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Authors: Georges Perec

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La vida instrucciones de uso (47 page)

BOOK: La vida instrucciones de uso
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Wehsal conocía a la perfección los esquemas experimentales de aquella metamorfosis, cuyo proceso teórico había descrito; pero ignoraba casi todo lo relativo a la tecnología de ciertas etapas cruciales, sobre todo las que hacían referencia a la dosificación y al tiempo de acción de los catalizadores, así como a la eliminación de los depósitos sulfurosos y a las precauciones de almacenamiento.

Intentó ponerse en contacto con sus antiguos colegas, diseminados ahora por toda América del Norte. Evitando los clubs de amigos de la choucroute, las Peñas sudetes, los Hijos de Aachen y demás grupos en los que se disimulaban las organizaciones de viejos nazis, que sabía que estaban siempre infestadas de confidentes de la policía, pero aprovechando sus períodos de asueto y las discusiones de pasillo en congresos y conferencias, logró dar con 72 de ellos. Muchos ya no eran de su ramo: el profesor Thaddeus, especialista en tormentas magnéticas, y Davidoff, el especialista de las fragmentaciones, no tuvieron nada que decirle; y aún menos el doctor Kolliker, aquel ingeniero atomista que había perdido brazos y piernas en el bombardeo de su laboratorio, pero que se consideraba el cerebro más avanzado de su tiempo, a pesar de ser también sordo y mudo; estaba constantemente rodeado por cuatro guardaespaldas y asistido por un ingeniero especializado, que se había sometido a un entrenamiento intensivo con el solo objeto de aprender a leer en sus labios las ecuaciones que luego escribía en una pizarra. Kolliker había realizado el prototipo de un misil balístico estratégico, predecesor de los clásicos cohetes Atlas de Berman. Otros muchos, por iniciativa de los americanos, habían cambiado totalmente de disciplina, y se habían americanizado hasta el extremo de no querer saber ya nada con todo lo que habían hecho por el Vaterland o incluso de negarse a hablar de ello. Algunos hasta llegaron a denunciarle al F.B.I., determinación perfectamente inútil, ya que el F.B.I. no había dejado de ejercer su vigilancia un solo momento sobre todos aquellos emigrados recientes, y dos de sus agentes seguían de hecho todos los desplazamientos de Wehsal, preguntándose qué demonios podía andar buscando; acabaron por convocarlo, lo interrogaron y, cuando les confesó que intentaba encontrar el secreto de la transformación del lignito en gasolina, lo dejaron libre, no viendo ni remotamente qué podía haber de fundamentalmente antiamericano en su intento.

Con el tiempo logró alcanzar su objetivo. Echó mano, en Washington, a un lote de archivos que el gobierno federal había hecho analizar, hallándolos desprovistos de interés: en ellos encontró la descripción de los contenedores que servían para el transporte y el almacenamiento del petróleo sintético. Y entre aquellos setenta y dos ex compatriotas hubo tres que le facilitaron las soluciones que andaba buscando.

Quería regresar a Europa. Se puso en relación con la BIDREM y, a cambio de una plaza de ingeniero-asesor, le prometió a Cyrille Altamont revelarle todos los secretos referentes a la hidrogenización del carbono y la producción industrial de carburante sintético. Y, a modo de prima, agregó descubriendo sus dientes picados, le enseñaría un método que permitía obtener azúcar a base de serrín. Como pruebas le entregó unas cuartillas mecanografiadas cubiertas de fórmulas y cifras: eran las ecuaciones generales de la transformación y, único secreto revelado realmente, el nombre, la naturaleza, la dosificación y el tiempo de uso de los óxidos minerales que servían de catalizadores.

Los vertiginosos saltos que la guerra había hecho dar a la ciencia y los secretos de la superioridad militar de Alemania no interesaban en exceso a Cyrille Altamont, que colocaba este tipo de cosas en el mismo plano que las historias de tesoros ocultos de las S.S. y otras serpientes de verano de la prensa sensacionalista, pero fue lo bastante concienzudo para mandar estudiar los métodos que Wehsal le ofrecía. La mayor parte de sus asesores científicos se burlaron de aquellas técnicas farragosas, inelegantes y anticuadas: desde luego, podían haber hecho volar cohetes con vodka, del mismo modo que se había hecho andar coches con gasógenos que funcionaban con carbón; se podía fabricar gasolina con lignito o con turba y hasta con hojas secas, trapos viejos o mondaduras de patatas: pero resultaba tan caro y suponía unos dispositivos tan voluminosos que valía mil veces más seguir usando el buen viejo oro negro. En cuanto a la fabricación de azúcar a base de serrín, no ofrecía ningún interés, tanto más cuanto que todos los expertos estaban de acuerdo en considerar que, a medio plazo, el serrín de madera acabaría siendo un artículo mucho más precioso que el azúcar.

Altamont tiró los documentos de Wehsal a la papelera y durante varios años contó aquella anécdota como un ejemplo de la necedad científica.

Hace dos años, al salir de la primera gran crisis del petróleo, la BIDREM decidió financiar la investigación sobre energías sintéticas «partiendo de grafitos, antracitas, hullas, lignitos, turbas, asfaltos, resinas y sales orgánicas»: desde entonces lleva invertido cien veces lo que, de haberlo contratado, le habría costado Wehsal. Altamont intentó varias veces ponerse en contacto con él; acabó enterándose de que lo habían detenido en noviembre de 1973, a los pocos días de celebrarse en Kuwait la reunión de la OPEP en que se decidió reducir, en una cuarta parte por lo menos, las entregas de crudos a los países consumidores. Acusado de intentar revelar secretos «de importancia estratégica» a una potencia extranjera —concretamente a Rodesia—, Wehsal se había ahorcado en su celda.

Capítulo LXIII
La entrada de servicio

Un largo pasillo recorrido por tuberías, de suelo embaldosado, paredes parcialmente cubiertas con un viejo papel plastificado que representa vagamente grupos de palmeras. Unos globos de vidrio lechoso, puestos en ambas extremidades, lo iluminan con luz fría.

Entran cinco repartidores, que les traen a los Altamont diversas vituallas para su fiesta. Delante va el más bajito, sucumbiendo bajo el peso de un ave mayor que él; el segundo, con infinitas precauciones, lleva una gran bandeja de cobre martillado cargada de dulces orientales —baklava, cuernos de gacelas, pasteles de miel y de dátiles— presentados como un pastel de boda y rodeados de flores artificiales; el tercero lleva en cada mano tres botellas de Wachenheimer Oberstnest con indicación de la añada; el cuarto lleva sobre la cabeza una placa metálica cubierta de pastelitos de carne, entremeses calientes y canapés; por último, el quinto cierra la marcha cargando en el hombro derecho una caja de botellas de whisky en la que está estarcido:

En primer término, tapando parcialmente al último repartidor, una señora sale de la casa: una mujer de unos cincuenta años, vestida con un impermeable de cuyo cinturón cuelga una limosnera, una bolsa de piel verde atada con cordoncillo de cuero negro, la cabeza cubierta con un pañuelo de algodón estampado cuyos motivos recuerdan los móviles de Calder. Lleva en brazos una gata gris y, entre los dedos índice y medio de la mano izquierda, una postal que representa Loudun, la ciudad del oeste en la que una tal Marie Besnard fue acusada de envenenar a toda su familia.

Esta señora no vive en la casa sino en la de al lado. Su gata, que atiende por el dulce nombre de lady Piccolo, se pasa horas enteras en estas escaleras, soñando acaso con encontrar en ellas a un gato. Sueño ilusorio, ¡ay!, pues todos los gatos machos de la finca —Pip, de la señora Moreau, Pulgarcito, de los Marquiseaux, y Poker Dice, de Gilbert Berger— son gatos capados.

Capítulo LXIV
El cuarto de la calefacción, 2

En un cuartito de paredes cubiertas de contadores, manómetros y tuberías de todo calibre, contiguo al cuarto donde está instalada la caldera propiamente dicha, un obrero agachado examina un plano en papel de calco extendido en el suelo de cemento. Lleva guantes de piel y una cazadora y parece bastante furioso, seguramente porque, obligado a respetar las cláusulas de un contrato de mantenimiento, ve que este año la limpieza de la caldera le costará más trabajo del que había calculado, con lo que disminuirá proporcionalmente su beneficio.

En este cuchitril fue donde Olivier Gratiolet instaló durante la guerra su aparato de radio y la máquina de alcohol con la que imprimía el boletín de enlace diario.

Entonces era un cuarto trastero que pertenecía a François. Olivier sabía que tendría que pasar en él largas horas y lo acondicionó para ello, calafateando cuidadosamente todos los resquicios con viejos felpudos, trapos y trozos de corcho que le dio Gaspard Winckler. Se alumbraba con una vela, se protegía del frío cubriéndose con el abrigo de pieles de conejo de Marthe y un pasamontañas de borla, y para alimentarse había bajado del piso de Hélène Brodin una pequeña fresquera de tela metálica en la que podía conservar unos cuantos días una botella de agua, un poco de salchichón, queso de cabra que su abuelo había logrado enviarle de Oléron y algunas de esas manzanas de sidra, todas arrugadas, de saborcillo agrio, que eran casi la única fruta que se podía adquirir sin demasiada dificultad en aquellos tiempos.

Se acomodaba en un antiguo sillón de estilo Luis XV, de respaldo oval, que ya no tenía ningún brazo y sólo dos patas y media, y al que hacía aguantarse gracias a todo un sistema de calces. Su tapicería violeta totalmente ajada representaba una especie de Natividad: se veía a la Santísima Virgen sosteniendo en el regazo a un recién nacido de cabeza exageradamente grande y, haciendo a un tiempo de donantes y de Reyes Magos —a falta del asno y el buey—, a un obispo acompañado de sus dos acólitos, todo ello en un inesperado paisaje de acantilados que se abrían formando un puerto bien protegido con palacios de mármol y tejados rosáceos difuminados por una leve neblina.

Para ocupar las largas horas de espera durante las que permanecía muda la radio, leía una voluminosa novela que había encontrado en una caja. Faltaban páginas enteras y hacía esfuerzos por relacionar entre sí los episodios de que disponía. Se hablaba, entre otros personajes, de un chino feroz, de una animosa muchacha de ojos pardos, de un individuo alto y tranquilo, cuyos puños se ponían blancos en los nudillos cuando alguno lo disgustaba de veras, y de un tal Davis que pretendía venir de Natal, en África del Sur, cuando no había puesto nunca allí los pies.

O registraba en los montones de oropeles que se hacinaban en unos baúles de mimbre rotos. Encontró un viejo cuadernillo que databa de mil novecientos veintiséis lleno de antiguos números de teléfono, un corsé de ballenas, una acuarela descolorida que representaba los patinadores del Neva, algunos tomitos de Clásicos Hachette que le traían el recuerdo penoso de:

Roma ya no está en Roma, sino donde yo estoy

o bien

Sí, soy Agamenón, tu rey, que te despierta

o el famoso

Toma esta silla, Cinna, y siéntate en el suelo

y si has de decir algo, empieza por callar

y otros rollos de Mitrídates o de Británico que había que aprender de memoria y recitar de un tirón sin enterarse de nada. También encontró unos juguetes viejos que eran sin la menor duda aquellos con que había jugado François: una peonza de muelle y un negrito de plomo pintado con un agujero para la llave en el costado; consistía en dos perfiles más o menos fundidos, por lo que carecía por así decir de grosor, y su carretilla estaba ahora toda chafada y rota.

En otro juguete escondía su aparato de radio: una caja cuya parte superior ligeramente oblicua tenía antes unos agujeros numerados —sólo el número 3 se distinguía aún—, por los que se intentaba meter un tejo, y que se llamaba un tonel o una rana, pues el agujero más difícil de acertar representaba una rana con la boca inmensamente abierta. En cuanto a la multicopista de alcohol —uno de aquellos modelos pequeños que usaban los dueños de los restaurantes para imprimir los menús—, se escondía en el fondo de un baúl. A raíz de la detención de Paul Hébert, los alemanes, conducidos por el alcalde de barrio Berloux, hicieron un registro en los sótanos, pero apenas echaron un vistazo al de Olivier: era el más polvoriento, el más atiborrado de todos, aquel en el que resultaba más difícil pensar que pudiera esconderse un «terrorista».

Cuando la Liberación de París, Olivier se habría batido gustoso en las barricadas, pero no le dieron ocasión de hacerlo. La ametralladora que había tenido guardaba debajo de su cama se instaló en las primeras horas de la insurrección de la capital en el tejado de un edificio de la plaza Clichy y se confió a una batería de tiradores expertos. A él le mandaron que se quedara en su sótano para recibir las instrucciones que afluían de Londres y de casi todas partes. Se pasó más de treinta y seis horas seguidas sin dormir ni comer y sin tener a mano más bebida que un repugnante sucedáneo de zumo de albaricoque, llenando blocs y más blocs de enigmáticos mensajes del tipo de: «la rectoral no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor», «el archidiácono se ha vuelto un as en el arte del billar japonés» o «todo va bien, señora marquesa», que iban a recoger cada cinco minutos cohortes de correos con casco. Cuando subió al aire libre, a la noche siguiente, repicaban el bordón y todas las campanas de Notre-Dame para celebrar la llegada de las tropas de la Liberación.

F
IN

DE LA TERCERA PARTE

Cuarta parte
Capítulo LXV
Moreau, 3

A principios de los años cincuenta vivió en el piso que compró más tarde la señora Moreau una americana enigmática, a la que su belleza, el color rubio de su pelo y el misterio que la rodeaba habían valido el sobrenombre de Lorelei. Decía llamarse Joy Slowburn y vivía aparentemente sola en aquel inmenso lugar bajo la sigilosa protección de un chófer guardaespaldas que respondía al nombre de Carlos, un filipino bajo y robusto, siempre vestido irreprochablemente de blanco. A veces se lo veía en comercios de lujo comprando fruta en dulce, bombones o caramelos. A ella no se la veía nunca por la calle. Sus persianas estaban siempre cerradas y su puerta sólo se abría a reposteros que servían comidas enteramente preparadas o a floristas que, todas las mañanas, traían montones de lirios, aros y nardos.

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