Las posibles catástrofes de segunda clase provocadas por la invasión de objetos procedentes del exterior de nuestro Sistema Solar no demuestran tener especiales consecuencias. En algunos casos las probabilidades son tan escasas que es mucho más probable que nos veamos afectados anteriormente por una catástrofe de primera clase, como la formación del «huevo cósmico». En otros casos, las invasiones parecen tener probabilidades más elevadas, pero su potencialidad es menor para poder dañar a nuestro Sol.
En este caso, ¿podemos eliminar por completo la razonable posibilidad de catástrofes de segunda clase? ¿Podemos tener la certeza de que nuestro Sol está completamente seguro para siempre, o que, por lo menos, lo estará mientras dure el universo?
Rotundamente, no. Aunque no se produjeran intrusiones del exterior, existen razones para suponer que el Sol no está seguro, y que una catástrofe de segunda clase, que afectara a la propia integridad del Sol, no tan sólo es posible, sino inevitable.
En tiempos precientíficos, el Sol era considerado como un dios beneficioso, de cuya luz y calor amistosos la Humanidad, y toda la vida, dependían. Se observaban con gran minuciosidad sus movimientos en el cielo y se vio que su camino se elevaba hasta alcanzar la cima el 21 de junio (solsticio de verano en el hemisferio Norte), continuaba entonces bajando en el cielo hasta su máximo descenso el 21 de diciembre (solsticio de invierno), y el ciclo se repetía después.
Ya en las culturas prehistóricas parecen haber existido sistemas para comprobar la posición del Sol con una notable exactitud; por ejemplo, las piedras de Stonehenge parecen estar alineadas para marcar, entre otras cosas, la hora del solsticio de verano.
Naturalmente, antes de que se comprendiesen la verdadera naturaleza de los movimientos y orientación de la Tierra, no se podía confiar que, en un año determinado, el Sol, al descender hacia el solsticio de invierno, no continuara descendiendo indefinidamente y desapareciera, poniendo punto final a toda la vida. Por este motivo, en los mitos escandinavos el final definitivo está anunciado por el
Fimbulwinter,
cuando el sol desaparece y sigue un terrible período de oscuridad y frío que dura tres años, después de lo cual viene el Ragnarok y el final. Incluso en los climas más soleados, en donde la fe en el beneficio perpetuo del Sol debería ser naturalmente más sólida, en el período de solsticio de invierno, cuando el Sol detiene su declive y comenzaba su ascenso por los cielos, una vez más se presentaba la ocasión de grandes expresiones de alivio.
La celebración del solsticio de los tiempos antiguos más conocida de nosotros es la de los romanos. Los romanos creían que su dios de la agricultura, Saturno, había gobernado la Tierra durante una antigua edad dorada de ricas cosechas y abundante alimento. Así, durante la semana del solsticio de invierno, con su promesa del retorno del verano y de la dorada época de la agricultura saturniana, se celebraba la «Saturnalia», desde el 17 de diciembre hasta el 24. Eran días en que reinaban la alegría y el gozo. Se cerraban los comercios, para que nada interfiriera con la celebración, y se repartían regalos. Eran unos días de hermandad, pues los sirvientes y los esclavos recibían libertad temporal y se les permitía unirse a sus amos en la celebración.
La Saturnalia no desapareció. A medida que el Cristianismo fortalecía su poder en el Imperio romano, se hizo evidente que no podía esperar ahogar la alegría en el nacimiento del Sol. Por tanto, algún tiempo después, el año 300 d. de JC, el Cristianismo absorbió la celebración declarando arbitrariamente que el día 25 de diciembre fue el día del nacimiento de Jesús (algo para lo cual no tenemos absolutamente ninguna garantía bíblica). De este modo, la celebración del nacimiento del Sol se convirtió en una fiesta que conmemora el nacimiento del Hijo
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Naturalmente, el pensamiento cristiano no podía otorgar divinidad a cualquier objeto del universo visible, de modo que el Sol fue derrocado de su posición divina. Sin embargo, el derrocamiento fue mínimo. El Sol continuó siendo, considerado como una esfera perfecta de luz celestial, perpetua e inmutable, desde el instante en que Dios lo creó en el cuarto día de la Creación hasta el momento en que, en el incierto futuro, Dios quiera ponerle fin. Mientras existiera, sería, en su esplendor y brillo inmutables, el símbolo visible de Dios más inequívoco.
La primera intrusión de la ciencia en este cuadro mítico del Sol fue el descubrimiento de Galileo, en 1609, de que hay manchas en el Sol. Sus observaciones demostraban claramente que las manchas formaban parte de la superficie solar y que no se trataba de nubes que oscurecieran la superficie. Cuando el Sol perdió su perfección, aumentaron también las dudas respecto a su condición de perpetuidad. Cuanto más aprendían los científicos sobre la energía de la Tierra, tanto más reflexionaban sobre el origen de la energía del Sol.
En 1854, Helmholtz, uno de los importantes descubridores de la ley de conservación de la energía, se dio cuenta de que era vital descubrir el origen de la energía del Sol, o no podría mantenerse la ley de la conservación. Un origen que le pareció razonable fue el campo gravitacional. El Sol, sugirió Helmholtz, se contraía continuamente por el impulso de su propia gravedad y la energía de ese movimiento de todas sus partes hacia dentro quedaba convertida en radiaciones. Si así fuese, y si el suministro de energía del Sol era finito (como claramente tenía que ser) tuvo que haber un principio y habría también un final del Sol
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Al principio, según la teoría de Helmholtz, el Sol debió de haber sido una nebulosa muy delgada y su contracción lenta bajo un campo gravitacional poco intenso todavía produciría poca energía radiante. Únicamente a medida que la contracción continuó y el campo gravitacional, aunque igual en su fuerza total, quedó concentrado en un volumen menor y, por consiguiente, más intenso, la contracción se hizo con la rapidez suficiente para liberar el tipo de energía que nos es familiar.
Hace sólo unos veinticinco millones de años que el Sol se contrajo hasta un diámetro de trescientos millones de kilómetros (186 millones de millas) y sólo después se contrajo hasta un tamaño inferior a la órbita de la Tierra. La Tierra debió de ser formada en algún momento posterior a los veinticinco millones de años.
En el futuro, el Sol tendría que morir, pues eventualmente se contraería hasta el punto de que no podría contraerse más y entonces se consumiría su fuente de energía y dejaría de irradiar, pero se convertiría en un cuerpo frío, muerto, lo que ciertamente al enfriarse representaría una catástrofe definitiva para nosotros. Considerando que el Sol ha necesitado veinticinco millones de años para contraerse desde el tamaño de la órbita de la Tierra a su tamaño presente, parece seguro que no podría ocurrir nada en unos doscientos cincuenta mil años y que ése sería todo el tiempo de vida que quedaría en la Tierra.
Los geólogos que estudiaron los cambios muy lentos de la corteza terrestre, estaban convencidos de que la Tierra tendría más de veinticinco millones de años. Los biólogos, que estudiaron igualmente los cambios lentos de la evolución biológica, también estaban convencidos de esto. Sin embargo, parecía no haber otra energía para escapar del razonamiento de Helmholtz, sino rechazar la ley de conservación de la energía y encontrar una nueva mayor fuente de energía para el Sol. Era la segunda alternativa que salvó la situación. Fue hallada una nueva fuente de energía.
En 1896, el físico francés Antoine Henri Becquerel (1852-1908) descubrió la radiactividad y rápidamente resultó que había un insospechado y enorme aporte de energía dentro del núcleo del átomo. Si de algún modo el Sol pudiera dar salida a este aporte de energía, no era necesario suponer que estaba sometido a una constante contracción. Quizá podía irradiar a expensas de la energía nuclear durante dilatados períodos de tiempo sin cambiar mucho su tamaño.
La simple declaración de que el Sol (y por extensión, las estrellas) funciona mediante energía nuclear carece de convicción. ¿De qué manera dispone el Sol de esta energía nuclear?
Ya en 1862, el físico sueco Anders Jonas Angstrom (1814-1874) había observado la presencia de hidrógeno en el Sol por análisis espectroscopio). Gradualmente se supo que este elemento, el más simple, era muy común en el Sol. En 1929, el astrónomo americano Henry Norris Russell (1877-1957) demostró que, de hecho, en el Sol predominaba el hidrógeno. Ahora sabemos que un 75 % de su masa está formada por hidrógeno y un 25 % de helio (el segundo elemento más simple) con otras pequeñas cantidades de átomos más complicados, en fracciones de porcentaje. Por eso simplemente queda claro que si en el Sol existen reacciones nucleares responsables de su energía radiante, esas reacciones se deben al hidrógeno y al helio. Ninguna otra cosa se halla en cantidad suficiente para tener importancia.
Entretanto, a principios de la década de los veinte, el astrónomo inglés Arthur S. Eddington (1882-1944) demostró que la temperatura en el centro del Sol llegaba a millones de grados. A esta temperatura los átomos se rompen, los electrones que los rodean se separan, y los núcleos desnudos pueden chocar unos contra otros con fuerza suficiente para iniciar reacciones nucleares.
En efecto, el Sol comienza como una nube delgada de polvo y gas, según la hipótesis de Helmholtz. Lentamente se contrae liberando energía radiante en el proceso. Sin embargo, no es hasta haberse contraído a un tamaño como el actual cuando se calienta lo bastante en su centro para iniciar las reacciones nucleares y comenzar a brillar como actualmente le vemos. Cuando ocurre esto, retiene su tamaño y su intensidad radiante durante un largo tiempo.
Por último, en 1938, el físico germano-americano Hans Albrecht Bethe (1906-), utilizando datos de laboratorio respecto a las reacciones nucleares, demostró la probable naturaleza de las reacciones en el centro del Sol que producían su energía. Implicaba la conversión de núcleos de hidrógeno en núcleos de helio («fusión de hidrógeno») por medio de unos cuantos pasos bien definidos.
La fusión de hidrógeno suministra una cantidad adecuada de energía para mantener brillante el Sol en su proporción actual y durante un dilatado período de tiempo. Los astrónomos están de acuerdo actualmente en que el Sol ha estado brillando como ahora durante un período de casi cinco mil millones de años. Se cree ahora que la Tierra y el Sol, y el Sistema Solar en general, han venido existiendo en la forma reconocible en que existen hoy, durante unos cuatro mil millones de años. Esto satisface las necesidades de tiempo de geólogos y biólogos durante el que hayan podido tener lugar los cambios que han observado.
También significa que el Sol, la Tierra y el Sistema Solar en general pueden continuar existiendo (si del exterior no llega interferencia), durante miles de millones de años más.
Aunque la energía nuclear proporcione energía al Sol, esto simplemente retrasa el final. Aunque el suministro de energía dure miles de millones de años en vez de cientos de miles, eventualmente debe llegar a su final.
Hasta la década de los cuarenta, se suponía que, cualquiera que fuese la fuente de energía del Sol, la disminución gradual de esa energía significaba que el Sol se enfriaría algún día y que finalmente se debilitaría y oscurecería de modo que la Tierra se helaría en un
Fimbulwinter
infinito. Sin embargo, se estudiaron nuevos métodos para investigar la evolución estelar, y se demostró que esa catástrofe del frío era un cuadro inadecuado del final.
Una estrella está en equilibrio. Su propio campo gravitacional produce una tendencia a la contracción, mientras que el calor de las reacciones nucleares en su centro produce una tendencia a la expansión. Una equilibra a la otra, y mientras continúan las reacciones nucleares, se mantienen el equilibrio y la estrella permanece visiblemente sin cambios.
Cuanto mayor es la masa de una estrella, tanto más intenso es su campo gravitacional y mayor su tendencia a contraerse. Para que esa estrella permanezca en volumen equilibrado, ha de experimentar reacciones nucleares en mayor proporción para poder desarrollar una temperatura más elevada necesaria para equilibrar la mayor gravedad.
Por tanto, cuanto más pesada es una estrella, tanto más caliente ha de estar y más rápidamente debe consumir su combustible nuclear básico, el hidrógeno. De todas maneras, una estrella más masiva contiene más hidrógeno del contenido en una estrella menos masiva, pero esto no importa. Al avanzar en nuestra investigación, sobre estrellas masivas, descubrimos que la proporción con que el combustible ha de consumirse para equilibrar la gravedad, aumenta de un modo considerablemente más rápido de lo que aumenta el contenido de hidrógeno. Esto significa que una estrella masiva consume su gran suministro de hidrógeno con más rapidez que una estrella pequeña agota su suministro de hidrógeno. Cuanto más masiva es la estrella, tanto más rápidamente consume su combustible y más pronto pasa por los diversos niveles de su evolución.
Supongamos que se estudian grupos de estrellas, no grupos globulares que contienen tantas estrellas que no pueden estudiarse convenientemente las individuales, sino «grupos abiertos», que tan sólo contienen desde unos centenares a unos millares de estrellas, diseminadas a distancias suficientes para permitir un estudio individual. Por el telescopio puede verse aproximadamente un millar de esos grupos, y algunos, como las Pléyades, se hallan lo suficientemente cerca para que sus miembros más brillantes puedan verse a simple vista.
Todas las estrellas de un grupo abierto es probable que se formaran más o menos al mismo tiempo de una gran nube de polvo y gas. Sin embargo, partiendo de ese mismo punto, las más masivas han progresado más aprisa en el camino de la evolución en comparación con las menos masivas, y sobre ese camino podría obtenerse un espectro completo de posiciones. Realmente, el camino vendría señalado si la temperatura y el brillo total están delineados contra la masa. Contando con eso como guía, los astrónomos pueden utilizar sus crecientes conocimientos con respecto a las reacciones nucleares, para comprender lo que sucede dentro de una estrella.
Aunque una estrella deberá enfriarse finalmente, pasa por un largo período durante el cual se calienta. A medida que el hidrógeno se convierte en helio en el centro de la estrella, el centro se enriquece cada vez más con helio, y por tanto, se hace más denso. La creciente densidad intensifica el campo gravitacional en el centro, que se contrae, y, en consecuencia, se calienta más. Gradualmente, toda la estrella se calienta por esa razón, de manera que, mientras el centro se contrae, la estrella, como un todo, sufre una ligera expansión. Es probable que el centro esté tan caliente que se provoquen nuevas reacciones nucleares. Los núcleos de helio dentro de él comienzan a formar nuevos y más complejos núcleos de elementos más elevados, como carbón, oxígeno, magnesio, silicio, y así sucesivamente.