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Authors: José Luis Sampedro

La vieja sirena (4 page)

BOOK: La vieja sirena
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Abajo todo es movimiento. En el sotanillo bajo la terraza otras esclavas preparan refrescos y viandas, que luego sacarán al patio para subirlos hasta los señores por una escalerilla exterior. En ese patio está el brocal para sacar del aljibe agua siempre fresca y allí instalan a Irenia para esa tarea. No puede ver la terraza, solamente el toldo verde y púrpura, pero oye las cantarinas cuerdas del arpa, que la ejecutante está templando por si es requerida durante el almuerzo. Al fin se oye a los señores salir a la terraza. Una sierva baja desde allí y acude al pozo para obtener agua fresca, pues las bebidas se entibian pronto. Otras van y vienen; los cruces en la escalera son incesantes, y de vez en cuando Tenuset se asoma a la puerta del sotanillo o aparece arriba Nufria, la camarista principal de la señora, dando una orden. Las que acuden al pozo cotillean brevemente con Irenia los detalles de la reunión: el joven matrimonio sentado ante su pequeña mesita al estilo egipcio mientras Ahram, instalado sobre tapiz y almohadones al estilo de Asia, contempla el mar.

Arriba, la señora, vestida de transparente lino, entrega a su padre con aire misterioso una pequeña caja de cedro, anunciándole una sorpresa. Ahram levanta la tapa y admira, efectivamente sorprendido, unos sedosos vellones del más extraordinario color: ni naranja, ni rojo, ni dorado, sino algo de todo ello en cambiantes variaciones según el toque de la luz. Pero no le parece seda y mira intrigado a su hija.

—Pelo, padre. De mujer… No, no está teñido.

«¿De mujer? ¿Quién poseerá esta cabellera?» se pregunta Ahram sin delatar su asombro, mientras su hija prosigue:

—Me haré una peluca. ¡Será la admiración de toda Alejandría…! Es de una esclava que ha encontrado Amoptis. Pienso estrenarla en la ceremonia de vestir a Malki… ¿Te la llevarás mañana, padre? Krito podrá encargarla al peluquero; a Lisinio, por supuesto. Krito siempre acierta con lo que se va a llevar en la temporada. Mi Nefer, además, no tiene tiempo cuando va a la ciudad. ¡Trabaja tanto para el Consejo!

Mientras Neferhotep expresa su sentimiento por no resultar más útil, Ahram piensa que su yerno nunca tiene tiempo para hacer lo que no le interesa.

—Sí, ya va siendo hora de registrar al niño en la Casa de la Vida. Está muy crecido.

—Nefer lo ha gestionado ya en Canope. Le llevaremos pronto.

—¿Quién es la chiquilla que juega con él?

—La hija de Amoptis. Nos la ha propuesto para niñera.

—¿Te puedes fiar? La encuentro aún pequeña.

—Yo estaré atenta mientras ella le entretiene. Es muy lista. ¡Si la vieras! Tiene ojos de monito, siempre mirando a todas partes. Me descansa mucho.

—Pero hay que ir educando a Malki. Es caprichoso y poco obediente.

—¡Ya habrá tiempo, padre! ¡Está tan gracioso!

Ahram calla: la discusión de siempre. Mimó demasiado a su hija, pronto huérfana de madre, y siempre elige ella la cómoda táctica de dejar correr las cosas. Sinuit mientras tanto alaba el garu, o salsa de pescado de Cartago Nova, que envió el padre días pasados con Bashir, y pregunta por las novedades llegadas al emporio del puerto, donde se puede comprar cualquier producto de todo el mundo. «¡Ay! —exclama—, estoy deseando que empiece la inundación y nos marchemos a la Gran Casa, en Alejandría. Tengo que ponerme al día en todo. Estoy hecha una provinciana.»

Entra Narbises, contable mayor de Ahram, llegado con él a bordo del velero. Tras una reverencia instala su obesidad entre almohadones, cerca de Ahram, y extrae de su bolsa los papiros de cuentas que ha estado compulsando con Amoptis a lo largo de la mañana. Neferhotep se une a ellos y analizan los resultados de la cosecha, este año bastante buena y excepcionalmente rentable porque el nuevo jefe de los escribas fiscales ha aceptado regalos y ha sido comprensivo al fijar los impuestos. Narbises, no obstante, hace algunas sugerencias para mejorar la explotación y luego pasan los tres a comentar los acontecimientos en el Consejo Municipal de Alejandría, donde se enfrentan como siempre los intereses de los grupos principales: judíos contra griegos luchando por el dinero; romanos contra el clero egipcio, por el poder.

Llega corriendo Malki con su graciosa trencita colgando al lado derecho de su mejilla, como un principito faraónico, y corta la conversación mostrando orgulloso a su abuelo el amuleto pendiente de su cinturón: un udjat, un ojo de Horus; «muy poderoso contra las mordeduras; hay alacranes por aquí», comenta la madre. Con la misma rapidez vuelve a su juego y entonces Neferhotep ofrece al suegro vino de Imit y beben ambos, previa una libación a Renutet, la diosa cobra protectora de las cosechas. El matrimonio empieza a saborear las golosinas de su mesita mientras Ahram mordisquea unos pistachos. La señora se lamenta:

—¿No puedes quedarte un día más, padre?

—He de regresar mañana mismo. Como sabes, Bashir trajo hoy un mensaje urgente enviado desde el sur con una de mis palomas y descifrado por Soferis.

—¿Algo desagradable? —inquiere cortésmente Neterhotep.

—Ahora lo es para mí, pero yo haré que lo sea para los causantes. Nadie atajará mis proyectos en el mar Oriental.

Sinuit se lamenta, comprensiva. También ella tiene sus problemas. Ayer fue un mal día. Se lo pasó sin salir de su cuarto porque era una fecha nefasta. Pero no ocurrió nada, gracias a la diosa del santuario.

Tampoco ahora pasa nada. En la terraza empiezan a servir el almuerzo y la señora desea música. La arpista, una mujer de cara redonda y voluminosos pechos, silenciosa hasta entonces en su rincón, modula unos arpegios y comienza una tonada menfita de moda, más lánguida que las tebanas. Terminado el almuerzo el matrimonio propone jugar al senet y una esclava les trae el tablero de las treinta casillas, mientras otra renueva las bebidas.

Abajo, junto al aljibe, Irenia empieza a disfrutar un descanso a la sombra, gozando del aire húmedo que sale por el brocal. El niño aparece en el patio y se acerca al estanque, tendiendo la manita hacia los peces rojos. Como no hay peligro, la tierna silueta añade encanto a la paz calmosa de la tarde. Pero, ¿dónde está Yazila?, se empieza a preguntar la esclava cuando, súbitamente, la situación da un vuelco. La amenaza desgarra el sosiego al irrumpir salvajemente un enorme perro. Es Tijón, mastín traído hace poco por Ahram para soltarlo de noche en el jardín; uno de esos feroces canes llamados «perros navegantes» porque se adaptan a la vida a bordo. De algún modo ha logrado romper su cadena o arrancarla y corre tras un gato, ladrando horriblemente.

El niño chilla asustado mientras el felino se pone a salvo trepando a un sicomoro.

El perro, defraudado, se vuelve hacia Malki mostrando los colmillos. La esclava no piensa, corre con el niño a un rincón del muro y lo cubre con su propio cuerpo frente al mastín enfurecido Se siente indefensa, de nuevo en el circo, frente a esa fiera que va a destrozarla, pero Malki es la hijita que no pudo salvar. Ahora tiembla ante los colmillos amenazantes y los ojos asesinos, mientras se mantiene firme, resuelta, clavando su mirada en la del perro.

Otro grito, como un latigazo, clava en su sitio al animal. Ahram, alarmado por el chillido y los feroces ladridos ha aparecido en lo alto de la escalerilla.

—¡Quieto Tijón! ¡Quieto!

La voz de Ahram restaura el orden. Sus pasos se precipitan escaleras abajo y su mano aferra el trozo de cadena arrastrada por el perro, entregándolo a un siervo salido del sotanillo. Se acerca a Irenia, que baja los ojos al suelo mientras escucha:

—¿Ha mordido al niño?

—No, señor. Sólo está asustado.

—¿Y tú no?

Ahora es cuando la esclava se rinde a su miedo sin poderlo evitar y es incapaz de hablar.

—¿Tú no? —repite el hombre. Más que impaciente, curioso—. Ya veo que sí. Pero le hiciste frente.

Sin alzar los ojos, la esclava siente la mirada viril posarse en sus pechos. Un calor ruboroso, que ella misma no se explica, sustituye al miedo. Luego lo atribuirá a la voz metálica y vibrante, tocada de emoción por el nieto, con que le habla el amo, mientras acaricia el pomo de su daga.

Entre tanto el niño se aferra ya a las piernas del abuelo, que le coge en brazos. La esclava mira al fin de frente: al chiquillo y al hombre. Descubre la intensidad de la mirada y el pliegue de los labios entre la barba, ahora curvados en una sonrisa reveladora de dientes blanquísimos. «Los colmillos del perro», piensa en un relámpago.

—Vaya, al fin me miras.

Hay una pausa. Ella ha vuelto a bajar los ojos y él concluye suavemente.

—Gracias, mujer.

«¿Por qué se me saltan las lágrimas?», se pregunta irritada la esclava, procurando disimularlas. No sabe si lo ha logrado, pero en cambio siente los dedos del hombre rozar su sien, donde el velo anudado a su cabeza no llega a tapar el color de su renaciente pelo. Los dedos se detienen un instante, pero Ahram no lo comenta. Algo nuevo se alumbra en sus ojos.

—Ven. Sube —ordena.

Irenia sigue al hombre escaleras arriba, avergonzada por su tosco faldellín de fregona. ¡Cuánto daría por alguno de los vestidos que llevó en Bizancio o en el harem, ahora que contempla el lujo de la terraza! Los tapices, los almohadones, las mesitas y los taburetes de cedro, los servicios de plata y de cristal fenicio, los hisopos con agua perfumada y la túnica finísima de la señora, que se precipita a coger al niño con extremados besuqueos. Suenan pasos rápidos en la escalera y los sollozos de Yazila, que sube asustada. Ahram ruge al verla:

—¿Así cuidas de Malki…? ¡Nufria, llévate a esa estúpida! Mañana recibirá nueve azotes en el patio, delante de todos.

«¡Ahora, que voz tan peligrosa!», se estremece Irenia, mientras se llevan a una Yazila que implora perdón a gritos. Ahram pregunta a la esclava:

—¿Cómo te llamas?

—Irenia.

—No te va —murmura mirándola. Pero de golpe recuerda y su voz se hace risueña—. ¡Ah, conque eres tú! —la hija se asombra de que él tuviera noticia—. De Psyra, creo, pescadora.

—Así es, señor.

—Conozco la isla, frente a Quíos… Pero no pareces jonia.

—Ignoro dónde nací —responde turbada.

Ahram la mira con extrañeza, pero sigue sonriendo:

—De todos modos serás más responsable que esa cría. Desde mañana cuidarás tú al niño.

La hija protesta escandalizada:

—Apenas la conocemos, padre. Y me dijo Amoptis que había sido enviada al mercado desde la cárcel.

—Para suerte de todos. Y yo también he pasado por la cárcel, ya lo sabes.

—Pero es que ella estaba por ser de una de esas sectas. ¡Es una terrorista! ¡Quién sabe lo que habrá hecho!

—Ya he visto lo que ha hecho… y sé lo que me ha contado Bashir —añade para asombro de la esclava, que ahora comprende tantas cosas y, a su vez, quiere explicarse:

—Me cogieron con cristianos, es cierto, pero yo no lo soy.

—Te creo. Has sido valerosa y ellos son blandos.

—Ellos saben morir, señor —replica con orgullo, recordando a sus amigos. Ahram no se enfada, para sorpresa de los presentes.

—Morir es fácil; matar es lo importante… ¿Matarías tú? ¿Ni siquiera para salvar a un niño?

Ella recuerda a su hija y baja la cabeza, asintiendo.

—Toma, por tu valor —concluye Ahram sacando de la faja una bolsa y tendiéndola a la esclava que, en vez de tomarla, implora arriesgándose:

—¿Puedo pedir otra cosa, señor? —y continúa, pese al ceño fruncido de Ahram y al general silencio reprobatorio—. ¡Sé clemente y perdona a la muchacha! Es todavía una niña. Me ayudará a cuidar al pequeño.

Ahram vacila un instante, asombrado como todos.

—Sea. Pero tú me respondes de Malki. ¡Con tu vida! Tú puedes hacerle hombre.

La despide con un gesto poniendo en su mano la bolsa que ella acepta inclinándose. Saluda también a la señora, a la que nota satisfecha por su petición en favor de Yazila, y se retira.

No nací en Psyra, ni sé dónde, ni nadie podrá saberlo nunca, imposible, lo primero que vieron mis ojos no fue cuna ni madre, sino aquellas tres figuras contemplándome, desnuda sobre la arena, ésa es toda mi memoria, así entré en el mundo, luego sabría que eran mujeres y que hablaban entre sí, pero al principio sólo un canturreo con altibajos, un caqueteo saliendo de las tres bocas, después fui capaz de imaginar sus comentarios:

(«¡Mirad, abre los ojos! ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? Parece muda. No comprende. Una bárbara. Persa. No, del norte. Mirad su cabellera: es de los godos. Y de buena cuna, ved su piel delicada. Y sus manos sin roces. ¿Naufragio? ¡Tontería!, ¡con las calmas de esta semana! Abandonada desde un bote, una venganza, hija de rey, se cuentan historias. ¡Imposible, anoche mi marido pescó hasta el alba, hubiera visto algo! Entonces… ¿Por qué se toca las piernas?»)

Sí, me las tocaba porque descubría mi cuerpo, sobre todo mis piernas, tenía la vaga idea de haberlas usado antes, pero mi mente un vacío, sólo había eso: sentirme todo el cuerpo, la suavidad del muslo en mis dedos resbalando sobre él, cosquilleo de mis rizos en el pubis, ¡qué susto sorpresa cuando allí noté algo y derramó mi entrepierna un chorrito ambarino que la arena se tragó! Temí derretirme y la sangre se retiró de mi cara, las tres figuras rieron palmoteando, creyeron que me había dado vergüenza, ¡me lo contaron luego tantas veces! Y como se acercaban hombres una de ellas se quitó el manto para taparme, fue la que luego llamé Madre, la primera que tuve y verdadera, mucho antes que Porfiria, pero tampoco ella pudo decirme dónde nací, ¿cómo iba a saberlo?, aunque en nuestros cuatro años juntas siempre le preocupó mi origen, quiso desentrañarlo, adivinarlo por mis primeros gestos, aquel mi primer día me cubrió con su manto y me llevó consigo.

Yo toda sensaciones, ¿por qué recuerdo ahora?, ¿quiero saber también lo que hubo antes? Sólo sensaciones, no todas agradables, áspera sequedad en la boca, necesidad de aliviarla, me levanté y sin saber por qué acudí a la orilla, donde rompían las olas, mojé mi mano y la llevé a la boca, sentí desabrimiento y miré al grupo desconcertada, la más joven se alejó y volvió pronto, con una concha llena de algo cuyo nombre repetía al ofrecérmela, «¡agua, agua!», la primera palabra que aprendí a decir, me llevé el cuenco a la boca, ¡qué líquido placer llenándome las fauces!, ¡qué activa mi garganta al tragar! Bajaba el agua a mis adentros revelándomelos, ahora bebo sin darme cuenta, pero entonces era un milagro, ofrecí a la muchacha la mueca de mi sonrisa imitando la suya, agradecí a mi boca reseca el haberme llevado a tanto placer.

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