—Nunca hemos dicho lo contrario —dijo Miro.
Ouanda respiró un poco más rápidamente.
—Dijiste que no vendría.
—Eso es cierto. No puede. Tiene que obedecer la ley como todo el mundo. Si intentara traspasar la verja sin permiso…
—Eso es mentira.
Miro guardó silencio.
—Es la ley —dijo Ouanda suavemente.
—La ley ha sido burlada antes —dijo Humano —. Podríais traerle aquí, pero no lo hacéis. Todo depende de que le traigáis aquí. Raíz dice que la reina colmena no puede darnos sus dones hasta que él venga.
Miro contuvo su impaciencia. ¡La reina colmena! ¿No le había dicho a los cerdis una docena de veces que todos los insectores estaban muertos? Y ahora la reina colmena muerta le estaba hablando igual que Raíz. Sería mucho más fácil tratar con los cerdis si dejaran de seguir órdenes de los muertos.
—Es la ley —repitió Ouanda —. Si le pidiéramos que viniera, podría denunciarnos y nos deportarían y no volveríamos a veros nunca.
—No os denunciará. Quiere venir.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo dice Raíz.
Había veces en que Miro quería derribar el árbol tótem que se alzaba donde habían sacrificado a Raíz. Tal vez así se olvidarían de aquello. Pero claro, posiblemente, llamarían Raíz a cualquier otro árbol y continuarían con lo mismo. Nunca admitas que dudas de su religión, ésa era la regla básica; incluso los xenólogos de otros mundos, incluso los antropólogos lo sabían.
—Pregúntale —dijo Humano.
—¿A Raíz? —preguntó Ouanda.
—Él no hablaría contigo —respondió Humano. ¿Desdeñosamente? —. Pregúntale al Portavoz si vendrá o no.
Miro esperó a que Ouanda respondiera. Ella sabía cuál iba a ser exactamente su respuesta. ¿No lo habían discutido una docena de veces en los últimos dos días?
—Es un buen hombre —había dicho Miro.
—Es un fraude —respondió Ouanda.
—Fue bueno con los pequeños.
—Lo mismo hacen los que abusan de los niños.
—Creo en él.
—Entonces eres un idiota.
—Podemos confiar en él.
—Nos traicionara.
Y así había acabado la discusión.
Pero los cerdis cambiaban la cosa. Los cerdis añadían gran presión al bando de Miro. Normalmente, cuando los cerdis demandaban lo imposible, él les hacía entrar en razón. Pero esto no era imposible, no quería hacerles desistir, y por eso no dijo nada. «Presiónala, Humano, porque esta vez tienes razón y Ouanda debe ceder.»
Sintiéndose sola, sabiendo que Miro no la ayudaría, ella cedió un poco.
—Tal vez podríamos traerle al borde del bosque.
—Tráele aquí —dijo Humano.
—No podemos. Mira a tu alrededor. Lleváis ropas. Hacéis cuencos. Coméis pan.
Humano sonrió.
—Sí. Todo eso. Tráele aquí.
—No.
Miro se sobresaltó. Era algo que nunca habían hecho: negar claramente una petición. Siempre había un «pero», o un «ojalá pudiéramos». Pero la simple negación les decía que era uno mismo quien rehusaba.
La sonrisa de Humano se desvaneció.
—Pipo nos dijo que las mujeres no hablan. Pipo nos dijo que los hombres y las mujeres humanas deciden juntos. Así que no puedes decir que no a menos que él también diga que no.
Se volvió a Miro.
—¿Dices que no?
Miro no respondió. Sentía el codo de Ouanda junto a él.
—No dices nada. Di si o no.
Miro siguió sin responder.
Algunos de los cerdis se levantaron. Miro no sabia lo que hacían, pero el movimiento en sí, con el intransigente silencio de Miro como clave, parecía amenazador. Ouanda, que nunca cedía ante una amenaza, claudicó al ver que la amenaza concernía a Miro.
—Dice que sí —susurró.
—Dice que sí, pero por ti guarda silencio. Tú dices no, pero no guardas silencio por él —Humano escupió al suelo —. Tú no eres nada.
Humano de repente saltó hacia atrás, hizo una pirueta en el aire y cayó de pie, de espaldas a ellos, y se marchó. Inmediatamente los otros cerdis cobraron vida y siguieron a Humano, que les condujo al bosque.
Humano se detuvo bruscamente. Otro cerdi, en vez de seguirle, se había plantado ante él, bloqueándole el paso. Era Come-hojas. Miro no pudo oírles hablar, ni vio si movían la boca. Vio, sin embargo, que Come-hojas extendía la mano para tocar el vientre de Humano. La mano permaneció allí un momento, y luego Come-hojas se dio la vuelta y correteó hacia los matorrales como un chiquillo.
Después, todos los cerdis se marcharon.
—Fue una batalla —dijo Miro —. Humano y Come-hojas. Están en bandos opuestos.
—¿De qué? —preguntó Ouanda.
—Ojalá lo supiera. Pero lo imagino. Si traemos al Portavoz, Humano gana. Si no, gana Come-hojas.
—¿Gana qué? Porque si traemos al Portavoz, nos traicionará, y entonces perderemos todos.
—No nos traicionará.
—¿Qué falta le haría, si tú lo haces de esta forma?
Su voz era punzante, y él casi retrocedió ante el aguijón de sus palabras.
—¡Traicionarte yo! —susurró —. Eu náo. Jamais.
—Padre decía: «Estad unidos delante de los cerdis, nunca dejéis que os vean en desacuerdo» y tú…
—¡Yo! ¡No les dije que sí! ¡Eres la que dijo que no, eres la que tomó una posición con la que sabías que yo no coincidía en absoluto!
—Cuando no estamos de acuerdo, es tu trabajo…
Se detuvo. Acababa de darse cuenta de lo que decía. Pero aquello no evitó que Miro supiera lo que iba a decir. Su trabajo era hacer lo que ella decía hasta que cambiara de opinión. Como si fuera su aprendiz.
—Pensé que estábamos juntos en esto —dijo Miro, se giró y se internó en el bosque, de regreso a Milagro.
—¡Miro! —le llamó ella —. ¡Miro, no tenía intención de…!
Él esperó a que ella le alcanzara y entonces la cogió por el brazo y le susurró con fiereza.
—¡No grites! ¿O no te importa que los cerdis te oigan? ¿La maestra zenadora ha decidido que podemos dejarles ver todo ahora, incluso la reprimenda a su aprendiz?
—No soy la maestra, yo…
—Eso es cierto, no lo eres —se dio la vuelta y empezó a caminar de nuevo.
—Pero Libo era mi padre, y por tanto soy…
—Zenadora por derecho de sangre —dijo él —. Derecho de sangre, ¿no? ¿Y qué soy yo? ¿El hijo de un cretino borracho que golpeaba a su esposa? —la cogió por los brazos, atenazándola cruelmente —¿Es eso lo que quieres que sea? ¿Una copia de mi pazzinho?
—¡Suéltame!
—Tu aprendiz piensa que hoy te has comportado como una idiota —dijo Miro —. Tu aprendiz piensa que deberías haber confiado en su juicio sobre el Portavoz, y que deberías haber confirmado su afirmación de que los cerdis se toman este asunto muy en serio, porque te equivocaste estúpidamente en ambas cosas, y puede que eso le haya costado a Humano la vida.
Aquella acusación era lo que los dos temían, que Humano terminara como Raíz, como habían terminado otros a lo largo de los años, desmembrado, con una semilla plantada en su cadáver.
Miro sabía que no había sido justo al hablar así, sabía que ella tenía derecho a enfurecerse. No tenía por qué echarle las culpas cuando ninguno de los dos tenía posibilidad alguna de saber qué riesgo corría Humano hasta que fuera ya demasiado tarde.
Ouanda, sin embargo, no se enfureció. En cambio, se calmó notablemente, conteniendo la respiración y adoptando una expresión neutra en la cara. Miro siguió su ejemplo e hizo lo mismo.
—Lo que importa es que saquemos el mejor partido —dijo Ouanda —. Las ejecuciones siempre han tenido lugar de noche. Si tenemos alguna esperanza de salvar a Humano, tenemos que traer al Portavoz aquí, antes de que oscurezca.
Miro asintió.
—Sí. Y lo siento.
—Yo también lo siento.
—Ya que no sabemos lo que hacemos, no es culpa de nadie si las cosas salen mal.
—Sólo desearía poder creer que es posible hacer una buena elección.
Ela estaba sentada sobre una roca y tenía los pies metidos en el agua mientras esperaba al Portavoz de los Muertos. La verja estaba solamente a unos pocos metros de distancia, extendiéndose para evitar que la gente nadara por debajo. Como si alguien quisiera intentarlo. La mayoría de la gente de Milagro hacía como si la verja no existiera. Nunca se acercaban. Por eso le había pedido al Portavoz que se reuniera allí con ella. Incluso a pesar de que el día era cálido y el colegio había terminado, los niños no venían a nadar a Vila Ultima, donde la verja estaba cerca del río y el bosque cerca de la verja. Sólo los fabricantes de jabón, objetos de cerámica y ladrillos venían aquí, y se marchaban nuevamente cuando el trabajo terminaba. Ella podría decir lo que tenía que decir sin miedo a que nadie la escuchara o la interrumpiera.
No tuvo que esperar mucho. El Portavoz vino por el río remando en un botecito, igual que los granjeros que no usaban para nada las carreteras. La piel de su espalda era sorprendentemente blanca; incluso los pocos lusos cuya piel era lo bastante blanca para que les llamaran loiras eran mucho más morenos. Su blancura le hacía parecer débil e indefenso. Pero entonces vio lo rápidamente que se movía el bote contra la corriente, lo adecuadamente que se colocaban los remos cada vez a la profundidad justa, lo tensos que eran los músculos bajo su piel. Ella sintió una punzada de dolor, y entonces se dio cuenta de que era de pena por su padre. A pesar de lo profundamente que le había odiado, hasta este momento no había advertido que amaba algo de él. Pero sintió lástima por la fuerza de sus hombros y de su espalda, por el sudor que hacía que su piel marrón brillara como un cristal bajo la luz.
«No —dijo en silencio —, no siento pena por tu muerte, Cão. Lamento que no te parecieras al Portavoz, que no tiene ninguna conexión con nosotros y sin embargo nos ha dado más en tres días que tú en toda tu vida; lamento que tu hermoso cuerpo estuviera tan carcomido por dentro.»
El Portavoz la vio y dirigió el bote hacia la orilla. Ella se introdujo en los juncos para ayudarle a vararlo.
—Lamento que te llenes de fango —dijo él —. Pero llevo dos semanas sin hacer ejercicio, y el agua me invitaba…
—Remas bien.
—El mundo del que vengo, Trondheim, era principalmente hielo y agua. Un poco de roca aquí y allá, algo de suelo, pero si uno no sabía nadar quedaba más inmovilizado que si no supiera andar.
—¿Es allí donde naciste?
—No, donde Hablé por última vez.
Se sentó en la grama. Ella se sentó a su lado.
—Madre está furiosa contigo.
Sus labios se curvaron en una media sonrisa.
—Me lo dijo.
Sin pensarlo, Ela empezó a justificar a su madre.
—Intentaste leer sus archivos.
—Leí sus archivos. La mayoría. Todos excepto los que importaban.
—Lo sé. Quim me lo dijo —se sentía un poco triunfal porque el sistema de protección de Madre le había derrotado. Entonces recordó que no estaba del lado de su madre en este asunto. Que llevaba años intentando que le abriera aquellos archivos. Pero continuó diciendo cosas que no quería decir —. Olhado está sentado en casa con los ojos desconectados y escuchando música a todo volumen. Está muy molesto.
—Sí, piensa que le traicioné.
—¿No lo hiciste? —no era eso lo que quería decir.
—Soy un Portavoz de los Muertos. Digo la verdad cuando hablo, y no me escabullo de los secretos de los demás.
—Lo sé. Por eso solicité un Portavoz. No tienes respeto por nadie.
Él pareció molesto.
—¿Por qué me invitaste aquí?
Todo estaba saliendo mal. Estaba hablándole como si estuviera en contra de él, como si no le estuviera agradecida por lo que ya había hecho por su familia. Estaba hablándole como si fuera el enemigo. ¿Se ha apoderado Quim de mi mente para que diga cosas que no pretendo?
—Me invitaste a venir aquí, a este lado del río. El resto de tu familia no me habla y recibo un mensaje tuyo. ¿Para quejarte de la forma en que invado la intimidad de las personas? ¿Para decirme que no respeto a nadie?
—No —dijo ella tristemente —. No es así cómo se suponía que iba a ser.
—¿No se te ocurrió pensar que yo no habría elegido ser Portavoz si no sintiera respeto por la gente?
Llena de frustración, ella dejó que las palabras salieran como un torrente.
—¡Desearía que hubieras entrado en todos sus archivos! ¡Desearía que hubieras descubierto todos sus secretos y los hubieras publicado por los Cien Mundos!
Había lágrimas en sus ojos; no sabía por qué.
—Ya veo. Tampoco a ti te da acceso a esos archivos.
—¿Sou aprendiz dela, nao sou? ¡E porque choro, digame! O senhor tem o jeito.
—No tengo ningún truco para hacer llorar a la gente, Ela —respondió él suavemente. Su voz era una caricia. No, más, era como una mano que la agarrara, que la sujetara, que la hiciera sentirse firme —. Decir la verdad te hace llorar.
—Sou ingrata, sou má filha…
—Sí, eres ingrata, y una hija terrible —dijo él, riendo suavemente —. Durante todos estos años de caos y negligencia has mantenido a tu familia unida con muy poca ayuda de tu madre, y cuando la seguiste en su carrera, ella no quiso compartir contigo la información más vital. No has hecho más que ganarte amor y confianza y ella te corresponde cerrándote su vida en la casa y en el trabajo; y entonces le dices a alguien que estás cansada. Eres la peor persona que conozco.
Ella descubrió que estaba riéndose de su propia autocondena. Puerilmente, no quiso hacerlo.
—No me sermonees —intentó poner en su voz todo el desdén posible.
Él lo notó. Sus ojos se volvieron fríos y distantes.
—No le escupas a un amigo —dijo.
Ella no quería que él se enfadara, pero no pudo evitar decir, fría, furiosamente:
—No eres mi amigo.
Por un momento tuvo miedo de que él la creyera. Entonces una sonrisa apareció en su cara.
—No reconocerías a un amigo si lo vieras.
Sí que lo haría, pensó. Veo uno ahora. Le sonrió.
—Ela —dijo él —. ¿Eres una buena xenobióloga?
—Sí.
—Tienes dieciocho años. Podrías haberte presentado a las pruebas a los dieciséis. Pero no lo hiciste.
—Madre no me dejó. Dijo que no estaba preparada.
—No necesitas el permiso de tu madre después de los dieciséis.
—Un aprendiz tiene que tener permiso de su maestro.
—Ahora tienes dieciocho. Ya no te hace falta eso tampoco.
—Ella sigue siendo la xenobióloga de Lusitania. Sigue siendo su laboratorio. ¿Y si aprobara el examen y no me dejara entrar en el laboratorio hasta después de su muerte?