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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (18 page)

BOOK: La tumba de Verne
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11

L
a oscuridad fue adueñándose de la tarde de otoño de un modo implacable. Alexia había caído en profundas cavilaciones después de leer las tres primeras entregas de aquella carta que, supuestamente, un sobrino de Verne escribió a un hermano suyo llamado Maurice. Nunca había oído hablar de ellos, y desconocía igualmente que el redactor de la carta hubiera disparado sobre el popular novelista.

Estaba sentada de nuevo en el estudio de su padre, aguardando la llegada de
Tapioca
.

Había regresado del Instituto Forense tras experimentar la peor sensación de su vida. Los muertos no solo se quedan solos, como dejó escrito Bécquer en sus rimas. Los muertos, además, no se parecen a las personas que fueron en vida. No era solo el color de la piel, los ojos cerrados y los labios fríos e insensibles lo que diferenciaba el cuerpo que vio en el depósito con respecto al hombre que había sido su padre. No bastaba con mencionar su rigidez ni su nula conversación para describir lo que Alexia había percibido y que tanto malestar le produjo.

Afortunadamente, veinte minutos después de su llegada se presentaron en el siniestro edificio su secretaria y amiga, Nati Varela, y Juan Ignacio Sampedro, compañero y socio del bufete en el que Alexia trabajaba. Nati era una joven delgada, bajita y de cabello corto. Sampedro era alto, corpulento y lucía una barba entrecana.

—¿Por qué no te vas a descansar? —preguntó Nati—. Nosotros nos quedamos aquí para lo que haga falta. Si te necesitamos para algo, te llamaremos.

Ella quiso decir que no. Creía que su sitio estaba allí, no lejos del cuerpo de su padre, al cual aún no sabía si le habrían practicado la autopsia.

Nati iba a decir algo. Conocía a Alexia desde hacía cinco años. Ambas habían dejado atrás la mera relación de una jefa y su secretaria para convertirse en amigas. Pero, antes de que pudiera abrir la boca, Sampedro se adelantó.

—Lo del entierro lo tenemos ya medio arreglado —anunció el abogado.

Ella lo miró con agradecimiento.

—Venga, márchate —insistió Nati—. Ten el teléfono conectado, y ya está.

Cuando finalmente aceptó, Alexia sintió una mezcla de alivio y culpabilidad. Le parecía estar traicionando a su padre dejándolo allí, solo, como los muertos de Bécquer.

Salió del edificio y respiró el aire limpio, vivo, de la calle. Pensó que no estaba bien marcharse, y decidió regresar. En ese momento, el sonido de su teléfono móvil la sobresaltó.

—¿Alexia?

Reconoció la voz de Capellán sin dificultad.

—Oiga, ya terminé aquí, en la comisaría —dijo el periodista—. ¿Quiere que nos veamos?

Alexia miró su reloj antes de responder.

—En una hora en casa de mi padre. ¿Le parece bien?

Tapioca
dijo que sí, que en una hora estaba bien. Después, colgó.

Alexia se sentó ante el volante de su coche y respiró profundamente. Le parecía increíble que la gente fuera y viniera como si nada. Que el día caminara hacia su final como si fuera uno más. ¿Nadie reparaba en que su padre ya no estaba allí para verlo? El mundo ignoraba a Ávalos, y su pesar le traía sin cuidado. Toda aquella gente tenía cosas que hacer. Cosas que creían importantes. En ellas se entretendrían a lo largo de su vida hasta que un día les tocara a ellos quedarse solos, solos como los muertos de la rima LXXIII.

Alexia condujo maquinalmente. Aparcó su Volvo y, cuando estaba a punto de cerrar el vehículo para ir a casa de su padre, reparó en los sobres atados con gomas que aún dormitaban en el asiento trasero. Allí estaba el «peligroso» legado que Ávalos le había confiado horas antes de morir.

Dudó sobre qué hacer con aquellos papeles. Por costumbre, todo lo que a su padre le parecía de interés a ella le resultaba irritante. Ni siquiera había leído alguno de los libros que él había escrito. Era una venganza por lo de su madre.

—¡Maldita sea! —exclamó, y luego cogió los sobres y los guardó en su bolso.

Minutos después, sentada en el suelo del estudio y rodeada de papeles y libros que la miraban con recelo, se había atrevido a abrir los primeros sobres y a leer su contenido.

La carta

… Y ahora que ya sabes todo esto, debo confiarte la verdadera historia de Nemo. Sí, Nemo. Aunque no el personaje de las novelas de nuestro tío, sino el hombre en quien se inspiró para crearlo.

Sucedió en los años previos a la publicación de
Cinco semanas en globo
, la primera novela de Jules. En esa época, si te fijas bien, Maurice, la vida de nuestro tío está envuelta en una neblina. Al margen de que pasó verdaderas miserias y que publicó algunos relatos
[63]
apenas hay cartas entre nuestro abuelo y Jules, algo insólito, pues ambos sabemos que los dos se cartearon con mucha frecuencia hasta ese momento.

En 1858, Jules escribió al abuelo diciendo que su salud mejoraba gracias a las corrientes eléctricas con las que combatía la parálisis facial que había padecido. Pero, al margen de esa carta insulsa, no hay mención alguna a lo que escribía o sobre lo que estudiaba.

Hubo, no obstante, una carta anterior, fechada en abril de 1854, que te recomiendo que revises. Parece una carta más, en la que Jules volvía a pedir dinero y se inventaba excusas para permanecer en París, pero añadía, aún lo recuerdo: «Estudio más que escribo, porque tengo a la vista sistemas nuevos»
[64]
.

¿De qué sistemas hablaba el tío?

Supongo que la gente se limitará a recordar que por entonces, con veintiséis años, comenzó a leer con pasión la prensa científica y a conversar con estudiosos de los más variados ámbitos. Pero hubo otras fuentes de inspiración.

En aquellos años escuchó hablar mil veces a los amigos de Dumas sobre la necesidad de transformar el mundo. El hombre debía ser libre, y la ciencia ayudaría a lograr esa aspiración, decían. Ni Dios podría evitarlo. Le recomendaron que olvidase a Dios y creyera únicamente en la ciencia.

De hecho, ¿cuántas veces se menciona a Dios en las novelas de nuestro tío? ¿Cuántos sacerdotes aparecen en ellas?

Aprendió que los portadores del verdadero conocimiento se reunían desde los más remotos tiempos en círculos de iniciados. Que en el rito de iniciación el postulante se prepara, se adentra después en la aventura que lo conduce más allá de sí mismo y de la muerte, y finalmente renace transformado. En esencia, querido hermano, ahí está el esquema de todas las novelas de nuestro tío.

Te preguntarás de quién aprendió todo eso. Pues bien, te diré el nombre del informante: Nemo.

Habrás oído, sin duda, que en julio de 1858 Jules se embarcó junto a su amigo masón Aristide Hignard y el hermano de este, Alfred, y otras personas próximas a su círculo de amistades en un barco que los condujo a Escocia, la patria espiritual de los francmasones
[65]
.

Un día, paseando por los muelles de Glasgow, un desconocido se acercó a nuestro tío y lo abordó sin mayores preámbulos. Era un hombre de tez clara, ojos negros, mirada enérgica y apostura arrogante. Era alto, fuerte, con la frente ancha y la nariz recta.

Afirmó haber oído hablar de nuestro tío a amigos comunes, como Alexandre Dumas y George Sand. Sabía que Jules escribía, e incluso dijo conocer el proyecto que tenía de novelar la ciencia. Asombrado, nuestro tío preguntó al desconocido quién era y cómo conocía aquella idea que Dumas había planteado en voz alta. A lo que aquel hombre respondió que lo correcto era decir que había sido él quien le había insinuado a Dumas ese nuevo género literario.

Imagina el asombro de Jules.

Cuando nuestro tío quiso saber su nombre, el desconocido se limitó a decir que su nombre era lo de menos, que no era nadie. Y pidió que Jules lo llamara así: Nemo (la palabra latina que significa «nadie»).

Aquel hombre le habló de las bondades de un gobierno mundial en manos de un rey del mundo capaz de establecer una sociedad justa, igual, formada por hombres inteligentes, que no temieran a nada pues todo lo podrían explicar gracias a la ciencia. Preguntó a Jules si le gustaría vivir en un mundo así. Y nuestro tío, aturdido, asintió.

Jules quiso saber si Nemo era ese rey del mundo, a lo que el desconocido respondió con una sonrisa. Aclaró que era un simple embajador, uno de tantos de los que, a lo largo de la historia, ese rey del mundo ha enviado para transformar a la humanidad. Jules, naturalmente, creyó imposible tales embajadas, pero Nemo no se inmutó. Afirmó que precisamente en el hecho de que pocas personas hubieran oído hablar de ese mundo y de su rey residía la base de su poder.

Jules advirtió que Nemo llevaba en la solapa una enseña negra en cuyo centro había dos letras doradas:
R
y
M
. Y, al fin, se atrevió a preguntar qué era lo que Nemo quería de él. La respuesta fue tajante: quería que Jules escribiera, nada más.

Debieron pasar varios años para que ambos se volvieran a encontrar, algo que sucedió precisamente antes de que el tío comenzara a escribir su primera novela. Ocurrió cuando Jules ya estaba casado con la tía Honorine.

En el verano de 1861, Jules, Hignard y otros amigos se embarcaron rumbo a Escandinavia. Seguramente habrás escuchado muchas veces que aquel viaje provocó una fuerte discusión entre Jules y Honorine, pues ella estaba a punto de dar a luz a nuestro primo Michel.

Durante una visita al monte Gausta, en la región de Telemark
[66]
, de la manera más inesperada, Jules se encontró con Nemo. Sorprendido, el tío quiso saber qué hacía allí, a lo que Nemo respondió que había llegado el momento de que Jules levantara el vuelo. Deseaba saber, añadió, hasta dónde podía serles de utilidad.

Enojado por tanto misterio y medias palabras, Jules le recordó que, si lo que se pretendía de él era que escribiera, ya lo hacía con regularidad y sin el menor éxito. Nemo le dijo que su intención era, justamente, quebrar esa tendencia. No se trataba de escribir cualquier cosa, sino algo que tuviera éxito. Jules tenía que levantar el vuelo, insistió, y añadió que un buen modo de lograrlo era utilizar un globo. Haga que sus personajes embarquen en un globo, propuso, y condúzcalos a regiones que seduzcan al lector. Busque las fuentes del Nilo, dijo. Pocas cosas apasionan hoy tanto a los lectores como esas exploraciones geográficas.

Nuestro tío estaba perplejo. La idea era excelente, aunque no carente de dificultades técnicas. ¿Cómo gobernar un globo en un viaje de esas características?, preguntó. Nemo, sin inmutarse, anunció que, en adelante, se ocuparían de que alguien resolviera sus dudas.

En realidad, Maurice, los hombres sin rostro hicieron mucho más que eso en muchas de las novelas de nuestro tío…

12

A
quella era una de las historias propias de su padre, pensó Alexia. Tenía todo lo que a él le podía fascinar: sociedades secretas, misteriosos individuos, crípticas conversaciones… En definitiva, todo lo que a ella le traía sin cuidado. No obstante, había algo siniestro y a la vez seductor. Alexia no podía olvidar aquella repetida invocación a la ciencia como herramienta libertadora del ser humano. «Olvídese de Dios y crea únicamente en la ciencia», le habían dicho a Verne.

¿En qué lío se había metido su padre?

Miró el reloj. Suponía que Capellán no tardaría en llegar, pero el recuerdo de su padre la hizo pensar en la posibilidad de telefonear al inspector Carmona, cuya tarjeta conservaba. Sacó el móvil de su bolso y marcó los números necesarios. Pero, finalmente, no llamó al policía.

Era pronto, se dijo. ¿Qué íban a descubrir? Tuvo que ser un accidente, pensó. No podía permitirse pensar en conspiraciones ni en asesinatos. Pero, entonces, ¿quién había registrado el estudio de su padre? En todo caso, la autopsia lo diría. Si se sabía algo, Sampedro y Nati la llamarían, o lo haría el propio Carmona.

Había oscurecido. Estaba sentada en el suelo, con los sobres ocres rodeándola. Cuando trató de moverse descubrió que su cuerpo estaba dolorido por la postura. Las vértebras cervicales gimieron como goznes enmohecidos al intentar enderezar el cuello, y las piernas estaban entumecidas.

Tras estirar su cuerpo, paseó la mirada por el estudio. Desde las estanterías, los libros la contemplaban como la extraña que era. Estaba segura de que no la reconocían como su legítima dueña, y hasta creyó escuchar las preguntas de algunos de aquellos autores exigiendo una explicación. ¿Quién era ella? ¿Dónde estaba el viejo maestro de escuela que tanto los mimaba?

Aquellos autores habían conocido mucho mejor que ella a su padre, se lamentó Alexia. Acarició los lomos de algunos volúmenes implorando el perdón de autores que no conocía, con los que nunca había tenido ocasión de pasar las horas muertas. Le hubiera gustado preguntar a su padre sobre algunos de ellos. ¿Quiénes eran Jacques Vallée, Elisabeth Kübler-Ross, Michel Lamy, Jacques Bergier y otros muchos cuyos nombres jamás había escuchado?

Y luego había otros más conocidos, pero que la miraban igualmente recelosos: Dickens, Conan Doyle, Mary Shelley, Bram Stoker, Robert Louis Stevenson, Gustavo Adolfo Bécquer… y Poe. ¡Allí estaba Edgar Allan Poe!

Entonces escuchó el timbre de la puerta.

Antes de abrir se apresuró a ocultar todos los sobres en el armario donde su padre los guardaba hasta que se los confió a ella horas antes de morir. Buscó en la parte posterior del mueble y, tal y como él le había indicado, encontró la llave sujeta con cinta adhesiva. Comprobó que la cerradura aún funcionaba, a pesar de que el asaltante o asaltantes habían logrado forzarla, como todas las demás del estudio. A continuación, colocó de nuevo la llave con la cinta en su lugar de costumbre.

—Disculpe que me haya retrasado —dijo Capellán bajo el umbral de la puerta.

Alexia lo miró con recelo, preguntándose si había hecho lo correcto invitándolo. Después de todo, ¿qué sabía de él? ¿Y si estaba ante el mismo hombre que doña Herminia había visto salir a altas horas de la madrugada de aquel mismo piso? ¿Y si Capellán era el asesino de Ávalos?

—¿Puedo pasar? —preguntó el periodista al ver que ella no le franqueaba el paso.

Alexia lo permitió, pero su cuerpo se tensó y pareció aún más alta. Desde su atalaya sus enormes ojos exploraron al recién llegado.

Tapioca
no se había afeitado. Tenía el cabello ordenado estratégicamente, como de costumbre. Vestía el mismo chaquetón de la tarde anterior, pero había sustituido el pantalón de pana por uno vaquero. Las botas, en cambio, eran las mismas.

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