La vuelta al mundo en 80 días (8 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: La vuelta al mundo en 80 días
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Kiouni —así se llamaba el animal— podía, como todos sus congéneres, hacer durante mucho tiempo una marcha rápida, y, a falta de otra cabalgadura, Phileas Fogg resolvió utilizarlo.

Pero los elefantes son caros en la India, donde comienzan a escasear. Los machos que convienen para las luchas de los circos, son muy solicitados. Estos animales no se reproducen sino raras veces cuando están domesticados, de tal suerte, que solamente pueden obtenerlos cazándolos. Por eso están muy cuidados; y cuando míster Fogg preguntó al indio si quería alquilarle su elefante, el indio se negó a ello resueltamente.

Fogg insistió y ofreció un precio excesivo por el animal, diez libras por hora. Denegación. ¿Veinte libras? Denegación también. ¿Cuarenta libras? Siempre la misma denegación. Picaporte brincaba a cada puja. Pero el indio no se dejaba tentar.

Era una buena suma, sin embargo. Suponiendo que el elefante echase quince horas hasta Allahabad, eran seiscientas libras lo que producía para su dueño.

Phileas Fogg, sin acalorarse, propuso entonces la compra del animal y le ofreció mil libras.

El indio no quería vender. Tal vez el perillán olfateaba un buen negocio.

Sir Francis Cromarty llevó a míster Fogg aparte y le recomendó que reflexionase antes de excederse Phileas Fogg respondió a su compañero que no tenía costumbre de obrar sin reflexión, que se trataba, en fin de cuentas, de una apuesta de veinte mil libras, que ese elefante le era necesario, y que aun pagándolo veinte veces más de lo que valía, lo poseería.

Míster Fogg se acercó de nuevo al indio, cuyos ojuelos encendidos por la codicia dejaron ver que no se trataba para él sino de una cuestión de precio. Phileas Fogg ofreció sucesivamente mil doscientas libras, después mil quinientas, en seguida mil ochocientas, y por último dos mil. Picaporte, tan coloradote de ordinario, estaba pálido de emoción.

A las dos mil libras el indio se entregó.

—¡Por mis babuchas —exclamó Picaporte— , a buen precio hay quien pone la carne de elefante!

Arreglado el negocio, ya no faltaba más que guía, lo cual fue más fácil. Un joven parsi, de rostro inteligente, ofreció sus servicios. Míster Fogg aceptó y le prometió una gruesa remuneración, lo cual no podía menos de contribuir a redoblar su inteligencia.

Sacaron y equiparon al elefante sin tardanza. El parsi conocía perfectamente el oficio de
"mahut"
o
corn
ac.
Cubrió con una especie de hopalanda los lomos del elefante y dispuso por cada lado dos especies de cuévanos bastante poco confortables.

Phileas Fogg pagó al indio en billetes de Banco, que extrajo del famoso saco. Parecía ciertamente que se sacaban de las entrañas de Picaporte. Después, míster Fogg ofreció a sir Francis Cromarty trasladarlo a la estación de Hallahabad. El brigadier general aceptó.

Un viajero más no podía fatigar al gigantesco elefante.

Se compraron víveres en Kholby. Sir Francis Cromarty tomó asiento en uno de los cuévanos, y Phileas Fogg en otro. Picaporte montó a horcajadas sobre la hopalanda entre su amo y el brigadier general. El parsi se colocó sobre el cuello del elefante, y a las nueve salían del villorrio y penetraban por el camino más corto en la frondosa selva de esas palmeras asiáticas llamadas plataneros.

Capítulo XII

A fin de abreviar la distancia, el guía dejó a la derecha el trazado de la vía cuyos trabajos se estaban ejecutando. El ferrocarril, a causa de los obstáculos que ofrecían las caprichosas ramificaciones de los montes Vindhias, no seguía el camino más corto, que era el que importaba tomar. El parsi, muy familiarizado con los senderos de su país, pretendía ganar unas veinte millas atajando por la selva, y le dejaron actuar a su criterio.

Phileas Fogg y Francis Cromarty, metidos hasta el cuello en sus cuévanos, iban muy traqueteados por el rudo trote del elefante, a quien imprimía su conductor una marcha rápida. Pero soportaban la situación con la flema más británica, hablando por otra parte poco y viéndose apenas el uno al otro.

En cuanto a Picaporte, apostado sobre el lomo del animal y directamente sometido a los vaivenes, cuidaba muy bien, según se lo había recomendado su amo, de no tener la lengua entre los dientes, porque se la podía cortar rasa. El buen muchacho, ora despedido hacia el cuello del elefante, ora hacia las ancas, daba volteretas como un clown sobre el trampolín; pero en medio de sus saltos de carpa se reía y bromeaba, sacando de vez en cuando un terrón de azúcar, que el inteligente Kiouni tomaba con la trompa, sin interrumpir un solo instante su trote regular.

Después de dos horas de marcha, el guía detuvo al elefante y le dio una hora de descanso. El animal devoró ramas y arbustos después de haber bebido en una charca inmediata. Sir Francis Cromarty no se quejó de esta parada, pues estaba molido. Míster Fogg parecía estar tan fresco como si acabara de salir de su cama.

—¡Este hombre es de hierro! —dijo el brigadier general, mirándolo con admiración.

—De hierro forjado —contestó Picaporte, que se ocupaba en preparar un almuerzo breve.

A las doce dio el guía la señal de marcha. El país tomó luego un aspecto muy agreste. A las grandes selvas sucedieron los bosques de tamarindos y de palmeras enanas, y luego extensas llanuras áridas, erizadas de árboles raquíticos y sembradas de grandes pedríscos de sienita. Toda esta parte del alto Bundelbund, poco frecuentada por los viajeros, está habitada por una población fanática, endurecida en las prácticas más terribles de la religión india. La dominación de los ingleses no ha podido establecerse regularmente sobre un territorio sometido a la influencia de los rajáes, a quienes hubiera sido difícil alcanzar en sus inaccesibles retiros de los Vindhias.

Varias veces se vieron bandadas de hindúes feroces que hacían un ademán de cólera al observar el rápido paso del elefante. Por otra parte, el parsi los evitaba en lo posible, considerándolos como gente de mal encuentro. Se vieron pocos animales durante esta jornada, y apenas algunos monos que huían haciendo mil contorsiones y muecas que divertían mucho a Picaporte.

Entre otras ideas había una que inquietaba mucho a este pobre muchacho. ¿Qué haría míster Fogg del elefante cuando hubiese llegado a la estación del Allahabad? ¿Se lo llevaría? ¡Imposible! El precio del transporte añadido al de la compra, sería una ruina. ¿Lo vendería o le daría libertad? Ese apreciable animal bien merecía que se le tuviese consideración. Si por casualidad míster Fogg se lo regalase, muy apurado se vería él, Picaporte, y esto no dejaba de preocuparle.

A las ocho de la noche ya quedaba traspuesta la principal cadena de los Vindhias, y los viajeros hicieron alto al pie de la falda septentrional en un
"bungalow"
ruinoso.

La distancia recorrida durante la jornada era de veinticinco millas, y restaba otro tanto camino para llegar a la estación de Allahabad.

La noche estaba fría. El parsi encendió dentro del
"bungalow"
una hoguera de ramas secas cuyo calor fue muy apreciado. La cena se compuso con las previsiones compradas en Kholby. Los viajeros comieron cual gente rendida y cansada. La conversación, que empezó con algunas frases entrecortadas, se terminó con sonoros ronquidos. El guía estuvo vigilando junto a Kiouni, que se durmió de pie, apoyado en el tronco de un árbol grande.

Ningún incidente ocurrió aquella noche. Algunos rugidos de lobos, tigres y de panteras perturbaron alguna vez el silencio, mezclados con los agudos chillidos de los monos. Pero los carnívoros se contentaron con gritar y no hicieron ninguna demostración hostil contra los huéspedes del
"bungalow".

Sir Francis Cromarty dormía pesadamente como un bravo militar curtido en las fatigas. Picaporte, durante un sueño agitado, repitió las volteretas de la víspera. En cuanto a míster Fogg, descansó tan apaciblemente como si se hubiera hallado en su tranquila casa de Saville-Row.

A las seis de la mañana se emprendió la marcha. El guía esperaba llegar a la estación de Allahabad aquella misma tarde. De este modo, míster Fogg no perdería mas que una parte de las cuarenta y ocho horas economizadas desde el principio del viaje.

Se bajaron las últimas cuestas de los Vindhias. Kiouni seguía su marcha rápida, y hacia mediodía el guía dio vuelta al villorrio de Kallengen, situado sobre el Cani, uno de los subafluentes del Ganges. Evitaba siempre los parajes habitados, creyéndose más seguro en el campo desierto, donde se encuentran las primeras depresiones de la cuenca del gran río. La estación de Allahabad estaba a doce millas al Nordeste. Se hizo alto bajo un bosquecillo de bananos, cuya fruta tan sana como el pan, y tan suculenta como la crema, dicen los viajeros, fue muy apreciada.

A las dos, el guía entró bajo la cubierta de una selva espesa, que debía atravesar por un espacio de muchas millas. Prefería bajar así a cubierto de los bosques. En todo caso, no había tenido hasta entonces ningún encuentro sensible, y el viaje debía cumplirse al parecer sin accidentes, cuando el elefante, dando algunas señales de inquietud, se paró de repente.

Eran entonces las cuatro.

—¿Qué hay? —Preguntó sir Francis Cromarty quien sacó la cabeza fuera de su cuévano.

—No lo sé —respondió el parsi prestando oído a un murmullo que pasaba por la espesa enramada.

Algunos instantes después el murmullo fue más perceptible. Parecía un concierto, distante aún, de voces humanas y de instrumentos de cobre.

Picaporte se volvía todo ojos y orejas. Míster Fogg aguardaba pacientemente sin pronunciar una sola palabra.

El parsi saltó a tierra, ató el elefante a un árbol y penetró en lo más espeso del bosque. Algunos minutos después volvió diciendo:

—Una procesión de brahmanes que vienen hacia aquí. Si es posible, procuremos no ser vistos.

El guía desató al elefante y lo condujo a una espesura, recomendando a los viajeros que no se apeasen, mientras él mismo estaba preparado para montar rápidamente en caso de hacerse necesaria la fuga. Creyó que la comitiva de fieles pasaría sin verlo, porque lo tupido de la enramada lo ocultaba completamente.

El ruido discordante de las voces e instrumentos se acercaba. Unos cantos monótonos se mezclaban con el toque de tambores y timbales. Pronto apareció bajo los árboles la cabeza de la procesión, a unos cincuenta pasos del puesto ocupado por míster Fogg y sus compañeros. Distinguían con facilidad al través de las ramas el curioso personal de aquella ceremonia religiosa.

En primera línea avanzaban unos sacerdotes cubiertos de mitras y vestidos con largo y abigarrado traje. Estaban rodeados de hombres, mujeres y niños, que cantaban una especie de salmodia fúnebre, interrumpida a intervalos iguales por golpes de tamtam y de timbales. Detrás de ellos, sobre un carro de ruedas anchas, cuyos radios figuraban con las llantas un ensortijamiento de serpientes, apareció una estatua horrorosa, tirada por dos pares de zebús ricamente enjaezados. Esta estatua tenía cuatro brazos, el cuerpo teñido de rojo sombrío, los ojos extraviados, el pelo enredado, la lengua colgante y los labios teñidos. En su cuello se arrollaba un collar de cabezas de muerto, y sobre su cadera, había una cintura de manos cortadas. Estaba de pie sobre un gigante derribado que carecía de cabeza.

Sir Francis Cromarty reconoció aquella estatua.

—La diosa Kali —dijo en voz baja—, la diosa del amor y de la muerte.

—De la muerte, consiento —dijo Picaporte—; pero del amor, nunca. ¡Vaya mujer fea!

El parsi le hizo seña para que callara.

Alrededor de la estatua se movía y agitaba, en convulsiones, un grupo de fakires, listados con bandas de ocre, cubiertos de incisiones cruciales que goteaban sangre, energúmenos estúpidos que en las ceremonias se precipitaban aún bajo las ruedas del carro de Jaggernaut.

Detrás de ellos algunos brahmanes, en toda la suntuosidad de su traje oriental, arrastraban una mujer que apenas se sostenía.

Esta mujer era joven y blanca como una europea. Su cabeza, su cuello, sus hombros, sus orejas, sus brazos, sus manos, sus pulgares, estaban sobrecargados de joyas, collares, brazaletes, pendientes y sortijas. Una túnica recamada de oro y recubierta de una muselina ligera dibujaba los contornos de su talle.

Detrás de esta joven —contraste violento a la vista— unos guardias, armados de sables desnudos que llevaban en el cinto y largas pistolas damasquinadas, conducían un cadáver sobre un palanquín.

Era el cuerpo de un anciano cubierto de sus opulentas vestiduras de rajá, llevando como en vida el turbante bordado de perlas, el vestido tejido de seda y oro, el cinturón de cachemir adiamantado y sus magníficas armas de príncipe hindú.

Después, unos músicos y una retaguardia de fanáticos, cuyos gritos cubrían a veces el estrépito atronador de los instrumentos, cerraban el cortejo.

Sir Francis miraba toda esta pompa con aire singularmente triste, y volviéndose hacia el guía le dijo:

— ¡Un
sutty!

El parsi hizo una seña afirmativa y puso un dedo en sus labios. La larga procesión se desplegó lentamente bajo los árboles, y bien pronto desaparecieron en la profundidad de la selva.

Poco a poco se amortiguaron. Hubo todavía algunas ráfagas de lejanos gritos, y por último, a todo este tumulto sucedió un profundo silencio.

Phileas Fogg había oído la palabra pronunciada por sir Francis Cromarty, y tan luego como la procesión desapareció, preguntó:

—¿Qué es un
sutty?

—Un
sutty,
míster Fogg —respondió el brigadier general— es un sacrificio humano, pero voluntario. Esa mujer que acabáis de ver será quemada mañana en las primeras horas del día.

—¡Ah, pillos! —exclamó Picaporte, que no pudo contener este grito de indignación.

—¿Y el cadáver? —preguntó míster Fogg.

—Es el del príncipe su marido —respondió el guía—, un rajá independiente de Bundelkund.

—¿Cómo? —replicó Phileas Fogg, sin que su voz revelase la menor emoción—. ¿Esas bárbaras costumbres subsisten todavía en la India, y los ingleses no han podido destruirlas?

—En la mayor parte de la India — respondió sir Francis Cromarty— esos sacrificios no se cumplen ya; pero no tenemos ninguna influencia sobre esas comarcas salvajes, y especialmente sobre ese territorio del Bundelkund. Toda la falda septentrional de los Vindhias es el teatro de muertes y saqueos incesantes.

—¡Desgraciada! —decía Picaporte—. ¡Quemada viva!

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