hay curiosidad en esto, claro, pero también hay cariño. Avellaneda, por su parte, se mostró muy culpable, me pidió perdón, dijo por centésima vez que Blanca era estupenda. Me gusta que sean amigas, por mí, a través de mí, a causa de mí, pero no puedo evitar a veces la sensación de estar de más. En realidad, soy un veterano del que se están ocupando dos muchachas.

Domingo 1º de setiembre

Se acabó la farra. Mañana otra vez a la oficina. Pienso en las planillas de ventas, en la goma de pan, en los libros copiadores, en las libretas de cheques, en la voz del gerente, y el estómago se me revuelve.

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