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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

Las aventuras de Arthur Gordon Pym (10 page)

BOOK: Las aventuras de Arthur Gordon Pym
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Mas dejemos esta digresión. El piloto nunca había tenido la costumbre de poner un vigía en cubierta estando el barco al pairo con tempestad, y el hecho de haberlo hecho ahora, unido a la circunstancia de la desaparición de las hachas y espeques, nos convenció plenamente de que la tripulación estaba demasiado alerta para cogerla por sorpresa de la manera que Peter había propuesto. Pero había que hacer algo, y esto sin la menor dilación, pues era indudable que si se abrigaban sospechas contra Peter, sería sacrificado a la primera oportunidad, y ésta la encontrarían o la provocarían en cuanto pasase la tempestad.

Augustus sugirió entonces que si Peter podía quitar, con cualquier pretexto, el trozo de cadena que estaba sobre la trampa del camarote, podríamos sorprenderlos penetrando por la cala; pero un poco de reflexión nos convenció de que el bergantín se balanceaba y cabeceaba con demasiada violencia para intentar una cosa de tal naturaleza.

Di al fin, por fortuna, con la idea de explotar los terrores supersticiosos y la conciencia de culpabilidad del piloto. Se recordará que uno de los marineros de la tripulación, Harman Rogers, había muerto durante la mañana, habiendo pasado dos días atacado de convulsiones tras de beber agua con licores. Peter nos había expresado la opinión de que este hombre había sido envenenado por el piloto, y fundaba su creencia en razones que eran incontrovertibles, según nos dijo, pero que no se había decidido a revelarnos, pues su reserva era una de las características de su singular carácter. Pero tuviera o no mejores razones que nosotros para recelar del piloto, estábamos de acuerdo con sus sospechas y dispuestos a obrar en consecuencia.

Rogers había muerto hacia las once de la mañana, presa de violentas convulsiones; y el cadáver presentaba a los pocos minutos de su muerte el aspecto más horrible y repugnante que jamás haya visto en mi vida. El estómago estaba exageradamente hinchado, como quien ha muerto ahogado y ha permanecido muchas semanas bajo el agua. Las manos se hallaban en las mismas condiciones, mientras el rostro aparecía encogido y arrugado, con una palidez de yeso, sólo interrumpida por dos o tres manchas rojas muy vivas, como las que produce la erisipela. Una de estas manchas se extendía diagonalmente a través de la cara, cubriendo completamente un ojo como si fuera una banda de terciopelo encarnado. En tan desagradable situación, habían subido el cuerpo a cubierta desde la cámara a mediodía, para arrojarlo al mar, cuando el piloto, echándole un vistazo (pues lo veía en ese instante por primera vez), y sintiendo remordimientos por su crimen o atemorizado por tan horrendo espectáculo, ordenó que lo cosiesen a su hamaca y se hiciesen los ritos usuales de un entierro en el mar. Después de dar estas instrucciones, se retiró a su cámara, para así evitar tener que ver de nuevo a su víctima. Mientras se hacían los preparativos para cumplir sus órdenes, se desencadenó la tempestad con gran furia, y el entierro se abandonó por el momento. El cadáver, abandonado a sí mismo, quedó junto a los imbornales de babor, donde yacía aún en el momento en que yo estaba hablando, bañado por las aguas y agitándose a los violentos vaivenes del bergantín.

Una vez establecido nuestro plan, nos dispusimos a llevarlo a la práctica lo más rápidamente posible. Peter subió a cubierta, y, tal como había previsto, le saludó inmediatamente Allen, quien parecía hallarse estacionado allí más para acechar lo que pasaba en el castillo de proa que para otra cosa. Pero la suerte del rufián quedó decidida rápida y silenciosamente, pues Peter, acercándose de un modo despreocupado, como si fuera a hablarle, le cogió por la garganta y, antes de que pudiera dar un solo grito, lo tiró por la borda. Luego nos llamó y subimos. Nuestra primera preocupación fue buscar algo con que armarnos, y al hacer esto teníamos que andar con cuidado, pues era imposible permanecer sobre cubierta un instante sin agarrarse firmemente, pues violentas olas irrumpían sobre el barco a cada cabeceo. Era indispensable también que hiciésemos de prisa nuestras operaciones, porque a cada minuto esperábamos ver aparecer al piloto para poner las bombas en funcionamiento, pues era evidente que el Grampus estaba haciendo agua muy rápidamente. Después de buscar durante un buen rato, no logramos encontrar nada más adecuado para nuestro propósito que los dos brazos de las bombas, uno de los cuales cogió Augustus y yo el otro. Una vez hecho esto, le quitamos al cadáver la camisa y lo arrojamos al mar. Peter y yo nos fuimos abajo, dejando a Augustus para vigilar la cubierta, donde ocupó el mismo sitio en que se había colocado Allen, y de espaldas a la escalera de la cámara, de modo que, si subía alguno de los de la banda del piloto, creyese que era el vigía.

Tan pronto como llegué abajo, comencé a disfrazarme para representar el cadáver de Rogers. La camisa que le había quitado nos sirvió de mucho, pues era de forma y dibujo singulares, y fácilmente reconocible: una especie de blusa que el difunto llevaba sobre sus demás ropas. Era una elástica azul, con anchas franjas blancas transversales. Después de ponérmela, procedí a equiparme con un estómago postizo, imitando la horrible deformidad del cadáver hinchado. Esto lo conseguí rápidamente por medio de ropas de cama. Luego le di el mismo aspecto a mis manos, poniéndome unos mitones de lana blanca, que rellené con una especie de trapos. Luego Peter me arregló la cara, primero frotándola bien con tiza blanca y manchándomela después con sangre, que se sacó dándose un corte en un dedo. La mancha a través del ojo no fue olvidada, y presentaba un aspecto aún más espantoso.

Capítulo VIII

Cuando me contemplé en un trozo de espejo que pendía en la cámara, a la sombría luz de una linterna de combate, me quedé tan impresionado por el sentimiento de vago terror reflejado en mi rostro y el recuerdo de la terrorífica realidad que estaba representando, que se apoderó de mí un violento temblor, y apenas me quedaron ánimos para seguir adelante con mi papel. Mas era necesario obrar con decisión, y Peter y yo subimos a cubierta.

Allí encontramos todo sin novedad y, manteniéndonos arrimados a los antepechos, los tres nos deslizamos a la escalera de la cámara. Estaba sólo parcialmente cerrada, habiendo tomado precauciones para evitar que la abriesen repentinamente de un empellón desde fuera, por medio de unos calces de madera colocados en el peldaño superior de modo que le impedían cerrarse. No hallamos dificultad alguna en echar un vistazo al interior de la cámara a través de las hendiduras donde están colocados los goznes. Ahora pudimos comprobar que había sido una gran suerte para nosotros no haber intentado cogerlos por sorpresa, pues estaban evidentemente alerta. Sólo uno estaba dormido, y yacía al pie de la escala de toldilla con un fusil a su lado. Los demás estaban sentados en varias colchonetas, que las habían quitado de las camas y tirado por el suelo. Estaban enfrascados en una conversación seria, y aunque habían estado de jarana, como se deducía por dos jarros vacíos y unos vasos de hojalata que había por allí, no estaban tan borrachos como de costumbre. Todos llevaban cuchillos, un par de ellos pistolas, y numerosos fusiles yacían en la cama al alcance de la mano.

Estuvimos escuchando su conversación durante un rato antes de decidir cómo obrar, pues no habíamos resuelto nada en concreto, excepto que intentábamos paralizarlos, cuando los atacásemos, por medio de la aparición de Rogers. Estaban discutiendo planes de piratería y, según pudimos oír claramente, se proponían unirse a la tripulación de una goleta, Hornet, y, si les era posible, apoderarse de ella como paso preparatorio para otra tentativa de mayor escala, de cuyos detalles no pudimos enterarnos.

Uno de los marineros habló de Peter, y el piloto le contestó en voz baja, sin que pudiéramos oírle, y luego añadió, en tono más alto, que «no podía entender que estuviese tanto tiempo con el chiquillo del capitán en el castillo de proa, pero creía que lo mejor era arrojarlos a ambos al mar cuanto antes». A estas palabras no hubo respuesta alguna, pero comprendimos fácilmente que la insinuación había sido bien recibida por toda la banda, y en especial por Jones. En este momento yo estaba excesivamente agitado, tanto cuanto que vi que ni Augustus ni Peter sabían cómo obrar. Pero yo decidí vender cara mi vida antes que dejarme dominar por el miedo.

El ruido espantoso del rugir del viento en el aparejo y del barrer de las olas sobre cubierta nos impedía oír lo que se decía, excepto durante calmas momentáneas. En una de éstas, los tres oímos claramente al piloto decirle a uno de sus hombres: «vete a proa y ordena a esos marineros de agua dulce que vengan a la cámara», donde podía tenerlos a la vista e impedir que hubiese secretos a bordo del bergantín. Para suerte nuestra, el balanceo del barco en aquel momento era tan violento, que la orden no pudo ejecutarse inmediatamente. El cocinero se levantó de su colchoneta para ir a buscarnos, cuando los mástiles, le hizo dar de cabeza contra una de las puertas del camarote de babor, abriéndola de golpe y aumentando en gran proporción otro tipo de confusión. Afortunadamente, ninguno de nosotros fuimos despedidos fuera de nuestra posición, y tuvimos tiempo de retirarnos precipitadamente al castillo de proa y preparar apresuradamente un plan de acción antes de que el mensajero hiciese su aparición, o más bien antes de que asomara la cabeza por la cubierta de escotilla, pues no se molestó en subir a cubierta. Desde el sitio en que estaba no podía advertir la ausencia de Allen, y le repitió a gritos, como si fuese él, las órdenes del piloto. Peter exclamó «¡Sí, sí!», desfigurando la voz, y el cocinero se bajó inmediatamente, sin haber notado nada.

Luego mis dos compañeros se dirigieron resueltamente a popa y bajaron a la cámara, cerrando Peter la puerta tras de sí como la había encontrado. El piloto los recibió con fingida cordialidad y a Augustus le dijo que, en vista de que se había comportado tan bien últimamente, podía instalarse en la cámara y considerarse como uno más de ellos en lo futuro. Luego le escanció hasta la mitad un vaso de ron y se lo hizo beber. Yo estaba viendo y oyendo todo esto, pues seguí a mis amigos hasta la cámara tan pronto como Peter cerró la puerta, y me situé en mi viejo punto de observación. Llevaba conmigo los dos guimbaletes, uno de los cuales coloqué cerca de la escalera de la cámara, para tenerlo al alcance de la mano cuando fuese necesario.

Puse buen cuidado en no dejarme escapar nada de lo que estaba pasando allí dentro, y me armé de valor para presentarme ante los amotinados cuando Peter me hiciese la señal convenida. Ahora éste procuraba hacer recaer la conversación sobre los sangrientos episodios del motín, y gradualmente llevó a los marineros a hablar acerca de las mil supersticiones que son tan universalmente corrientes entre la gente de mar. Yo no podía oír todo lo que se decía, pero sí veía claramente el efecto de la conversación en la fisonomía de los allí presentes. El piloto estaba evidentemente muy agitado y cuando, poco después, uno de ellos mencionó el terrorífico aspecto del cadáver de Rogers, creí que estaba a punto de desmayarse. Peter le pregunto entonces si no creía que sería mejor arrojar el cuerpo por la borda en seguida, puesto que era demasiado horrible verlo dando tumbos por los imbornales.

A esto el villano respiró convulsivamente y paseó lentamente su mirada sobre sus compañeros, como si suplicase a alguno de ellos que subiera a realizar aquella tarea. Pero no se movió nadie. Era evidente que toda la banda se hallaba en el grado más alto de excitación nerviosa. Entonces Peter me hizo la señal. Abrí inmediatamente, de un empellón, la puerta de la escalera de la cámara y bajé, sin pronunciar una palabra, manteniéndome erguido en medio de la banda.

El intenso efecto producido por esta repentina aparición no sorprenderá del todo si se toman en consideración sus diversas circunstancias. Por lo general, en caso de naturaleza similar, queda en el espíritu del espectador como un rayo de duda sobre la realidad de la visión que se tiene ante los ojos; cierta esperanza, aunque débil, de que se es víctima de una trapacería y de que la aparición no es realmente un visitante que venga del lejano mundo de las sombras. No es demasiado afirmar que semejantes restos de duda se hallan en el fondo de casi toda análoga aparición y de que el espantoso horror que a veces han originado deba atribuirse, incluso en los casos más al efecto y donde más sufrimiento se halla experimentado, más a una especie de horror anticipado, por miedo de que la aparición sea posiblemente real, que a una firme creencia en su realidad. Pero en el caso presente se verá inmediatamente que en el espíritu de los amotinados no había ni siquiera la sombra de un fundamento sobre la que mantener la duda de que la aparición de Rogers fuese, en verdad, una revivificación de su espantoso cadáver o, al menos, de su imagen espiritual. La situación del bergantín, aislado en el mar, con su total inaccesibilidad a causa de la tempestad, reducía los aparentemente posibles medios de trapisonda a límites tan escasos y definidos, que debieron de pensar que era capaz de vigilarlos a todos de una sola mirada. Hacía veinticuatro días que se hallaban en el mar, sin haber sostenido más que una comunicación de palabra con un barco cualquiera. Además, toda la tripulación (los marineros estaban muy lejos de sospechar que hubiese algún otro individuo a bordo) estaba reunida en la cámara, a excepción de Allen, el vigía; y su gigantesca estatura (casi medía dos metros de altura) era demasiado familiar a sus ojos para creer ni por un solo instante que fuese él la aparición que tenían ante ellos. Añádanse a estas consideraciones la índole aterradora de la tempestad y la de la conversación suscitada por Peter; la profunda impresión que el aborrecible cadáver había causado por la mañana en la imaginación de los marineros; la perfección de mi disfraz, y la incierta y vacilante luz a la que me contemplaban, como era la del resplandor de la linterna de la cámara, agitándose violentamente de acá para allá, cayendo de lleno o indecisamente sobre mi cara, y se comprenderá que el efecto de nuestra superchería fuese mayor de lo que esperábamos. El piloto se levantó de un salto de la colchoneta en que estaba echado y, sin pronunciar ni una palabra, cayó de espaldas, muerto de repente, sobre el suelo de la cámara, y fue arrojado a sotavento como un tronco por un fuerte bamboleo del bergantín. De los siete restantes, sólo tres conservaron al principio cierta presencia de ánimo; los otros cuatro se quedaron por un rato como si hubieran echado raíces en el suelo, pintándose en sus rostros el horror más lastimoso y la desesperación más extremada que jamás vieran mis ojos. La única oposición que encontramos nos la hicieron el cocinero, John Hunt y Richard Parker; pero fue una defensa muy débil e irresoluta. Los dos primeros fueron muertos a tiros instantáneamente por Peter, y yo derribé a Parker de un golpe en la cabeza con el brazo de la bomba que llevaba conmigo. Mientras tanto, Augustus se apoderó de uno de los fusiles que había en el suelo y disparó sobre otro amotinado (Wilson), que murió con el pecho atravesado. Ya no quedaban más que tres; pero ya éstos habían salido de su letargo, y quizá empezaban a ver que habían sido engañados, pues luchaban con gran resolución y furia, y si no hubiera sido por la tremenda fuerza muscular de Peter, tal vez a la postre nos hubieran vencido. Estos tres hombres eran Jones, Greely y Absalom Hicks. Jones había derribado a Augustus en el suelo, le dio varias puñaladas en el brazo derecho, y seguramente hubiera acabado con él (pues ni Peter ni yo podíamos desembarazarnos inmediatamente de nuestros contrincantes) si no hubiese sido por la oportuna ayuda de un amigo, con la que ninguno de nosotros habíamos contado. Este amigo no era otro que Tigre. Dando un sordo ladrido, saltó a la cámara, en el momento más crítico para Augustus, y, abalanzándose sobre Jones, lo mantuvo sujeto al suelo por un instante. Pero mi amigo estaba demasiado maltrecho para poder prestarnos ayuda alguna, y yo, encubierto con mi disfraz, poco podía hacer. El perro no quería soltar a Jones, a quien tenía preso por la garganta. Sin embargo, Peter era bastante más fuerte que los dos hombres que quedaban y, sin duda, los hubiera despachado más pronto de lo que lo hizo si no hubiera sido por el poco espacio que tenía para luchar y por los tremendos bandazos del bergantín. Por fin pudo coger una banqueta muy pesada de las varias que había por el suelo y con ella le aplastó los sesos a Greely, en el momento en que se disponía a descargar su fusil contra mí, e inmediatamente después de que un boleo del barco le arrojase contra Hicks, cogió a este por la garganta y le estranguló a pura fuerza. Así, en menos tiempo de lo que he tardado en contarlo, nos hicimos dueños del bergantín.

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