Read La Yihad Butleriana Online

Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (6 page)

BOOK: La Yihad Butleriana
5.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Ahora que las torres están protegidas —dijo por fin Xavier—, podemos salir a cazar a nuestros atacantes. ¿Está preparado, cuarto Powder?

Powder sonrió, y los soldados lanzaron gritos de júbilo. Algunos hombres dispararon sus armas al aire, dispuestos a precipitarse a la destrucción. Como un jinete que sujetara las riendas de un corcel, Xavier les contuvo.

—¡Esperad! Prestad atención. No podemos utilizar ningún truco, ni existen puntos débiles que nos permitan ganar en astucia a los cimeks. Pero contamos con la voluntad y la necesidad de vencer…, de lo contrario lo perderemos todo. —Sin hacer caso de la sangre de su mascarilla, no sabía cómo era capaz de insuflar confianza en su voz—. Así les derrotaremos.

Durante las escaramuzas iniciales, Xavier había visto al menos a uno de los gigantescos invasores destruido por explosiones múltiples y concentradas. Su cuerpo articulado ya no era más que una carcasa humeante. Sin embargo, los bombarderos y unidades de tierra blindadas habían repartido sus ataques entre demasiados objetivos, haciendo inútiles sus esfuerzos.

—Nuestro ataque será coordinado. Elegiremos un solo blanco y lo destruiremos, un cimek en cada ocasión. Dispararemos una y otra vez, hasta que no quede nada. Después, nos dedicaremos al siguiente.

Aunque apenas podía respirar, Xavier quiso ir al frente de los escuadrones. Como tercero, estaba acostumbrado a participar activamente en los ejercicios de entrenamiento y en los simulacros.

—¿Señor? —dijo Powder, sorprendido—. ¿No debería quedarse en una zona segura? Como comandante en jefe, los procedimientos reglamentarios exigen…

—Tienes toda la razón, Jaymes —contestó en voz baja—. No obstante, voy a subir. Nos la jugamos a una sola carta. Quédate aquí y protege esas torres a toda costa.

Ascensores subterráneos depositaron más kindjals en la superficie, preparados para el lanzamiento. Subió a uno de los aparatos moteados de gris y se encerró en la cabina. Los soldados corrieron a sus naves de ataque, gritando promesas de venganza a los camaradas obligados a quedarse atrás. Después de transferir el canal de comunicaciones del kindjal a su frecuencia de mando, Xavier dio nuevas órdenes.

El tercero Harkonnen ajustó el asiento de la cabina y lanzó su kindjal. La aceleración le empujó hacia atrás y dificultó todavía más su respiración. Un hilillo de sangre resbaló por la comisura de su boca.

Las naves le siguieron, mientras un pequeño grupo de vehículos terrestres blindados se alejaba de las torres de transmisión para interceptar a los atacantes. Con las armas cargadas y las bombas preparadas para ser lanzadas, los kindjals descendieron hacia el primer cimek elegido como blanco, una de las máquinas más pequeñas. La voz de Xavier resonó en la cabina de todas las naves.

—Disparad cuando yo lo ordene… ¡Ahora!

Los defensores atacaron el cuerpo en forma de cangrejo desde todas direcciones, hasta que la máquina se derrumbó, con las patas articuladas ennegrecidas y retorcidas, y destruido el contenedor del cerebro. Gritos de júbilo resonaron en todos los canales de comunicación. Xavier eligió un segundo blanco.

—Seguidme. El siguiente.

El escuadrón de la milicia convergió sobre el segundo objetivo y golpeó como un martillo. Las unidades terrestres móviles abrieron fuego desde la superficie, mientras los kindjals lanzaban bombas desde el cielo.

El segundo cimek captó el ataque inminente y alzó sus patas metálicas para escupir chorros de llamas. Dos kindjals de Xavier fueron abatidos, y se estrellaron en edificios cercanos ya desmoronados. Bombas erráticas arrasaron toda una manzana de la ciudad. Pero el resto del ataque concentrado logró su objetivo. Las múltiples explosiones hicieron mella en el cuerpo robótico, y el cimek quedó destrozado. Uno de sus brazos metálicos se agitó, y luego cayó sobre los escombros.

—Tres menos —dijo Xavier—. Quedan veinticinco.

—A menos que huyan antes —contestó otro piloto.

Los cimeks eran individuos, como casi todas las máquinas pensantes de Omnius. Algunos eran supervivientes de los primeros titanes. Otros (los neocimeks) eran colaboradores humanos de los Planetas Sincronizados. Todos habían sacrificado sus cuerpos físicos para acercarse más a la supuesta perfección de las máquinas pensantes.

Entre las tropas que rodeaban las torres transmisoras, el cuarto Powder utilizaba todo cuanto había en su arsenal para rechazar a cuatro cimeks que se habían acercado lo suficiente para amenazar edificios vitales. Destruyó un guerrero mecánico y obligó a otros tres a retirarse cojeando para reagruparse. En el ínterin, las fuerzas aéreas de Xavier aniquilaron a dos cimeks más.

Las tornas estaban cambiando.

Los kindjals de Xavier atacaron a una nueva oleada de invasores. Seguida de vehículos terrestres blindados y cañones de artillería, la milicia salusana arrojó proyectil tras proyectil contra el cimek que marchaba en cabeza. El bombardeo dañó las patas mecánicas y neutralizó sus armas. Los kindjals volaron en círculos para asestar el golpe definitivo.

Sin previo aviso, la torreta central que contenía el cerebro humano del cimek se separó del cuerpo. El contenedor esférico blindado se elevó hacia el cielo con un destello luminoso, fuera del alcance de las armas salusanas.

—Una cápsula de escape que contiene el cerebro del traidor. —El esfuerzo de hablar provocó que Xavier escupiera más sangre—. ¡Disparad contra ella!

Sus kindjals abrieron fuego contra la cápsula, pero sin lograr su objetivo.

—¡Maldición!

Los pilotos dispararon contra el reguero de gases de escape, pero la cápsula no tardó en perderse de vista.

—No malgastéis vuestros proyectiles —dijo Xavier por el comunicador—. Ese ya no representa ninguna amenaza.

Se sentía mareado, como a punto de sumirse en la inconsciencia…, o de morir.

—Sí, señor.

Los kindjals dieron media vuelta hacia tierra y se concentraron en el cimek siguiente.

Sin embargo, cuando el escuadrón de ataque convergió sobre otro enemigo, el cimek también expulsó su cápsula de escape.

—¡Eh! —se lamentó un piloto—. Ha huido antes de que pudiéramos derribarle.

—Lo importante es que huyan —dijo Xavier, casi inconsciente. Confió en no estrellarse—. Seguidme hacia el siguiente objetivo.

Como en respuesta a una señal, todos los cimeks restantes abandonaron sus cuerpos metálicos. Las cápsulas de escape ascendieron como fuegos artificiales, atravesaron la red descodificadora y se perdieron en el espacio, en dirección a la flota atacante.

Cuando los cimeks desistieron de la invasión, los defensores salusanos supervivientes prorrumpieron en vítores.

Durante las horas siguientes, los salusanos supervivientes salieron de los refugios, y contemplaron el cielo impregnado de humo con una mezcla de estupor y optimismo.

Después de la retirada de los cimeks, la frustrada flota robótica había lanzado una lluvia de misiles contra tierra, pero sus ordenadores también fallaron. Los sistemas antimisiles salusanos dieron cuenta de todos los proyectiles antes de que alcanzaran su objetivo.

Por fin, cuando los grupos de combate dispersos empezaron a converger sobre la flota atacante desde el perímetro del sistema Gamma Waiping, las máquinas pensantes calcularon de nuevo sus posibilidades, y al ver los resultados, decidieron desistir, dejando los restos de las naves destruidas en órbita.

En la superficie, Zimia continuaba ardiendo, y decenas de miles de cadáveres yacían entre los escombros.

Xavier había conseguido aguantar durante la batalla, pero al final era incapaz de tenerse en pie. Sus pulmones estaban inundados de sangre. Notaba un sabor ácido en la boca. Había insistido en que los médicos concentraran sus esfuerzos en los heridos graves que sembraban las calles.

Desde un balcón situado en el último piso del maltrecho Parlamento, contempló los horribles daños. El mundo se tiñó de un rojo enfermizo a su alrededor, le fallaron las piernas y cayó hacia atrás. Oyó que alguien llamaba a un médico.

No puedo considerar esto una victoria
, pensó, y después se sumió en la más negra inconsciencia.

8

En el desierto, la línea que separa la vida de la muerte es afilada y veloz.

Poesía de acampada zensunni en Arrakis

Lejos de las máquinas pensantes y la Liga de Nobles, el desierto nunca cambiaba. Los descendientes de los zensunni huidos a Arrakis vivían en cuevas aisladas, formando comunidades que apenas lograban subsistir en el hostil entorno. Disfrutaban de escasos placeres, pero luchaban ferozmente por sobrevivir un día más.

El sol abrasaba el desierto de arena, calentaba las dunas que ondulaban como olas que rompieran en una orilla imaginaria. Algunas rocas negras sobresalían de las islas de polvo, pero no ofrecían el menor refugio del calor o los demoníacos gusanos.

Este paisaje desolado era lo último que vería. La gente había acusado al joven, que recibiría su castigo. Su inocencia carecía de importancia.

—¡Largo de aquí, Selim! —gritaron desde las cavernas—. ¡Aléjate de nosotros!

Reconoció la voz de su joven amigo (ex amigo) Ebrahim. Tal vez el otro muchacho se sentía aliviado, porque habría tenido que ser él quien afrontara el exilio y la muerte, en lugar de Selim. Pero nadie lloraría por la pérdida de un huérfano, y la versión zensunni de la justicia había expulsado a Selim.

—Que los gusanos escupan tu pellejo —dijo una voz rasposa. Era la anciana Glyffa, que en otro tiempo había sido como una madre para él—. ¡Ladrón de agua!

La tribu empezó a arrojar piedras desde las cuevas. Una piedra afilada golpeó la tela que había arrollado alrededor de su pelo oscuro para protegerse del sol. Selim se agachó, pero no les proporcionó la satisfacción de verle encogerse. Le habían despojado de casi todo, pero mientras respirara no renunciaría a su orgullo.

El naib Dhartha, el líder de la tribu, se asomó.

—La tribu ha hablado.

Afirmar su inocencia no le serviría de nada, ni tampoco excusas o explicaciones. El joven descendió por el empinado sendero sin perder el equilibrio y se inclinó para coger una piedra de bordes afilados. La sostuvo en la palma y miró a la gente.

Selim siempre había tenido habilidad para tirar piedras. Cazaba cuervos, ratones canguro o lagartos para contribuir a la olla de la comunidad. Si hubiera apuntado con cuidado, habría podido dejar sin un ojo al naib. Selim había visto a Dhartha hablar entre susurros con el padre de Ebrahim, les había visto forjar el plan para echarle las culpas a él, en lugar de al muchacho culpable. Habían preferido culpar a Selim antes que defender la verdad.

El naib Dhartha tenía las cejas oscuras y el cabello negro, ceñido en una cola de caballo que sujetaba un aro metálico. Un tatuaje geométrico púrpura de ángulos oscuros y líneas rectas se destacaba en su mejilla izquierda. Su esposa se lo había dibujado en la cara con la ayuda de una aguja de acero y el zumo de una tintaparra que los zensunni cultivaban en sus jardines. El naib miró a Selim como si le desafiara a arrojar la piedra, porque los zensunni responderían con una lluvia de piedras grandes.

Pero ese castigo le mataría con excesiva rapidez. La tribu había optado por expulsar a Selim de su cerrada comunidad. Y en Arrakis nadie sobrevivía sin ayuda. La existencia en el desierto exigía colaboración, y cada persona contribuía. Los zensunni consideraban el robo (sobre todo el robo de agua) como el peor delito imaginable.

Selim guardó la piedra. Sin hacer caso de los insultos y los vituperios, continuó su tedioso descenso hacia el desierto.

—Selim, que no tiene padre ni madre —entonó Dhartha con una voz que recordaba el aullido grave del viento enfurecido—, Selim, que fuiste aceptado como miembro de nuestra tribu, has sido considerado culpable de robar agua de la tribu. Por consiguiente, has de atravesar la arena. —Dhartha alzó la voz y gritó para que el condenado le oyera—. Que Shaitan estruje tus huesos.

Durante toda su vida, Selim no había hecho otra cosa que trabajar para los demás. Como era de padres desconocidos, la tribu se lo exigía. Nadie le ayudaba cuando estaba enfermo, salvo tal vez la anciana Glyffa. Nadie le echaba una mano. Había visto a algunos de sus compañeros saciarse con las reservas de agua familiares, incluso a Ebrahim. Y aun así, el otro muchacho, al ver medio litrojón de agua nauseabunda sin vigilancia, lo había bebido, con la vana esperanza de que nadie le viera. Qué fácil había sido para Ebrahim culpar a su amigo cuando descubrieron el robo…

Después de expulsar a Selim de las cuevas, Dhartha se había negado a darle ni una gota de agua para el viaje, porque se consideraba un despilfarro de los recursos de la tribu. Nadie esperaba que Selim sobreviviera más de un día, aunque lograra escapar de los temidos monstruos del desierto.

Masculló para sí, a sabiendas de que no podían oírle.

—Que tu boca se llene de polvo, naib Dhartha.

Selim se alejó de los riscos, mientras su pueblo le continuaba maldiciendo desde lo alto. Un guijarro casi le rozó.

Cuando llegó a la base de la muralla rocosa, que se alzaba como un escudo contra el desierto y los gusanos de arena, caminó en línea recta, con la intención de alejarse lo antes posible. El calor seco arremetía contra su cabeza. Los que le observaban se sorprenderían sin duda al ver que se alejaba de las dunas, en lugar de refugiarse en una cueva.

¿Qué puedo perder?

Selim tomó la decisión de que nunca volvería para suplicar ayuda. Caminaría entre las dunas con la cabeza bien erguida, hasta alejarse lo máximo posible. Moriría antes que mendigar el perdón a sus iguales. Ebrahim había mentido para proteger su vida, pero el naib Dhartha había cometido un crimen mucho peor a los ojos de Selim, cuando había condenado a muerte a un huérfano inocente solo porque simplificaba la política tribal.

Selim poseía notables aptitudes para sobrevivir en el desierto, pero Arrakis constituía un entorno muy duro. Durante las diversas generaciones transcurridas desde la llegada de los zensunni, nadie había regresado del exilio. El desierto los había engullido sin dejar rastro. Se aventuraba en lo desconocido con tan solo una cuerda colgada de su hombro, un cuchillo romo al cinto y un bastón afilado, un objeto que había obtenido en el depósito de chatarra del espaciopuerto de Arrakis City.

Tal vez Selim lograría llegar a la ciudad y encontrar empleo con los comerciantes extraplanetarios, bajando el cargamento de las naves que aterrizaban o colándose de polizón en una de las naves que viajaban de planeta en planeta, y que con frecuencia tardaban años en completar su periplo. Sin embargo, muy pocas naves hacían escala en Arrakis, pues el planeta estaba alejado de las rutas comerciales principales. Por otra parte, convivir con los extraños habitantes de otros planetas tal vez exigiera demasiado a Selim. Lo mejor sería habitar solo en el desierto…, si conseguía sobrevivir.

BOOK: La Yihad Butleriana
5.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Killer Instinct by Zoe Sharp
The Near Witch by Victoria Schwab
Marshlands by Matthew Olshan
Bangkok 8 by John Burdett
Silence Is Golden by Mercuri, Laura
Flirting with Disaster by Sherryl Woods
Paper Dolls by Hanna Peach
Black Ajax by George MacDonald Fraser