La vuelta al mundo en 80 días (22 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: La vuelta al mundo en 80 días
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La conversación se suspendió. Míster Fogg se había despertado y miraba el campo por entre el vidrio manchado de nieve. Pero más tarde, y sin ser oído de su amo ni de mistress Aouda, Picaporte dijo al inspector de policía:

—¿De veras os batiríais con él?

—Todos los medios emplearé para que llegue vivo a Europa —respondió simplemente Fix, con tono que denotaba una implacable voluntad.

Picaporte sintió cierto estremecimiento; pero sus convicciones respecto de la no culpabilidad de su amo, siguieron inalterables.

¿Y podía hallarse algún medio de detener a míster Fogg en el compartimento para evitar todo encuentro con el coronel? No podía ser esto difícil, contando con el genio calmoso del
gentleman.
En todo caso, el inspector de policía creyó haber dado con el medio, porque a los pocos instantes decía a Phileas Fogg:

—Largas y lentas son estas horas que se pasan así en ferrocarril.

—En efecto —dijo el
gentleman—,
pero van pasando.

—A bordo de los buques —repuso el inspector —teníais costumbre de jugar vuestra partida de
whist.

—Sí, pero aquí sería difícil; no hay naipes ni jugadores.

—¡Oh! En cuanto a los naipes, ya los hallaremos, porque se venden en todos los vagones americanos. En cuanto a compañeros de juego, si por casualidad la señora...

—Ciertamente, caballero —respondió con viveza Aouda—, sé jugar al
whist.
Eso forma parte de la educación inglesa.

—Y yo —repuso Fix—, tengo alguna pretensión de jugarlo bien. Por consiguiente, haremos la partida a tres.

—Como gustéis —repuso míster Fogg, gozoso de dedicarse a su juego favorito aun en ferrocarril.

Picaporte fue en busca del
"steward"
y volvió luego con dos barajas, fichas, tantos y una tablilla forrada de paño. No faltaba nada. El juego comenzó. Mistress Aouda sabía bastante bien el
whist,
aun recibió algunos cumplidos del severo Phileas Fogg. En cuanto al inspector, era de primera fuerza y capaz de luchar con el
gentleman.

—Ahora —dijo entre sí Picaporte—, ya es nuestro y no se moverá.

A las once de la mañana, el tren llegó a la línea divisoria de las aguas de ambos Océanos. Aquel paraje, llamado Passe Bridger, se hallaba a siete mil quinientos veinticuatro pies ingleses sobre el nivel del mar, y era uno de los puntos más altos del trazado férreo, al través de las Montañas

Rocosas. Después de haber recorrido unas doscientas millas, los viajeros se hallaron por fin en una de esas extensas llanuras que llegan hasta el Atlántico, y que tan propicias son para el establecimiento de ferrocarriles.

Sobre la vertiente de la cuenca atlántica se desarrollaban ya los primeros ríos, afluentes o subafluentes del North Platte. Todo el horizonte del Norte y del Este estaba cubierto por una inmensa cortina semicircular que forma la porción septentrional de las Montañas Rocosas, dominada por el pico de Laramia. Entre esa curvatura y la línea férrea se extendían vastas llanuras, abundantemente regadas. A la derecha de la vía aparecían las primeras rampas de la masa montañosa que se redondea al Sur hasta el nacimiento del Arkansas, uno de los grandes tributarios del Missouri.

A las doce y media, los viajeros divisaron el puente Halleck, que domina aquella comarca. Con algunas horas más, el trayecto de las Montañas Rocosas quedaría hecho, y, por consiguiente, podía esperarse que ningún incidente perturbaría el paso del tren por tan áspera región. Ya no nevaba y el frío era seco. A lo lejos unas aves grandes, espantadas por la locomotora. Ninguna fiera, ni oso, ni lobo, aparecía en la llanura. Era el desierto con su inmensa desnudez.

Después de un almuerzo bastante confortable, servido en el mismo vagón, míster Fogg y sus compañeros acababan de tomar los naipes de nuevo, cuando se oyeron violentos silbidos. El tren se paró.

Picaporte se asomó a la portezuela y no vio nada, ni había estación alguna.

Mistress Aouda y Fix pudieron temer por un momento que míster Fogg bajase a la vía, pero el
gentleman
se contentó con decir a su criado:

—Id a ver lo que es eso.

Picaporte salió, y unos cuarenta viajeros habían dejado ya sus puestos, entre ellos el coronel Steam Proctor.

El tren se había parado ante una señal roja, y el maquinista, así como el conductor, altercaban vivamente con un guardavía que había sido enviado al encuentro del convoy por el jefe de Medicine Bow, la estación inmediata. Tomaban parte de la discusión algunos viajeros que se habían acercado, y entre otros, el referido coronel Proctor, con altaneras palabras e imperiosos ademanes.

Picaporte oyó decir al guardavía:

—¡No! ¡No hay medio de pasar! El puente de Medicine Bow está resentido y no aguantaría el peso del tren.

El puente de que se trataba era colgante, y cruzaba sobre el torrente, a una milla del sitio donde se había parado el tren. Según el guardavía, muchos alambres estaban rotos, y el puente amenazaba ruina, siendo imposible arriesgarse y pasarlo. El guardavía no exageraba al afirmarlo y es preciso tener en cuenta que, con los hábitos de los americanos, cuando son ellos prudentes, sería locura no serlo.

Picaporte, que no se atrevía a contárselo a su amo, estaba oyendo lo que decían, quieto como una estatua y apretando los dientes.

—¡Me parece —exclamó el coronel Proctor— que no vamos a estar aquí criando raíces en la nieve!

—Coronel —respondió el conductor—, hemos telegrafiado a la estación de Omaha para pedir un tren, pero es probable que no llegue a Medicine Brow antes de seis horas.

—¡Seis horas! —dijo Picaporte.

—Sin duda. Además, bien necesitaremos ese tiempo para llegar a pie a la estación.

—Pero si no está más que a una milla — dijo un viajero.

—En efecto; pero al otro lado del río.

—Y ese río, ¿no puede pasarse con barca?

—Imposible. El torrente viene crecido por las lluvias. Es un raudal y tendremos que dar un rodeo de diez millas al Norte para hallar un vado.

El coronel echó una sarta de palabrotas, metiéndose con la compañía y con el conductor, mientras que Picaporte, furioso, no estaba muy lejos de hacer coro con él. Había un obstáculo material, contra el cual habían de estrellarse todos los billetes de banco de su amo.

Además, el descontento era general entre los viajeros, quienes, sin contar con el atraso, se veían obligados a andar unas quince millas por la llanura nevada. Hubo, pues, alboroto, vociferaciones, gritería, y esto hubiera debido llamar la atención de Phileas Fogg, a no estar absorto en el juego.

Sin embargo, Picaporte tenía que darle parte de lo que pasaba, y se dirigía al vagón con la cabeza baja cuando el maquinista, verdadero
yankee
llamado Foster, dijo, levantando la voz:

—Señores, tal vez hay un medio de pasar.

—¿Por el puente? —dijo un viajero.

—Por el puente.

—¿Con nuestro tren? —preguntó el coronel.

—Con nuestro tren.

Picaporte se detuvo, y devoraba las palabras del maquinista.

—¡Pero el puente amenaza ruina! —dijo el conductor.

—No importa —respondió Foster—. Creo, que, lanzando el tren con su máxima velocidad, hay probabilidad de pasar.

—¡Diantre! —exclamó Picaporte.

Pero cierto número de viajeros fueron inmediatamente seducidos por la proposición que gustaba especialmente al coronel Proctor. Este cerebro descompuesto consideraba la cosa como muy practicable. Se acordó de que unos ingenieros habían concebido la idea de pasar los ríos sin puente, con trenes rígidos lanzados a toda velocidad. Y en fin de cuentas, todos los interesados en la cuestión se pusieron de parte del maquinista.

—Tenemos cincuenta por ciento de probabilidades de pasar —decía otro.

—Sesenta —decía otro.

—Ochenta... ¡Noventa por ciento!

Picaporte estaba asustado, si bien se hallaba dispuesto a intentarlo toda para pasar el Medicine Creek; pero la tentativa le parecía demasiado americana.

—Por otra parte —pensó—, hay otra cosa más sencilla que ni siquiera se le ocurre a esa gente.

—Caballero —dijo a uno de los viajeros—, el medio propuesto por el maquinista me parece algo aventurado, pero...

—¡Ochenta por cuento de probabilidades! —respondió el viajero, que le volvió la espalda.

—Bien lo sé —respondió Picaporte, dirigiéndose a otro—, pero una simple reflexión.

—No hay reflexión, es inútil —respondió el americano, encogiéndose de hombros—, puesto que el maquinista asegura que pasaremos.

—Sin duda, pasaremos; pero sería quizá más prudente...

—¡Cómo prudente! —exclamó el coronel Proctor, a quien hizo dar un salto esa palabra oída por casualidad—. ¡Os dicen que a toda velocidad! ¿Comprendéis? ¡A toda velocidad!

—Ya sé, ya comprendo —repetía Picaporte, a quien nadie dejaba acabar—; pero sería, si no más prudente, puesto que la palabra os choca, al menos más natural...

—¿Quién? ¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué tiene que decir ése con su natural? —gritaron todos.

Ya no sabía el pobre mozo de quién hacerse oír.

—¿Tenéis acaso miedo? —le preguntó el coronel Proctor.

—¡Yo miedo! —exclamó Picaporte—. Pues bien; sea. Yo les enseñaré que un francés puede ser tan americano como ellos.

—¡Al tren, al tren! —gritaba el conductor.

—¡Sí, al tren! —repetía Picaporte—: ¡Al tren! ¡Y al instante! ¡Pero nadie me impedirá pensar que hubiera sido más natural pasar primero el puente a pie, y luego el tren!...

Nadie oyó tan cuerda reflexión, ni nadie hubiera querido reconocer su conveniencia.

Los viajeros volvieron a los coches: Picaporte ocupó su asiento sin decir nada de lo ocurrido. Los jugadores estaban absortos en su
whist.

La locomotora silbó vigorosamente. El maquinista, invirtiendo el vapor, trajo el tren para atrás durante cerca de una milla, retrocediendo como un saltarín que va a tomar impulso.

Después de otro silbido, comenzó la marcha hacia delante; se fue acelerando, y muy luego la velocidad fue espantosa. No se oía la repercusión de los relinchos de la locomotora, sino una aspiración seguida; los pistones daban veinte golpes por segundo; los ejes humeaban entre las cajas de grasa. Se sentía, por decirlo así, que el tren entero, marchando con una rapidez de cien millas por hora, no gravitaba ya sobre los rieles. La velocidad destruía la pesantez.

Y pasaron como un relámpago. Nadie vio el puente. El tren saltó, por decirlo así, de una orilla a otra, y el maquinista no pudo detener su máquina desbocada sino a cinco millas más allá de la estación.

Pero apenas había pasado el tren, cuando el puente, definitivamente arruinado, se desplomaba con estrépito sobre el Medicine- Bow.

Capítulo XXIX

Aquella misma tarde, el tren proseguía su marcha sin obstáculos, pasaba el fuerte

Sanders, trasponía el paso de Cheyenvoy, llegaba al paso de Evans. En este sitio alcanzaba el ferrocarril el punto más alto del trayecto, o sea ocho mil noventa y un pies sobre el nivel del Océano. Los viajeros ya no tenían más que bajar hasta el Atlántico por aquellas llanuras sin límites, niveladas por la naturaleza.

Allí empalmaba el ramal de Denver, ciudad principal de Colorado. Este territorio es rico en minas de oro y de plata, y más de cincuenta mil habitantes han fijado allí su domicilio.

Se habían recorrido mil trescientas ochenta y dos millas desde San Francisco, en tres días y tres noches, cuatro noches y cuatro días debían bastar, según toda la previsión, para llegar a Nueva York. Phileas Fogg se mantenía, por consiguiente, dentro del plazo reglamentario.

Durante la noche se dejó a la izquierda el campamento de Walbab. El "Lodge-Pole- Creek" discurría paralelamente a la vía, siguiendo sus aguas la frontera rectilínea común a los Estados de Wyoming y de Colorado. A las once entraban en Nebraska, pasaban cerca de Sedgwick, y tocaban en Julesburgh, situado en el brazo meridional del río Platte.

Allí fue donde se inauguró el
"Union Pacific",
el 23 de octubre de 1867, cuyo ingeniero jefe fue el general J. M. Dodge, y donde se detuvieron las dos poderosas locomotoras que remolcaban los nuevos vagones de convidados, entre los cuales figuraba el vicepresidente Tomás C. Durant. Allí dieron el simulacro de un combate indio; allí brillaron los fuegos artificiales, en medio de ruidosas aclamaciones: allí, por último, se publicó, por medio de una imprenta portátil, el primer número del
"Railway-Pioneer".
Así fue celebrada la inauguración de ese gran ferrocarril, instrumento de progreso y de civilización, trazado a través del desierto y destinado a enlazar entre sí ciudades que no existían aún. El silbato de la locomotora, más poderoso que la lira de Anfión, iba a hacerlas surgir muy en breve del suelo americano.

A las ocho de la mañana, el fuerte Mac Pherson quedaba atrás. Este punto dista trescientas cincuenta y siete millas de Omaha. La vía férrea seguía por la izquierda del brazo meridional del río Platte. A las nueve, se llegaba a la importante ciudad de North Platte, construida entre los dos brazos de ese gran río, que se vuelven a reunir alrededor de ella para no formar, en adelante ya, más que una sola arteria, afluyente considerable cuyas aguas se confunden con las del Missouri, un poco más allá de Omaha.

Míster Fogg y sus compañeros proseguían su juego, sin que ninguno de ellos se quejase de la longitud del camino. Fix había empezado por ganar algunas guineas que estaba perdiendo, no siendo menos apasionado que míster Fogg. Durante aquella mañana, la suerte favoreció singularmente a éste. Los triunfos llovían, por decirlo así, en sus manos. En cierto momento, después de haber combinado un golpe atrevido, se preparaba a jugar espadas, cuando detrás de la banqueta salió una voz diciendo:

—Yo jugaría oros

Míster Fogg, mistress Aouda y Fix, levantaron la cabeza. El coronel Proctor estaba junto a ellos.

Steam Proctor y Phileas Fogg se reconocieron en seguida.

—¡Ah! Sois vos, señor inglés —exclamó el coronel—; ¡sois vos quien quiere jugar espadas!

—Y que las juega —respondió con frialdad Phileas Fogg, echando un diez de ese palo.

—Pues bien; me acomoda que sean oros —replicó el coronel Proctor con irritada voz, haciendo ademán de tomar la carta jugada, añadiendo:

—No tiene usted ni idea de este juego.

—Tal vez seré más diestro en otro —dijo Phileas Fogg, levantándose.

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