Los recuerdos apacibles de una dama victoriana que, al final de la novela, revela su verdadero carácter
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Os parecerá extraño que sea yo la primera en hablar de Ned Gillespie, pero… ¿quién sino yo iba a hacerlo
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Así empieza su historia Harriet Baxter, una dama de casi ochenta años que en 1933, cómodamente instalada en su casa de Londres, recuerda un día de primavera de 1888, cuando ella, que ya rondaba los treinta y cinco años y estaba condenada a ser una solterona, visitó por primera vez Glasgow con ocasión de la Exposición Internacional.
En uno de sus paseos por las calles de la ciudad, Harriet volvió a encontrar a Ned Gillespie, un joven pintor de la escuela de Glasgow, y se empeñó entonces en conocer a toda su familia. Las visitas a la casa donde vivía el artista con su esposa y sus dos hijas fueron cada vez más frecuentes, hasta que un crimen cambió por completo el destino de los Gillespie, y Harriet de repente tuvo que vérselas con la justicia.
¿Por qué la policía llegó a sospechar de una dama tan entregada? La voz de la anciana va desgranando una versión muy personal de los hechos… Está en manos del lector fiarse o no de sus palabras.
Novela valiente y ambiciosa, La verdad de la señorita Harriet es un espléndido thriller psicológico gobernado por una voz poderosa que atrapa y manipula al lector desde las primeras páginas y ha valido a su autora la nominación National Book Award.
Jane Harris
La verdad de la señorita Harriet
ePUB v1.0
Crubiera07.03.13
Título original:
Gillespie and I
Jane Harris, 2011.
Traducción: Aurora Echevarría Pérez
Diseño portada: Marta Borrell / Random House Mondadori, S. A.
Ilustración de la cubierta: © Elsa Mora
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
Para Tom
Martes 11 de abril de 1933
Londres
Os parecerá extraño que sea yo la primera en hablar de Med Gillespie, pero ¿quién sino yo iba a hacerlo? En realidad cabría preguntar quién más queda para contar la historia. Ned Gillespie: artista, innovador y genio olvidado; mi apreciado amigo y alma gemela. Lo conocí en la primavera de 1888 y a lo largo de varios años nos unió una gran amistad. Durante ese período aprendí a comprenderlo, no solo a través de lo que decía sino también, simplemente, de su mirada. Tan profunda era nuestra relación que hubo un tiempo en que yo era la primera en contemplar sus cuadros acabados, a veces antes incluso que su mujer. Hasta habíamos acordado escribir a medias un volumen sobre su vida y su obra; por desgracia, ese libro nunca se escribió debido a su trágica muerte prematura a los treinta y seis años, justo cuando estaba a punto (en mi humilde opinión) de alcanzar la mismísima cúspide de su potencial creativo.
Si se preguntan ustedes, estimados lectores —como sospecho que harán—, por qué nunca han oído hablar de este supuesto genio llamado Gillespie, tengan en cuenta lo siguiente: antes de morir, Ned quemó casi toda su obra con la excepción de varios cuadros que pertenecían a colecciones privadas y que eran, por lo tanto, inaccesibles. Tengo entendido que intentó recuperar algunos de esos lienzos, y, por lo que sé, una noche de luna llena habría robado un retrato de la señora Euphemia Urquart de Woodside Terrace, Glasgow, si en el acto de forzar la ventana de un aseo no lo hubiera sorprendido el mayordomo, quien (interrumpido al parecer en sus solitarios menesteres) se encontraba sentado en la oscuridad y quien, pese al impedimento de tener los pantalones bajados hasta los tobillos, sujetó al intruso por los hombros cuando se escabullía por debajo de la ventana de guillotina. Siguió un forcejeo momentáneo, pero Ned logró zafarse enseguida y se alejó dando botes por el césped trasero, riéndose (¿tal vez por el alivio de escapar?), mientras el mayordomo se quedaba con una chaqueta de tweed con olor a tabaco de pipa en las manos. Unas cuantas facturas que llevaba en el bolsillo revelaron la identidad de Ned, pero, por fortuna, la policía no mostró interés en abrir una investigación.
El retrato de los Urquart sobrevive, por lo tanto, junto con varios más, pero la mayoría de los cuadros fueron reducidos a cenizas. Para mi eterno pesar, entre esos lienzos arruinados se encontraban las obras más recientes y más hermosas —así como las más siniestras— de Gillespie. No me cabe duda de que esas valiosas obras maestras señalaban un momento de innovación en su trayectoria y nos habrían permitido entrever el futuro, así como las luchas que mantuvo Ned, tanto en su fuero interno como con su desafortunada mujer y su familia, un grupo de personas que, por desgracia, eran un deber en su vida al mismo tiempo que una fuente de inspiración.
Puede que también se pregunten por qué he guardado silencio tanto tiempo y por qué he tardado todos estos años en ponerme a escribir. Tal vez necesitaba distanciarme de una concatenación de hechos que me afectaron en lo más hondo, entre los cuales no carece de importancia que Ned, además de destruir su legado artístico, se suicidara. En aquel momento yo me hallaba a miles de millas de distancia y no podía ayudarlo. Segura de una reconciliación final, nunca sospeché que estuviéramos avanzando hacia un desmoronamiento tan rápido no solo de nuestra relación, sino también de su propio destino. Pero no adelantemos acontecimientos. Llegaré a todo ello a su debido tiempo.
En ocasiones el pasado es tan vívido en mi mente que parece más tangible que mi vida real. Tal vez el acto de ponerlo por escrito me libere de ciertos sueños recurrentes y, ¡Dios lo quiera!, mengüe la profunda tristeza que siempre me acompaña al pensar en Ned Gillespie.
Mayo de 1888
Glasgow
En la primavera de 1888 dejé Londres para irme a vivir a Glasgow, tras el fallecimiento en Navidad de mi tía, a quien había cuidado todo el otoño y principios del invierno. Durante esos fríos y oscuros meses que pasé velándola a la cabecera de su cama, Londres se volvió un lugar opresivo para mí y cada vez lo relacionaba más con la agonía y la muerte. Transcurridos unos meses de luto, empecé a anhelar un cambio de aires y decidí realizar un viaje, utilizando parte de la herencia de mi abuelo materno, que había muerto varios años atrás dejándome una cierta cantidad de dinero en efectivo y una pequeña renta vitalicia.
Desde un principio pensé en Escocia. Nunca había estado allí, pero mi madre era escocesa de origen, por no decir de inclinación, y mi padrastro —también escocés— vivía cerca de Helensburgh. Yo intuía que, al dirigirme al norte, alentaba cierta noción romántica de descubrir mi ascendencia caledoniana. Tal vez podría tacharse de insensible realizar un viaje turístico en apariencia tan despreocupado inmediatamente después del fallecimiento de un pariente cercano, pero quisiera que entendieran que ni mi mente ni mi corazón estaban libres de preocupación. Ansiaba aire puro, aire puro y un poco de distracción, escapar del olor de las fúnebres flores de invernadero y depurar mi mente de los malos recuerdos.
Como tal vez recuerden, la primera Exposición Internacional de Glasgow se celebró en 1888. Durante varios meses los periódicos apenas habían hablado de otra cosa, y se me ocurrió que tal vez hallara cierto consuelo en ese magnífico espectáculo que, según decían, se extendía sobre ambas orillas del río Kelvin. Así, la segunda semana de mayo, después de haber cerrado la pequeña casa de mi tía en Clerkenwell, tomé el tren a Escocia. Viajar sola no me atemorizaba. Tenía treinta y cinco años, y estaba acostumbrada a ir por el mundo sin compañía. En aquellos tiempos, la sola idea de ir de aquí para allá sin acompañante habría sido vista por muchos como indecorosa, o como un indicio de humildad o pobreza, que no era el caso. Yo era joven, independiente y moderna, y aunque estaba profundamente afectada por la muerte de la tía Miriam, nunca me había considerado indefensa, de ahí que siempre sacara provecho de mi vigor. Reconozco que había que ir con cuidado, procurando no volver la cabeza ni a izquierda ni a derecha, y nunca, ¡Dios nos libre!, mirar a los ojos a ningún hombre, noble o no.
Parecía que el trayecto desde el sur no se acababa nunca, y oscureció mientras el tren se aproximaba a nuestro destino traqueteando a través del paisaje de colinas y campos, con el ruido de la carbonilla al caer sobre el techo del vagón. Cruzamos pueblo tras pueblo —algunos bordeados de montículos de escombros, otros de charcas estancadas—, luego más campos, blanqueados por el humo de nuestra locomotora. Los campos no tardaron en desaparecer, engullidos por la noche y los barrios iluminados por las farolas. Finalmente aminoramos la velocidad; los edificios se alzaban más altos a ambos lados, sumergiéndonos en la oscuridad, y mis compañeros del compartimento empezaron a reunir sus pertenencias a medida que el tren avanzaba, inclinándose de un lado al otro, y se adentraba en un puente. Cuando la oscuridad se desvaneció, entreví, a través de vigas plateadas, una extensión de agua color cobrizo: el Clyde. El río estaba repleto de embarcaciones y a lo largo de los muelles parpadeaban las luces, mientras, por encima de nosotros, el resplandor de los innumerables hornos teñía las nubes de un color sulfuroso.
Ese verano, la Exposición Internacional de Glasgow iba a recibir una afluencia de visitantes procedentes de todo el mundo. Por puro azar había elegido el momento oportuno para visitarla: lo suficientemente pronto para procurarme un alojamiento adecuado pero unos días después del bullicio de la ceremonia de inauguración, con sus multitudes (enormes, entusiastas) y la visita de un miembro de la familia real (rechoncho, indiferente). Una vez instalada en mi alojamiento —dos habitaciones en la buhardilla de una casa adosada no muy lejos del West End Park—, pasé una semana bastante distraída paseando por la Exposición Internacional: las salas de arte y escultura del palacio Oriental; el emocionante asalto a los sentidos del oído y el olfato en la nave de la dínamo; los obsequios del jubileo de la reina (aburridos pero, para aquellos que lo necesitaban, sumamente tranquilizadores); una reproducción del palacio del Obispo que, cuando investigué con la punta de mi paraguas, resultó ser de lona pintada, y mi rincón favorito e ilícito, el puesto de tabaco Howell, con su maravillosa selección internacional de cigarrillos: Piccadilly Puffs, Shantung Silks, Dinard Dainties, ¡Tiffy Loos! ¡Oh, cómo deseaba tumbarme en uno de los divanes del salón y participar de las delicias de la nicotina! Sin embargo, eso fue hace muchos años; el mundo era un lugar menos tolerante que el actual, por lo que tuve que contentarme con incursiones femeninas al mostrador «de parte de mi padre» para comprar pequeños tesoros que luego disfrutaría en privado.
No pasaba todo el tiempo en el parque. Descubrí que pasear calmaba mi espíritu, y una vez que empezó a menguar la novedad de la exposición, me dediqué a explorar el centro de Glasgow para familiarizarme con esa segunda ciudad del imperio, ese lugar de numerosas colinas, y fue en una de esas vigorizantes expediciones donde conocí a las dos damas que resultaron estar emparentadas con Ned Gillespie, según averigüé después.
Debió de ser a finales de mayo. No recuerdo la fecha exacta pero sí que era un día especialmente caluroso; de hecho, hacía un calor tan agobiante en mi alojamiento que salí a dar un paseo por la ciudad. Las calles, con sus toldos color perla y el alegre bullicio de sombreros y parasoles, relumbraban con el calor y estaban plagadas de «extranjeros»; Glasgow había adoptado el aire de una cosmópolis y recordaba, tal vez, a Sevilla, París o incluso Nápoles en un día de fiesta. En algunos lugares la ciudad era como un terreno en obras, con oficinas, casas de vecindad e iglesias a medio construir por todas partes. Las siluetas de las grúas de madera se proyectaban hacia el cielo y parecía que en casi todas las calles había terrenos abandonados, cubiertos de tablones y piedras amontonadas, o hastiales de edificios de pisos inacabados, con chimeneas destinadas a gente que aún no había nacido. Mientras caminaba por las transitadas vías, me fascinó oír fragmentos de conversaciones en muchos acentos e idiomas diferentes: había escoceses, por supuesto, e ingleses y norteamericanos, pero también encontrabas franceses, alemanes y holandeses, y otra lengua que al principio no supe identificar, hasta que caí en la cuenta de que lo que oía era gaélico, el idioma de los habitantes de las Tierras Altas de Escocia y, al otro lado del océano, de los irlandeses.