—¿Le importa si hablamos dentro? —dijo Pouncet, pasándose un pañuelo por la frente.
Aguirre abrió la puerta metálica y empujó la moto para meterla dentro. Por supuesto, ni se le pasaba por la cabeza dejarla fuera. En cuanto vio que Pouncet entraba tras él, se apresuró a cerrar la puerta para que no se colara el calor exterior. En el salón, el aire acondicionado sonaba como las calderas de un navío a toda máquina.
Los postigos interiores de metal estaban cerrados. Sin molestarse en abrirlos, Aguirre encendió directamente la luz. Después abrió el refrigerador. Se sirvió una copa de vino blanco y le ofreció otra a Pouncet.
—No, gracias.
—También tengo cerveza. —Una bebida desagradable que producía aerofagia, propia de pueblos bárbaros. Pero Aguirre guardaba algunas latas para las escasas visitas que recibía.
—Tampoco, gracias. Mi visita será muy breve.
Tras decir esto, el abogado se quedó callado. Si esperaba a que Aguirre se sintiera incómodo y rellenara el silencio, había dado con el hombre equivocado.
—Tenemos un problema —dijo por fin.
—¿Grave?
Pouncet asintió.
—Es en el norte del país, en Kano.
—¿Los antibióticos para la meningitis?
El abogado volvió a asentir.
—Han muerto varios niños con los que estábamos probando ese medicamento. Nos hallamos en una situación muy delicada.
«Delicada». Qué eufemismo, pensó Aguirre, y dijo:
—El antibiótico en cuestión era trovafloxacino, ¿verdad?
—Así es.
—Nunca se había utilizado contra la meningitis.
—Fue una mala idea de alguien.
—Entonces ese alguien debería pagar.
Pese al aire acondicionado, el abogado volvió a secarse el sudor de la frente con el pañuelo.
—Y así ha sido ya —respondió—. Pero eso no nos quita de encima el problema.
—Yo no tengo nada que ver con eso. Ni estoy en el norte del país ni trabajo con meningitis. Lo mío es el ébola.
El abogado apartó la vista. La mirada de los ojos oscuros de Aguirre, sin que él mismo conociera bien la razón, era difícil de mantener.
La mente humana, por brillante que sea, suele tener problemas para estudiarse y enjuiciarse a sí misma. De haber sido más objetivo al examinarse ante el espejo, Aguirre tal vez se habría dado cuenta de que parpadeaba menos que el resto de la gente. Además, lo hacía de una forma sutilmente extraña, de tal modo que muchas personas tenían la impresión de encontrarse ante la mirada de un reptil.
Por supuesto, nadie puede ver en el espejo sus propios parpadeos.
—El Gobierno se empeña en culparnos de lo sucedido —explicó el abogado—, y exige una indemnización muy alta para las familias de esos niños.
«¿Y por eso pretenden cortarme los miserables fondos que me pagan?», pensó Aguirre. Pero no dijo nada.
—También quieren que una comisión médica del país supervise todos los trabajos en los que estamos metidos. Y ahí entra usted, como comprenderá.
—¿Qué significa eso?
—Que debemos cerrar inmediatamente su investigación.
—No tiene lógica. Algún incompetente ha hecho mal su trabajo a cientos de kilómetros de aquí. Eso no guarda ninguna relación conmigo.
—Por desgracia, la noticia ha trascendido a la prensa mundial. La situación ya no está en nuestras manos. Lo único que puede hacer Janus ahora es recoger velas y esperar a que amaine el temporal. Algún día podrá regresar a su investigación, doctor Aguirre, pero no ahora.
El abogado se abrió la chaqueta, sacó un sobre rectangular y lo dejó sobre la mesita de café. Aguirre distinguió el logotipo de Air France.
—Así que me echan de aquí.
—Su vuelo saldrá mañana por la mañana. Por la tarde vendrá un equipo a limpiar este lugar.
—Lo han planificado todo sin siquiera consultarme.
—Lo siento, doctor Aguirre. Es lo mejor para todas las partes.
—No acabo de encontrar ningún beneficio para mí.
Pouncet carraspeó.
—Me resulta embarazoso decirle esto, porque sé que es usted una persona responsable y profesional, pero es mi deber hacerlo. No debe cometer el error de guardarse datos comprometedores. Recuerde que firmó una cláusula de confidencialidad.
—Sé perfectamente lo que firmé.
—Y otra en la que se especificaba que es usted el principal responsable de su trabajo. Si, por el motivo que fuese, sus investigaciones salen a la luz, serán usted y su carrera quienes terminen perdiendo.
—¿Es una amenaza?
—No, doctor Aguirre. Como le he dicho, sólo son cláusulas. Y usted las firmó voluntariamente. Ahora, si me permite…
El abogado extendió la mano. Aguirre se la quedó mirando. Se dio cuenta de que Pouncet tenía la palma sudorosa. Le resultaba desagradable pensar en estrechársela. Lo habría hecho de ser estrictamente necesario, pero ¿para qué? Aquel hombre le acababa de propinar un puntapié en el trasero. No tenía ningún sentido tratar de congraciarse con él.
Pasados unos segundos, Pouncet retiró la mano, se despidió con un movimiento de la barbilla y se dirigió a la puerta. Aguirre no se molestó en ayudarle mientras luchaba con la barra metálica que hacía de cerrojo.
Por fin, cuando el abogado salió del módulo, Aguirre se sentó en el borde del sillón con la espalda recta y las manos entrelazadas entre las piernas abiertas.
Adiós a los titulares a cuatro columnas. Adiós al Nobel.
Lo único positivo era que también le diría adiós a África.
En el exterior, las sombras se espesaban, oscureciendo aún más el cielo sembrado de humaredas negras. La noche cayó, y la luna alumbró el delta del Níger, su luz blanca convertida en una especie de emanación pútrida y enfermiza por las ponzoñas que flotaban en el aire.
Y el doctor Aguirre siguió allí, sentado en el borde del sillón, sin separar las manos, con la vista clavada en la pantalla apagada de su televisor.
Pero, aunque su cuerpo no se moviera, los engranajes de su cerebro seguían funcionando. Pues su mente nunca se detenía.
Diecisiete años después, provincia de Almería
El helicóptero con las insignias de Protección Civil sobrevoló una vaguada entre colinas erosionadas y salpicadas de arbustos. A trescientos kilómetros por hora y a tan poca distancia del suelo, las paredes de roca pasaban como un borrón tras los cristales de la cabina y la sensación de velocidad era vertiginosa. Laura notó un leve mareo y contuvo el aliento.
«Respira con el estómago. Nunca retengas la respiración».
Recordó el consejo del psicoterapeuta que la había tratado después de lo de Iraq. Inhaló despacio y expandió el diafragma. Ya tenía las pulsaciones bastante aceleradas desde que Annia, su jefa, le confió aquel trabajo.
—Vas a poder con ello —le dijo cuando se despidieron en el aeropuerto de La Haya.
—¿Tú crees, Annia?
—Claro que sí. Ya ha pasado tiempo suficiente. Vuelves a ser Superwoman Laura Fuster.
«No, eso no es cierto. Nunca volveré a ser la misma», pensó ella en aquel momento, pero prefirió no contestar. Había aceptado, y ya no podía recular.
Tras dejar atrás las colinas, el helicóptero siguió como una flecha lanzada hacia el horizonte. Bajo ellos pasó un terreno salpicado de rocas cárdenas y ásperas que parecían costras de sangre seca sobre aquella llanura polvorienta y agrietada. A la izquierda, el sol del amanecer se veía como una mancha rojiza difuminada por una atmósfera saturada de polvo.
En aquella tierra no había ni rastro de vegetación. Mirando a los lados, Laura podía albergar la ilusión de que se hallaban en otro planeta, sobrevolando una llanura marciana provista de cierta belleza hostil y desolada.
Mejor pensar en Marte. Porque, en realidad, aunque quería negárselo, aquel paraje semidesértico le recordaba más a otro lugar situado en el extremo opuesto del Mediterráneo.
Y al horror que había vivido allí, una experiencia más alienante que si se hubiera encontrado con extraterrestres.
Convirtió aquella memoria en una nube negra e invocó un viento mental para ahuyentarlo; era otra de las enseñanzas del psicoterapeuta. Después, apartó la mirada de la ventana lateral y se estiró para asomar la cabeza entre los hombros del piloto y los de Eric.
Allí el panorama cambiaba de repente. Un océano brillante cortaba el paisaje como una cuchilla afilada. Se parecía a los espejismos que se vislumbran en la carretera en días de verano. Pero, en lugar de huir hacia la lejanía como un fantasma burlón, aquel mar de reflejos plateados no dejaba de crecer extendiéndose de horizonte a horizonte.
—¿Esos de ahí son los invernaderos? —oyó la voz de Eric a través de los cascos.
—¡Sí! —Pese a los auriculares y el intercomunicador, el piloto tenía que levantar la voz para hacerse oír por encima del estruendo del rotor—. ¡No van a ver nada como esto en ningún otro lugar del mundo!
—¡Es alucinante!
Eric tomó varias fotos con su móvil. Como tantos hijos de la sociedad audiovisual, el joven inglés se perdía a menudo las imágenes reales por concentrar la vista en pantallas o visores diminutos para guardarlas.
Laura, en cambio, prefería disfrutar de lo que veía en el momento y almacenarlo en su memoria. Era un espectáculo digno de recordar. Ni «bello» ni «agradable» serían las mejores palabras para definirlo. Pero sin duda los invernaderos llamaban la atención. Aquel océano de plástico que no dejaba de crecer ante sus ojos era tan irreal como una nevada en pleno desierto del Sahara.
«Irreal», se repitió Laura.
Debía tener cuidado con esa sensación que empezaba a invadirla. Si seguía pensando que aquello no le estaba ocurriendo a ella, que no podía pasar nada —«Aquí nunca pasa nada», esa frase tan española—, no tendría los cinco sentidos puestos en su misión.
Y en su trabajo, distraerse y bajar las defensas un solo segundo podía significar infección. Contaminación.
Muerte.
Comprobó la pantalla de su iPhone. Según el mapa, se hallaban ya a menos de veinte kilómetros de Matavientos, el pueblo donde se había producido la alarma biológica. Consultó la prensa. La única referencia era una noticia breve redactada a las 20:34 del día anterior en un medio local.
Las autoridades sanitarias de la Junta de Andalucía desmienten que exista un brote de meningitis en el pueblo de Matavientos, en la provincia de Almería
.
Ante los rumores de que en la clínica de dicha localidad se han presentado varios pacientes con síntomas de meningitis, el Servicio de Epidemiología ha desmentido tajantemente los mismos
.
«
De hecho —ha declarado el jefe de dicho servicio—, este año está siendo especialmente positivo en la provincia de Almería, habiéndose notificado desde enero menos casos que durante el mismo periodo del año anterior
».
No obstante, el Servicio de Epidemiología recuerda que la prevención y el diagnóstico precoz son fundamentales para combatir esta enfermedad
.
Al menos, el periódico había censurado una parte del artículo que aparecía la víspera, donde se mencionaba que morían más de diez de cada cien afectados de meningitis. Hablar de tasas de mortalidad no era la mejor forma de desmentir un rumor ni de tranquilizar a la población.
Aunque resulta difícil desmentir un rumor cuando está bien fundado. Los enfermos que se habían presentado en la clínica de Matavientos no eran dos ni tres, sino seis, todos ellos adultos, inmigrantes de raza negra.
El dosier que Laura había descargado del servidor FTP de la organización apenas añadía nada más. A poco de leerlo, se había quedado adormilada, como le solía ocurrir cuando volaba, y había caído en un inquieto duermevela en el que los datos del expediente se combinaban entre sí, retorciéndose como caprichosas serpientes de información.
Fue entonces cuando la llamó Blanco, el hombre de Protección Civil, para confirmar la hora de su llegada. Blanco era quien se había puesto en contacto con Annia para pedir ayuda a la OPBW.
—¿En qué se basa para creer que puede tratarse de un BT? —le preguntó Laura. Recién despierta, notaba esa sensación vagamente fría y ominosa de los viajes al amanecer.
—¿Un BT?
—Un ataque bioterrorista.
—Prefiero que lo hablemos cuando lleguen y usted misma lo juzgue, doctora.
Por teléfono no había conseguido arrancarle nada más.
Bioterrorismo. La amenaza contra la que luchaba la institución para la que trabajaba Laura, la Organización para el Control de Armas Biológicas, más conocida por su acróstico inglés, OPBW.
La voz del piloto la sacó de su ensimismamiento.
—¡Son más de treinta mil hectáreas cubiertas de plástico! ¡Puede verse incluso desde la luna! —les estaba explicando con el tono de un guía turístico.
Laura volvió a pegar la cabeza a la ventanilla lateral y observó las innumerables filas de invernaderos que desfilaban a toda velocidad bajo ellos. El mar de plástico se ondulaba y rielaba con el viento, lanzando destellos rojizos al recibir los rayos del sol del amanecer. En su interior se adivinaban las siluetas de las plantas, retorcidas por aquella luz extraña y sesgada.
—¿Seguro que se ve desde la luna? —preguntó Eric, escéptico.
—¡Eso me han contado! —respondió el piloto—. ¡Pero no sé si habrá alguien allí para contemplarlo!
—¿Lo ves bien desde ahí, doctora? —preguntó Eric, volviéndose hacia ella. Tenía la boca abierta en una enorme sonrisa y los ojos muy abiertos, como si viviera una aventura. A sus veinticinco años, seguramente debía parecérselo.
—Sí, Eric. Es un paisaje… diferente.
El joven sonrió. Sus cejas pelirrojas, casi invisibles, hacían que sus ojos parecieran aún más azules y grandes. Aquellos ojos delataban todo lo que sentía: tan pronto se abrían como platos con la curiosidad de un niño cuando recibían la muestra de una nueva cepa como lanzaban chispas de indignación cuando tenían que enfrentarse a la cerrazón de los burócratas.
El brillo que despedían al clavarse en Laura, cuando creía que ella no le miraba, era muy distinto. Y un poco peligroso, teniendo en cuenta que trabajaban juntos.
—¡Ya estamos llegando! —anunció el piloto.
De forma casi inconsciente, Laura se pasó los dedos por la cabeza para peinarse. No le resultó difícil, ya que llevaba el pelo muy corto. Después se ajustó la chaqueta cruzándola sobre la cintura. Había elegido un traje gris que se ceñía a su talle y acentuaba la longitud de sus piernas. Ya que desde lo de Iraq había perdido casi seis kilos y volvía a llevar la talla 38, ¿por qué no aprovechar para lucir su figura?