Cuando madame Rosay vino a casa ya era tarde, y no se quedó más que un momento. En realidad mi casa es una sola pieza, pero como dentro tengo la cocina y lo que sobró de los muebles cuando murió Georges y hubo que vender todo, me parece que tengo derecho a llamarla mi casa. De todos modos hay tres sillas, y madame Rosay se quitó los guantes, se sentó y dijo que la pieza era pequeña pero simpática. Yo no me sentía impresionada por madame Rosay, aunque me hubiera gustado estar mejor vestida. Me tomó de sorpresa, y tenía puesta la falda verde que me habían regalado en lo de las hermanas. Madame Rosay no miraba nada, quiero decir que miraba y desviaba la vista en seguida, como para despegarse de lo que había mirado. Tenía la nariz un poco fruncida; a lo mejor le molestaba el olor a cebollas (me gustan mucho las cebollas) o el pis del pobre Minouche. Pero yo estaba contenta de que madame Rosay hubiera venido, y se lo dije.
—Ah, sí, madame Francinet. También yo me alegro de haberla encontrado, porque estoy tan ocupada… —fruncía la nariz como si las ocupaciones olieran mal—. Quiero pedirle que… Es decir, madame Beauchamp pensó que quizá usted dispondría de la noche del domingo.
—Pues naturalmente —dije yo—. ¿Qué puedo hacer el domingo, después de ir a misa? Entro un rato en lo de Gustave, y…
—Sí, claro —dijo madame Rosay—. Si usted está libre el domingo, quisiera que me ayudara en casa. Daremos una fiesta.
—¿Una fiesta? Mis felicitaciones, madame Rosay.
Pero a madame Rosay no pareció gustarle esto, y se levantó de golpe.
—Usted ayudaría en la cocina, habrá tanto que hacer. Si puede ir a las siete, mi mayordomo le explicará lo necesario.
—Naturalmente, madame Rosay.
—Ésta es mi dirección —dijo madame Rosay, y me dio una tarjeta color crema—. ¿Estará bien con quinientos francos?
—Quinientos francos.
—Digamos seiscientos. A medianoche quedará libre, y tendrá tiempo de alcanzar el último
métro
. Madame Beauchamp me ha dicho que usted es de confianza.
—¡Oh, madame Rosay!
Cuando se fue estuve por reírme al pensar que casi le había ofrecido una taza de té (hubiera tenido que buscar alguna que no estuviera desportillada). A veces no me doy cuenta con quién estoy hablando. Sólo cuando voy a casa de una señora me contengo y hablo como una criada. Debe ser porque en mi casa no soy criada de nadie, o porque me parece que todavía vivo en nuestro pabelloncito de tres piezas, cuando Georges y yo trabajábamos en la fabrica y no pasábamos necesidad. A lo mejor es porque a fuerza de retar al pobre Minouche, que hace pis debajo de la cocina, me parece que yo también soy una señora como madame Rosay.
Cuando iba a entrar en la casa, por poco se me sale el tacón de un zapato. Dije en seguida: «Buena suerte quiero verte y quererte, diablo aléjate». Y toqué el timbre.
Salió un señor de patillas grises como en el teatro, y me dijo que pasara. Era un departamento grandísimo que olía a cera de pisos. El señor de patillas era el mayordomo y olía a benjuí.
—En fin —dijo, y se apuró a hacerme seguir por un corredor que llevaba a las habitaciones de servicio—. Para otra vez llamará a la puerta de la izquierda.
—Madame Rosay no me había dicho nada.
—La señora no está para pensar en esas cosas. Alice, ésta es madame Francinet. Le dará usted uno de sus delantales.
Alice me llevó a su cuarto, más allá de la cocina (y qué cocina) y me dio un delantal demasiado grande. Parece que madame Rosay le había encargado que me explicara todo, pero al principio lo de los perros me pareció un error y me quedé mirando a Alice, la verruga que tenía Alice debajo de la nariz. Al pasar por la cocina todo lo que había podido ver era tan lujoso y reluciente que la sola idea de estar ahí esa noche, limpiando cosas de cristal y preparando las bandejas con las golosinas que se comen en esas casas, me pareció mejor que ir a cualquier teatro o al campo. A lo mejor fue por eso que al principio no entendí bien lo de los perros, y me quedé mirando a Alice.
—Eh, sí —dijo Alice, que era bretona y bien que se le notaba—. La señora ha dicho.
—¿Pero cómo? Y ese señor de las patillas, ¿no se puede ocupar él de los perros?
—El señor Rodólos es el mayordomo —dijo Alice, con santo respeto.
—Bueno, si no es él, cualquiera. No entiendo por qué yo.
Alice se puso insolente de golpe.
—¿Y por qué no, madame…?
—Francinet, para servirla.
—¿… madame Francinet? No es un trabajo difícil. Fido es el peor, la señorita Lucienne lo ha malcriado mucho…
Me explicaba, de nuevo amable como una gelatina.
—Azúcar a cada momento, y tenerlo en la falda. Monsieur Bébé también lo echa a perder en cuanto viene, lo mima tanto, sabe usted… Pero Médor es muy bueno, y Fifine no se moverá de un rincón.
—Entonces —dije yo, que no volvía de mi asombro—, hay muchísimos perros.
—Eh, sí, muchísimos.
—¡En un departamento! —dije, indignada y sin poder disimular—. No sé lo que pensará usted, señora…
—Señorita.
—Perdone usted. Pero en mis tiempos, señorita, los perros vivían en las perreras, y bien puedo decirlo, pues mi difunto esposo y yo teníamos una casa al lado de la villa de monsieur… —pero Alice no me dejó explicarle. No es qué dijera nada, pero se veía que estaba impaciente y eso yo lo noto en seguida en la gente. Me callé, y empezó a decirme que madame Rosay adoraba a los perros, y que el señor respetaba todos sus gustos. Y también estaba su hija, que había heredado el mismo gusto.
—La señorita anda loca con Fido, y seguramente comprará una perra de la misma raza, para que tengan cachorros. No hay nada más que seis: Médor, Fifine, Fido, la Petite, Chow y Hannibal. El peor es Fido, la señorita Lucienne lo ha malcriado mucho. ¿No lo oye? Seguramente está ladrando en el recibimiento.
—¿Y dónde tendré que quedarme a cuidarlos? —pregunté con aire despreocupado, no fuera que Alice creyera que me sentía ofendida.
—Monsieur Rodólos la llevará al cuarto de los perros.
—¿Así que tienen un cuarto, los perros? —dije, siempre con mucha naturalidad. Alice no tenía la culpa, en el fondo, pero debo decir la verdad y es que le hubiera dado de bofetadas ahí mismo.
—Claro que tienen su cuarto —dijo Alice—. La señora quiere que los perros duerman cada uno en su colchón, y les ha hecho arreglar un cuarto para ellos solos. Ya llevaremos una silla para que usted pueda sentarse y vigilarlos.
Me ajusté lo mejor posible el delantal y volvimos a la cocina. Justamente en ese momento se abrió otra puerta y entró madame Rosay. Tenía una
robe de chambre
azul, con pieles blancas, y la cara llena de crema. Parecía un pastel, con perdón sea dicho. Pero estuvo muy amable y se veía que mi llegada le quitaba un peso de encima.
—Ah, madame Francinet. Ya Alice le habrá explicado de qué se trata. Quizá más tarde pueda ayudar en alguna otra cosa liviana, secar copas o algo así, pero lo principal es tener quietos a mis tesoros. Son deliciosos, pero no saben estar juntos, y sobre todo solos; en seguida se pelean, y no puedo
tolerar
la idea de que Fido muerda a Chow, pobrecito, o que Médor… —bajó la voz y se acercó un poco—. Además, tendrá que vigilar mucho a la Petite, es una pomerania de ojos preciosos. Me parece que… el momento se acerca… y no quisiera que Médor, o que Fido… ¿comprende usted? Mañana la haré llevar a nuestra finca, pero hasta entonces quiero que esté vigilada. Y no sabría dónde tenerla si no es con los otros en su cuarto. ¡Pobre tesoro, tan mimosa! No podría quitármela de al lado en toda la noche. Ya verá usted que no le darán trabajo. Al contrario, se va a divertir viendo lo inteligentes que son. Yo iré una que otra vez a ver cómo anda todo.
Me di cuenta de que no era una frase amable sino una advertencia, pero madame Rosay seguía sonriendo debajo de la crema que olía a flores.
—Lucienne, mi hija, irá también, naturalmente. No puede estar sin su Fido. Hasta duerme con él, figúrese usted… —Pero esto último lo estaba diciendo a alguien que le pasaba por la cabeza, porque al mismo tiempo se volvió para salir y no la vi más. Alice, apoyada en la mesa, me miraba con aire idiota. No es que yo desprecie a la gete, pero me miraba con aire idiota.
—¿A qué hora es la fiesta? —dije yo, dándome cuenta de que sin querer seguía hablando con el tono de madame Rosay, esa manera de hacer las preguntas un poco al costado de la persona, como preguntándole a un perchero o a una puerta.
—Ya va a empezar —dijo Alice, y monsieur Rodolos que entraba en ese momento quitándose una mota de polvo de su traje negro, asintió con aire importante.
—Sí, no tardaran —dijo, haciendo una seña a Alice para que se ocupara de unas preciosas bandejas de plata—. Ya están ahí monsieur Fréjus y monsieur Bébé, y quieren cocktails.
—Esos vienen siempre temprano —dijo Alice—. Así beben, también… Ya le he explicado todo a madame Francinet, y madame Rosay le hablo de lo que tiene que hacer.
—Ah, perfectamente. Entonces lo mejor será que la lleve a la habitación donde tendrá que quedarse. Yo iré luego a traer a los perros; el señor y monsieur Bébé están jugando con ellos en la sala.
—La señorita Lucienne tenía a Fido en su dormitorio —dijo Alice.
—Sí, ella misma se lo traerá a madame Francinet. Por ahora, si quiere usted venir conmigo…
Así fue como me vi sentada en una vieja silla de viena, exactamente en el medio de un grandísimo cuarto lleno de colchones por el suelo, y donde había una casilla con techo de paja, igual a las chozas de los negros, que según me explicó el señor Rodolos era un capricho de la señorita Lucienne para su Fido. Los seis colchones estaban tirados por todas partes, y había escudillas con agua y comida. La única lámpara eléctrica colgaba justamente encima de mi cabeza, y daba una luz muy pobre. Se lo dije al señor Rodolos, y que tenía miedo de quedarme dormida cuando no estuvieran más que los perros.
—Oh, no se quedará dormida, madame Francinet —me contestó—. Los perros son muy cariñosos pero están malcriados, y habrá que ocuparse de ellos todo el tiempo. Espere aquí un momento.
Cuando cerró la puerta y me dejó sola, sentada en medio de ese cuarto tan raro, con el olor a perro (un olor limpio, eso sí), me sentí un poco rara, porque era casi como estar soñando, sobre todo con esa luz amarilla encima de la cabeza, y el silencio. Claro que el tiempo pasaría pronto y no sería tan desagradable, pero a cada momento sentía como si algo no estuviera bien. No precisamente que me hubieran llamado para eso sin prevenirme, pero tal vez lo raro de tener que hacer ese trabajo, o a lo mejor yo realmente pensaba que eso no estaba bien. El suelo brillaba de bien lustrado, y los perros se veía que hacían sus necesidades en otra parte porque no había nada de olor, salvo el de ellos mismo, que no es tan feo cuando pasa un rato. Pero lo peor era estar sola y esperando, y casi me alegré cuando la señorita Lucienne entró trayendo en brazos a Fido, un pekinés horrible (no puedo aguantar a los pekineses), y el señor Rodolos vino gritando y llamando a los otros cinco perros hasta que estuvieron todos en la pieza. La señorita Lucienne estaba preciosa, toda de blanco, y tenía un pelo platinado que le llegaba a los hombros. Besó y acarició mucho rato a Fido, sin ocuparse de los otros que bebían y jugaban, y después me lo trajo y me miró pro primera vez.
—¿Usted es la que los va a cuidar? —dijo. Tenía una voz un poco chillona, pero no se puede negar que era muy hermosa.
—Soy madame Francinet, para servirla —dije, saludando.
—Fido es muy delicado. Tómelo. Sí, en los brazos—. No la va a ensuciar, lo baño yo misma todas las mañanas. Como le digo, es muy delicado. No le permita que se mezcle con
ésos
. Cada tanto ofrézcale agua.
El perro se quedó quieto en mi falda, pero lo mismo me daba un poco de asco. Un danés grandísimo lleno de manchas negras se acercó y se puso a olerlo, como hacen los perros, y la señorita Lucienne soltó un chillido y le dio de puntapiés. El señor Rodolos no se movía de la puerta, y se veía que estaba acostumbrado.
—Ya ve, ya ve —gritaba la señorita Lucienne—. Es lo que no quiero que suceda, y usted no debe permitirlo. Ya le explicó mamá, ¿verdad? No se moverá de aquí hasta que termine el
party
. Y si Fido se siente mal y se pone a llorar, golpeé la puerta para que
ése
me avise.
Se fue sin mirarme, después de tomar en brazos otra vez al pekinés y besarlo hasta que el perro lloriqueó. Monsieur Rodolos se quedó todavía un momento.
—Los perros no son malos, madame Francinet —me dijo—. De todos modos, si tiene algún inconveniente, golpee a la puerta y vendré. Tómelo con calma —agregó como si se le hubiera ocurrido a último momento, y se fue cerrando con todo cuidado la puerta. Me pregunto si no le puso el cerrojo por fuera, pero resistí a la tentación de ir a ver, porque creo que me hubiera sentido mucho peor.
En realidad cuidar a los perros no fue difícil. No se peleaban, y lo que madame Rosay había dicho de la Petite no era cierto, por lo menos no había empezado todavía. Naturalmente apenas la puerta estuvo cerrada yo solté al asqueroso pekinés y lo dejé que se revolcara tranquilamente con los otros. Era el peor, les buscaba camorra todo el tiempo pero ellos no le hacían nada y hasta se veía que lo invitaban a jugar. De cuando en cuando bebían, o comían la rica carne de las escudillas. Con perdón sea dicho, casi me daba hambre ver esa carne tan rica en las escudillas.
A veces, desde muy lejos, se oía reír a alguien y no sé si era porque estaba enterada de que iban a hacer música (Alice lo había dicho en la cocina), pero me pareció oír un piano, aunque a lo mejor era en otro departamento. El tiempo se hacía muy largo, sobre todo por culpa de la única luz que colgaba del techo, tan amarilla. Cuatro de los perros se durmieron pronto, y Fido y Fifine (no sé si era Fifine, pero me pareció que debía ser ella) jugaron un rato a mordisquearse las orejas, y terminaron bebiendo mucha agua y acostándose uno contra otro en un colchón. A veces me parecía oír pasos afuera, y corría a tomar en brazos a Fido, no fuera que entrara la señorita Lucienne. Pero no vino nadie y pasó mucho tiempo, hasta que empecé a dormitar en la silla, y casi hubiera querido apagar la luz y dormirme de veras en uno de los colchones vacíos.
No diré que no estuve contenta cuando Alice vino a buscarme. Alice tenía la cara muy colorada, y se veía que aún le duraba la excitación de la fiesta y todo lo que habrían comentado en la cocina con las otras mucamas y monsieur Rodólos.