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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (16 page)

BOOK: La vida iba en serio
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Y claro que íbamos juntos a todas partes, como Pili y Mili, sólo que junto a su fotógrafo Fernando. Las posibilidades solían abarcar desde ir a cubrir una gala benéfica hasta la apertura de una nueva discoteca, aunque tampoco descartábamos pasear por Puerto Banús para ver si clichábamos a algún famoso. Como se puede comprobar por las crónicas que puntualmente enviábamos a nuestras redacciones, nuestro verano transcurrió entre actividades tan apasionantes como enriquecedoras pese a toda nuestra complicidad. De lo que no le dije nada fue de aquella carta que le había enviado. Me callé como una puta, pero si no dije ni mu no fue por orgullo ni nada parecido, sino porque me moría de la vergüenza sólo con recordarlo.

Desde que trabamos amistad pasamos en aquel verano cientos, miles de horas juntos, contándonos parcelas de nuestra vida íntima con desparpajo, sin temor a ser censurados o juzgados. Yo le hablaba de mis líos y mis miedos con naturalidad, y ella no sólo parecía entenderlos, sino que realmente me comprendía. Me reñía cuando observaba en mí maneras de niño caprichoso, pero a mí no me importaba. Lo que de verdad me producía apuro era que me echase en cara las pocas luces que demostraba para escoger indumentaria. ¡El cachondeo que se trajo con una camiseta verde con tela de toalla que a mí me parecía modernísima!

—Pues ella me pregunta mucho por vosotros, y sobre todo por ti, mama. Y cuando le cuento alguna de tus historias o salidas siempre dice: «Ay, la Mari, cómo es la Mari». Le haces mucha gracia.

Mi madre se revolvió en la silla y exclamó con cierto nerviosismo:

—Jorge, ¿qué le has contado? ¡A ver qué imagen va a tener de mí!

—No sé, tonterías; lo de las pipas, lo del Roger o lo de que en Badalona yo era el hijo de la zurcidora.

A Carmen le encantaban las historias como la del Roger, un primo francés de mi padre que desembarcó un verano en mi casa y el pobre volvió a Francia sin haber visitado ni siquiera la Sagrada Familia, porque en cuanto se levantaba, a las ocho de la mañana, se ponía a jugar a las cartas con mi madre y mis hermanas. Abandonaban la partida a eso de las dos de la tarde, cuando desde el balcón yo avisaba con un «Ya viene» de la llegada de mi padre. Entonces poníamos la mesa del comedor a todo correr para que él no se diera cuenta de que en su ausencia se había organizado una timba.

—¿Y por la tarde seguían jugando? —preguntaba divertida la Rigalt.

—¡Uy! En cuanto mi padre volvía a irse a trabajar. El pobre Roger regresó a Francia sin un duro porque mi madre decía que en su casa no se jugaba con garbanzos.

Y Carmen se partía de la risa.

—En mi casa siempre nos ha gustado mucho trajinar —seguía yo—. Para sacarse unos extras, mi madre se hizo distribuidora de Friné, unas cremas tipo Avon, y con ocho años ya me obligaba a llevarle el catálogo a la señorita Montserrat, que era mi profesora preferida. Yo se lo pasaba a escondidas porque me daba apuro que los demás compañeros me vieran, y ella me lo devolvía también a escondidas después de haber marcado con una cruz los productos que había elegido. Yo no sé si compraba porque le gustaban las cremas o por no hacerle un feo a mi madre. Ahora que lo pienso, qué vergüenza me da, Carmen, de verdad, qué vergüenza.

—¿Y dices que tu madre zurcía?

—Sí, aprendió de pequeña, creo que con doce años. Yo en Badalona era «el hijo de la zurcidora». Iba a las tintorerías a recoger las prendas que mi madre tenía que arreglar y, una vez arregladas, las devolvía. ¡Tú no sabes la de horas que mi madre ha echado zurciendo! Pienso en ella y la recuerdo sentada en una silla del comedor reparando rotos y quemaduras de cigarro a la luz de un flexo gris muy usado. Era muy buena, hacía verdaderas obras de arte, y cuando acababa algún trabajo complicado nos lo mostraba muy orgullosa, pero yo creo que no supimos valorar su esfuerzo. Dábamos por sentado que el que traía el dinero a casa era mi padre, pero gracias a las horas y horas que ella echaba con los zurcidos nosotros vivíamos un poco mejor. ¿Te puedes creer que acabo de darme cuenta ahora?

Estábamos tomando el sol en una tumbona del Incosol y cerré los ojos porque estaba a punto de emocionarme y no quería que Carmen me viera llorar. Aún no estaba preparado para bajar la guardia delante de ella de aquella manera. Recuerdo que, tostándome en la tumbona y con los ojos cerrados aún, pensé: «Es pronto, y todavía no he tenido la oportunidad de decírselo, pero cuando vuelva a Madrid la invito a cenar, me achispo un poco y se lo suelto, porque Carmen tiene que saber que gracias a ella me he reconciliado con mis orígenes. Jamás volveré a ocultar que soy de San Roque y que en cincuenta metros cuadrados vivíamos cinco».

¿Las once y media de la noche y se pone a sonar ahora el teléfono de la habitación del hotel? Vaya horas de llamar. Mi hijo pega un brinco desde la cama supletoria para cogerlo, pero yo me adelanto, lo tengo más cerca, en la mesilla.

—¿Quién es?

—Hola, buenas noches, soy Daniel. ¿Podría hablar con Jorge?

Qué voz más bonita tiene. Parece muy educado.

—¿El padre o el hijo? —pregunto yo muy espabilada. Sé que quiere hablar con el crío, claro, pero tengo ganas de seguir escuchándolo. Por el rabillo del ojo compruebo que no va a darme tiempo a jugar mucho, porque ya tengo a mi hijo acercándose rápido como una centella. Aquí está, delante de mí y dispuesto a quitarme el teléfono de un momento a otro. ¿Por qué sabrá que es para él y no para su padre?

—Bueno, supongo que el hijo… —me dice la voz al otro lado del teléfono.

Noto que lo dice sonriendo. Qué agradable el chico.

—¿De parte de quién?

—De Daniel, un amigo.

—Espera, ahora te lo paso.

¡Ay, que me está entrando la risa! Tengo que ponerme el auricular en las tetas para que no oiga mis carcajadas. Hago un poquito de tiempo, hasta que se me pasa el ataque, y entonces le digo a mi hijo con una voz muy fina:

—Jorgeeee, al teléfono. Es Daniel.

Mi hijo coge el teléfono y se encierra en el baño de la habitación. ¡Uy, si las miradas matasen! Voy a intentar escuchar qué dice. Pero no, por mucho que ponga la oreja, me resulta imposible. En fin, entonces voy a meterme en la cama, a ver si puedo dormirme. Ojalá tuviera la suerte del Jorge grande, que en cuanto se ha acostado se ha quedado roque, y con razón, porque hoy nos hemos pegado un buen tute: el crío nos ha llevado al Vaticano, al Coliseo, a una iglesia donde hay un Moisés que tiene la misma cara que Charlton Heston, pero la misma, la misma, ¿eh? Y a una plaza muy bonita que no me acuerdo muy bien cómo se llama, Narbona, creo que me ha dicho. Allí es donde me ha contado que la Rigalt le pregunta mucho por mí. Que dice que quiere conocerme, que le hago mucha gracia. Pues no sé, hombre, no creo que sea para reírse de mí, mi hijo no la dejaría.

Qué contento veo al Jorge. Yo lo echo mucho de menos; no quiero decírselo para que no tenga más cosas en la cabeza, pero me da una pena cuando me levanto y veo su habitación vacía… Con lo dejado que era y la rabia que me daba que tuviera la habitación siempre hecha un asco, la cama sin hacer… Le daba igual dormir con la cama deshecha y a mí se me llevaban los demonios.

—Jorge, arregla la habitación.

—Pero si yo ya me apaño tal y como está.

—Ya, pero yo no. Y si viene alguien, ¿qué?

—Pues que no la mire.

—¡Ea!, claro, así solucionas tú las cosas.

Por mucho que le llamara la atención, nunca hacía nada y al final me tenía que meter yo a adecentarla. Qué gusto cuando la veía recién fregada, el suelo húmedo oliendo a pino, los libros recogidos dentro de los muebles… Vamos, es que ni me molestaba tener que retirar cucarachas muertas; es más, las echaba de menos cuando no aparecían, nos resultaban tan familiares que acabamos bautizándolas con el nombre de «los visitantes». Porque, para mí, en el fondo era mucho mejor tener «visitantes» que ratas, que era lo que tenían los que vivían en los primeros. Estaban tan asolados que una vecina me contó que a su marido no le temblaba el pulso cada vez que descubría una rata: la cogía del rabo y la estampaba contra la pared para cargársela, y aquello me hizo recordar que, cuando llegamos a San Roque, nos encontramos nada más instalarnos con dos ratones en el piso y, para que las niñas no cogieran miedo, les dijimos que eran hámsteres. Madre mía, qué pasión les entró a las crías con los dichosos roedores que en realidad no eran más que vulgares ratones. Tuvimos que hacerlos desaparecer una noche cuando ellas estaban dormidas, y menudo disgusto se pillaron al día siguiente. Como eran unas crías, les contamos que había venido la madre a buscarlos para llevárselos al campo porque en un piso no estaban contentos, y ellas se lo creyeron y a los cinco minutos no se acordaban ni de que habían existido. Y es que a mí las ratas me dan un asco que
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qué, y a «los visitantes», en cambio, he llegado a tolerarlos, aunque hacen un ruido asqueroso cuando los pisas…

Qué solo está el piso ahora. Vivimos más cómodos pero un poco más tristes. Ahora echo de menos lo mal que lo pasaba cuando me entraban ganas de cagar y estaba el váter ocupado, que era lo más normal del mundo, porque viviendo cinco en una casa ya me dirás. Yo lo llevaba mejor, y se me confundían los retortijones con la risa que me daba tener que llamar a la puerta y decir: «¡Que me cago! ¡Sal, que me cago!», y como el piso es tan pequeño, nada más abrir la puerta del baño llegaba el olor al comedor y el Jorge se cabreaba y me decía: «Mari, abre la ventana, hija, abre la ventana», y yo le contestaba aguantándome las carcajadas: «¡Pero si ya está abierta!», y él se enfadaba más todavía.

A mis hijos tampoco les hacía mucha gracia aquello, y se llevaban las manos a la nariz y decían: «¡Qué peste, mama!», y entonces a mí me entraba todavía más la risa y ellos acababan riéndose también, todos menos el Jorge grande. Pero, claro, cuando él iba al váter y se llenaba la casa de sus olores, salía sonriendo y éramos nosotros los que le decíamos: «Echa ambientador, anda, por favor…», y él bien que echaba, aunque mientras lo hacía siempre soltaba la misma cantinela: «¡Pero si no huele, Mari, no huele nada!». Ay, mi Jorge grande, que más que grande se me está haciendo mayor.

Lo está cansando mucho el viaje, lo noto, y quiere dormir a todas horas. Y el crío que sigue hablando con el tal Daniel; no sé yo, a ver si me cuenta algo. Madre mía, mira que si nos ha traído a Roma para decirnos que es su… ¡Ay, que me está entrando la risa otra vez y al Jorge grande le da un síncope como se entere! Aunque algo se huele, porque desde hace tiempo ya no le pregunta si tiene novia.

Ahora que caigo, ¿no le habrá contado el crío a la Rigalt lo del váter?, ¡que este es capaz! Mira qué orgullosa estoy de él, como para no estarlo. Gracias a mi hijo estamos aquí, si no de qué, ¿quién iba a decirme a mí que acabaría visitando Roma a mis años? Me lo dicen y no me lo creo. Bueno, tampoco es que de pequeña tuviera yo mucha idea de dónde estaba Roma; dejé el colegio nada más cumplir los ocho, ya ves tú. El colegio y Valdepeñas; mira que tengo ganas de volver a Valdepeñas, y el Jorge que no me lleva, pero lo que daría yo por ir otra vez a la casa que teníamos en la calle del Sol número 10. Qué grande era. Lástima que mi padre se pusiera malo del corazón y no pudiese seguir trabajando la tierra; tuvieron que malvenderlo todo, y mis padres, mis dos hermanas y yo emigramos a Barcelona. Todos. Y madre mía, cómo era el sitio adonde fuimos a parar, una barraca en la Barceloneta que compartíamos con unos vecinos de Valdepeñas.

En el suelo dormíamos. Nos pusieron a trabajar a las tres hermanas en un puesto que vendía ropa de pescadores, y ya me ves tú a mí a los nueve años dándoles con un plumero a los pantalones desde la mañana hasta la noche para que no cogieran polvo. Rosa, se llamaba la dueña; qué buena era. Cuando acabábamos de trabajar nos daba de merendar leche con nata, y qué mal lo pasaba yo, qué asco, por Dios; tanto me repugnaba que a pesar del hambre que tenía aprovechaba cuando no me veía para tirarla debajo de la mesa. Como ese capuchino de hoy, quita, quita, voy a tomarme yo eso con tanta leche como parece que tiene…

¿Y la que se lió un día cuando la señora Rosa me mandó a Sant Boi a entregar unos pantalones? «Tú móntate en el tren y al bajar pregunta por la calle», me dijo, fíjate tú, yo, con nueve años, y me dieron las diez de la noche para llegar de regreso a la estación de Barcelona, y allí estaba mi hermana mayor dando vueltas por los andenes como una loca, vete a saber qué jaleo me habría hecho yo con los trenes. De lo que sí me acuerdo es de que en Sant Boi, cuando entregué los pantalones, me dieron de comer. Y después me mandaron más veces, pero ya no me confundía con los trenes y no tardaba tanto, aunque sí me quedaba a comer, eso siempre.

Luego ya con el tiempo mis padres, mis hermanas y yo dejamos la barraca y los cinco nos metimos en una habitación en el barrio de La Salud, en Badalona. Qué asquerosa era la dueña, una señora mayor con una mala baba que
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qué. «Cuidado con gastar agua, cuidado con gastar mucha agua», repetía una y otra vez, y nosotros lavándonos los cinco en un barreño, casi a escondidas, para que no nos riñera. ¡Cómo nos gustó dejar aquella habitación y meternos en el piso que compraron mis padres! A ese mismo es al que nos fuimos el Jorge y yo cuando me quedé embarazada de la Ana. Y mira, tan mal no nos ha ido. Ahora mi hijo nos trae a Roma y no hace más que decirme que si me compra unos zapatos, que si me regala un bolso, que me pruebe esa blusa… ¡Pero si a mí lo que de verdad me gustaría es que no hubiera crecido y tenerlo siempre conmigo! Aunque, oye, a lo mejor a un bolso bien bonito no le digo yo que no, vete tú a saber cuándo vuelvo yo a Roma otra vez.

Nada más salir del baño mi madre me preguntó en voz baja:

—¿Quién era?

Y yo le respondí con la voz igual de bajita:

—¿Todavía estás despierta? No es nadie, sólo un amigo. ¡Venga, a dormir, que mañana nos espera una buena caminata!

Iba a meterme en la cama, pero antes me acerqué a mi madre y me puse a darle besos en el cuello, y ella se moría de la risa, porque no soportaba el roce de la barba.

—Para, que va a despertarse tu padre.

—¡Qué va a despertarse! Pero ¿no te das cuenta de cómo duerme? ¿En Badalona también duerme tanto?

—Los últimos días sí, hijo. Serán los años… Bueno, a dormir. Que descanses.

Me gustó que me llamara Daniel. Y también que fuese a verme a Marbella. La verdad era que estaba teniendo una paciencia conmigo… No lo llamé al día siguiente de conocerlo, me daba miedo. No estaba acostumbrado a repetir con un amante, y me inquietaba establecer lazos emocionales con la gente con la que me acostaba. Martirizaba a Pablo y a Luis suplicándoles que me ayudaran a encontrar un novio y, en cuanto alguien demostraba un poquito de interés por mí, yo desaparecía. Era incapaz de mantener relaciones no ya sexuales, sino mínimamente sentimentales, si no había noche y alcohol de por medio.

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