La venganza de la valquiria (9 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La venganza de la valquiria
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—Escucha —dijo Werner—, sé que estás buscando a alguien que sustituya a Maria Klee como compañera mía. Ponme con Anna mientras tanto y junta a Henk y Dirk provisionalmente. Tengo la impresión de que Anna y yo trabajaríamos bien juntos. Nos equilibraríamos. Haz la prueba durante un mes o dos. Si luego sigues creyendo que debe irse, qué se le va hacer.

—¿Le has comentado tu idea? —preguntó Fabel, suspicaz.

—No. Te lo prometo. Pero es que ella se muere por quedarse en la brigada, Jan. Y creo que sería una pérdida para el equipo. Otra más. Es una buena agente, solo le hace falta que la pongan en vereda. Déjame intentarlo.

—Bueno, me lo pensaré —dijo Fabel.

5

U
n día duro?

—Creía que estabas dormida —le dijo Fabel a la silueta tendida en la cama.

—Lo estaba. Te preguntaba si has tenido un día muy duro…

—Como siempre. Asesinato, caos, papeleo. ¿Y tú?

—Como siempre. He oído que tienes entre manos el asesinato de otro personaje famoso. ¿Seguro que no te los cargas tú para progresar en tu carrera?

—En nuestra carrera. Ya veo que voy a tener que implicarte también en este caso —dijo Fabel—. Hagamos un trato: yo me los seguiré cargando para que tengamos trabajo los dos. —Se deslizó entre las sábanas, notando en la piel su tacto fresco y limpio—. Por cierto, ¿has visto mi reproductor de MP3 por ahí?

—No. Ya me lo has preguntado. ¿Cómo te ha ido con Renate?

Fabel suspiró.

—¿Cómo me va siempre con Renate? Estaba hosca y resentida, como de costumbre. No sé cómo demonios se las ha arreglado para darle la vuelta completa a la situación y convertirse en la parte ofendida. Fue Behrens quien la plantó, no yo.

—Es algo muy femenino. —Susanne aún le daba la espalda—. Si el hombre no está a mano para echarle la culpa, busca a otro que cargue con ella. Yo te considero culpable de que Hans Zimmerman no me eligiera como compañera en el desfile del jardín de infancia.

—Ya notaba yo que había algo —dijo Fabel—. El caso es que Gabi está pensando en entrar en la policía. Renate me culpa y quiere que le quite la idea de la cabeza.

—¿Lo harás?

—No. Disuadirla no. Darle una descripción precisa, sí. Pero nada de disuadirla.

—Lo hablamos mañana. —Susanne sonaba muy soñolienta, pero Fabel se deslizó junto a ella, la estrechó en sus brazos y cubrió su pecho con una mano.

—Me gustaría compensarte por lo de ese desfile del jardín de infancia…

6

J
espersen se había sentido aliviado al ver que el asiento contiguo del avión quedaba libre. A él le gustaba utilizar el tiempo que pasaba viajando para ordenar sus ideas: para rebobinar y pensar con un poco de perspectiva. El vuelo de Scandinavian Airlines desde Copenhague hasta el aeropuerto Fuhlsbüttel de Hamburgo había durado poco más de cincuenta minutos, pero en ese tiempo había estudiado la información que había obtenido a través de Europol del Erster Kriminalhauptkommissar Jan Fabel.

La mayor parte de la información se refería al papel de asesor que Fabel estaba asumiendo en casos que quedaban fuera de la jurisdicción de la Polizei de Hamburgo. La Europol lo tenía por uno de los principales expertos en la investigación de asesinatos complejos. El «tipo al que consultar» como dirían los americanos. A Jespersen los americanos no le caían demasiado bien. Y los alemanes, peor.

Aun así, cuando se encendieron las luces de los cinturones de seguridad y volvió a guardar el expediente en su maletín, tuvo que admitir que aquel alemán era seguramente la persona más indicada con la que podía hablar. Pero ¿de qué? De repente se le ocurrió que había recorrido un largo camino para conocer al alemán y que no tenía gran cosa que analizar con él. Solo un comentario de un traficante de drogas realizado durante una operación con agentes infiltrados, un par de hechos relacionados que acaso no fuesen más que pura coincidencia y una simple leyenda: una vaga historia de espías, probablemente exagerada, de los tiempos oscuros de la Guerra Fría.

Después de aterrizar en el aeropuerto Fuhlsbüttel, Jespersen llamó al cuartel general de la Politigård, en Copenhague, y le pasaron con su oficina. Habló con Harald Tolstrup, su adjunto, quien le confirmó que tenía una reserva en un hotel del Alter Wall, el centro de Hamburgo. Tolstrup le explicó también que su jefe, el Politidirektør Vestergaard, quería hablar con él cuanto antes y que no parecía tener buenas pulgas. En cuanto concluyó su llamada al Politigård, Jespersen telefoneó al Präsidium de Policía de Hamburgo y pidió en inglés que le pasaran con Jan Fabel. Le dijeron que tenía una reunión; Jespersen dejó su número y pidió que Fabel le llamara cuando estuviera libre.

Una vez que se registró en el hotel salió a dar un paseo por el centro de la ciudad. Hacía un día frío pero luminoso, y se detuvo a contemplar el pálido cielo azul, el mismo cielo que el de Copenhague o el de Estocolmo u Oslo; la luz de Hamburgo era nórdica, al fin y al cabo. Pero a Jespersen se le hacía extraño estar en un país extranjero, entre una gente que no le gustaba, y ver sin embargo el mismo cielo, el mismo tono de luz, la misma arquitectura y las mismas caras en las calles. No ignoraba que la ilusión se habría desvanecido si hubiera viajado un poco más hacia el sur. Pero aquí, en Hamburgo, y muy a su pesar, la verdad era que se sentía como en casa. Caminó a lo largo de Grosse Bleichen y se encontró de pronto ante un imponente edificio de ladrillo rojo que, según proclamaba una placa, era el Hanseviertel. Entró, en parte movido por la curiosidad: se había tropezado en otra ocasión con la palabra
Hanseviertel
durante una visita a Bergen, en Noruega. Bergen había formado parte de la Liga Hanseática, y la zona de la ciudad donde se habían instalado los mercaderes alemanes en la Edad Media llevaba por nombre
Tyskebryggen
, el embarcadero alemán: el Hanseviertel de Bergen. Este de Hamburgo, sin embargo, era algo completamente distinto. Detrás de los muros de ladrillo rojo había una red de pasajes y galerías comerciales con grandes lunas de cristal. Parecía el sitio ideal para almorzar y, ya puestos, para comprarle un regalito a su sobrina de doce años. Allí donde fuese, siempre compraba un muñeco de peluche para Mette, la hija de su hermano menor. La niña ya empezaba a fingir que era mayor para esas tonterías, pero él sabía que le gustaban. En la galería encontró una tiendita donde vendían regalos algo más refinados y originales que los típicos recuerdos para turistas y compró un osito que llevaba una gorra de pescador Prinz Heinrich y una chaqueta azul con la palabra «Hamburgo» bordada detrás. Luego se sentó en un café de aspecto agradable y pidió un almuerzo ligero. Comió despacio, observando a la gente que pasaba.

Alemanes. Jens Jespersen llevaba veintitrés años en la policía. Su padre también había sido policía. Y su abuelo. Era una tradición de la que se sentía enormemente orgulloso, y en ella se arraigaba el rechazo que le inspiraban los alemanes. Pero ahora no era momento de pensar en tales cosas.

Una voz femenina le preguntó algo en alemán. Jespersen levantó la vista: una mujer de treinta y tantos años, de pelo rubio claro, piel blanca, pómulos altos y deslumbrantes ojos azules.

—¿Cómo? —dijo en inglés.

—¿Puedo sentarme aquí? —repitió ella en inglés.

Asintió, apartando el abrigo para dejarle sitio. La mujer iba a decir algo más cuando sonó el teléfono de Jespersen. Él respondió sin disculparse.

—¿Herr Jespersen? Le habla el Kriminalhauptkommissar Fabel de la Mordkommission, la brigada de homicidios de la Polizei de Hamburgo. He recibido su mensaje. Siento no haber podido llamarle antes, pero estaba muy ocupado. Acabamos de meternos en un caso importante, ya sabe cómo son estas cosas. En fin, creo que quería concertar una cita conmigo.

Jespersen, cuyo inglés era excelente, se llevó una sorpresa al ver que aquel alemán lo hablaba a la perfección y, según su oído, sin el menor acento.

—Sí, Herr Fabel. Tengo que comprobar algunas cosas, así que pasaré unos días en Hamburgo, pero me gustaría hablar con usted cuanto antes. ¿Podría recibirme mañana?

—Mañana será complicado. Como le digo, acabamos de iniciar una investigación importante. Un momento… —Se hizo un breve silencio—. ¿Qué tal a las cuatro y media en el Präsidium?

—Allí estaré —dijo Jespersen.

—Espero que no le importe que se lo pregunte, Herr Jespersen, pero cuando dice que tiene varias cosas que comprobar, ¿significa que lleva a cabo una investigación en Hamburgo?

—Ya veo por dónde va… —Jespersen se las arregló para conferirle a su voz el grado justo de irritación—. Si estuviera llevando a cabo una investigación, lo habría hecho a través de los canales reglamentarios. No, señor Fabel, no le estoy pisando el terreno. Nos vemos mañana a las cuatro y media.

Cerró el móvil de golpe. Malditos alemanes. ¿Habría alguno que no fuese un burócrata?

—¿Es usted inglés? —le preguntó la mujer que se había sentado a su lado, una vez que hubo guardado el teléfono.

—No. —Sonrió con cansancio, sin tratar de ocultar su desagrado por tener que darle conversación—. Soy danés.

—¡No me diga! Yo soy medio danesa —dijo ella, hablando con entusiasmo y fluidez la lengua de Jespersen, aunque con un marcado acento alemán—. Mi madre es de Fåborg, ¿sabe?, en Fyn, pero yo me crié aquí. Mi padre es de Hamburgo.

—¿Ah, sí? —dijo Jespersen. La mujer parecía encantada por la casualidad de haberse sentado junto a un danés; él lo encajó con desaliento. Le apetecía aprovechar el tiempo para pensar. Aunque por otra parte, era atractiva.

—¿Está de vacaciones? —preguntó ella.

—No. De negocios.

Observó a la joven más de cerca. Ciertamente tenía tez de danesa. Había algo en ella que le recordaba a Karin. El pelo rubio claro, casi blanco, lo llevaba recogido con una cinta, pero se sublevaba con una cascada de ondas y rizos. Jespersen sonrió, ya sin cansancio.

Realmente era muy atractiva.

7

A
ntes que nada, Carstens Kaminski llamó a Fabel a su despacho del Präsidium.

—Tenemos a alguien con quien deberías hablar —le explicó—. Seguramente no es nada, pero estaría bien oír su historia.

—¿Un detenido?

—No. Un testigo, por así decirlo.

—Me pasaré a verlo —dijo Fabel.

—No, no te preocupes. Te lo envío al Präsidium. Estará ahí en veinte minutos.

Incluso después de tantos años, después de todo lo que había visto, Fabel aún encontraba difícil entender por qué algunas personas se metían en según qué cosas. Pese a su experiencia, todavía se dejaba engañar a veces por las apariencias de la gente. Jürgen Mann, sentado ahora frente a él en la sala de reuniones, no parecía el tipo de hombre que hubiese de conocer de cerca a las putas. De treinta y cinco años, era alto y delgado. Vestía a la moda pero con gusto: chaqueta y pantalones grises, suéter negro. Su mandíbula, ancha y fuerte, estaba cubierta con esa barbita de tres días que necesita, en realidad, de muchos cuidados para dar una impresión informal. Como le había ocurrido con el hombre de pelo gris que Fabel había visto deslizarse en la Herbertstrasse, el hecho de que un tipo de apariencia tan normal pudiera ser usuario regular de las putas callejeras le resultaba deprimente.

Puesto que se trataba de una entrevista «delicada», la llevó a cabo él solo.

—¿A qué se dedica? —dijo Fabel.

—Soy diseñador. Me dedico al
packaging
, la señalización, ese tipo de cosas.

Eso explicaba la barbita, pensó Fabel.

—¿Está casado?

—Sí. No veo…

—¿Hijos? —Le cortó Fabel.

—Uno. Una niña de ocho años.

—¿Y visita la Reeperbahn regularmente?

—De vez en cuando. Escuche, ¿quiere oír mi historia, sí o no? —preguntó, desafiante.

—Necesito conocer las circunstancias. Saber un poco más de usted. ¿Cuánto es «de vez en cuando»?

—Una vez cada quince días, más o menos, diría. A veces más, a veces menos.

—¿Y siempre va con prostitutas callejeras?

—Sí.

Fabel observó a aquel hombre joven. Pensó en su esposa y en su hija de ocho años.

—¿Y esa prostituta de la que le ha hablado a Kaminski? ¿Va con ella a menudo?

—No. Solo esa vez. No llegué a… bueno, no hubo contacto.

—¿La había visto antes?

—No. Esa fue la primera vez. Y se me acercó ella. Apareció como surgida de las sombras, por así decirlo, y me preguntó si quería irme con ella. Me dijo cuánto cobraba y era más barato de lo normal, así que dije que sí.

—¿Qué pasó entonces?

—Como he contado en la Davidwache, me guio hasta esa placita. Parecía como si hubiera planeado hacerlo allí, pero yo le dije que quería ir a su habitación. Fue entonces cuando sacó el cuchillo. Me había acorralado y dijo que si no le daba la billetera me rajaría como había hecho con ese cantante inglés.

—¿Usted la creyó?

—Si hubiera visto sus ojos… Supe que si no hacía lo que me decía, y quizá incluso así, me asestaría una cuchillada.

—¿Qué tipo de cuchillo era?

—No sé. Muy grande. Quizá un cuchillo de filetear, o algo así. Como un cuchillo de carnicero pero más fino.

—¿Le dio la billetera?

—Sí. Se la arrojé y, mientras ella la atrapaba, le di un fuerte empujón y salí corriendo.

—¿Dice que esto sucedió anoche?

—Sí. Entendí de qué hablaba porque había visto en la tele la noticia de que el Ángel ha reaparecido.

—Y sin embargo, usted fue igualmente al Kiez y se metió en una placita desierta con una prostituta.

—Pues sí. En todo caso, me costó la billetera.

—Y dígame, ¿por qué ha esperado hasta esta mañana para ir a la Davidwache a denunciar el robo?

—Pensaba dejarlo correr… Notificar que había perdido la cartera para que bloquearan las tarjetas y olvidarme del asunto. Pero luego he pensado en el hecho de que ella hubiera dicho que era el Ángel. Y me ha parecido que debía comunicarlo.

—Muy cívico por su parte.

—Oiga, no estaba obligado…

—¿Qué aspecto tenía esa prostituta?

—Era mayor que las chicas habituales. Treinta y pico, tal vez más. Pelo rubio… aunque parecía teñido. Bastante alta, como un metro setenta y cinco. Delgada. Atractiva, aunque parecía… no sé, gastada, digamos. Llevaba un abrigo oscuro y botas de cuero negras.

—Está bien. Quiero que vaya a hablar con uno de nuestros dibujantes. Necesitamos un buen retrato de ella. Y después me gustaría que revisara algunas fotos, por si reconociera a alguna que ya tenemos fichada.

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