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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

Las aventuras de Huckleberry Finn (29 page)

BOOK: Las aventuras de Huckleberry Finn
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—Mira, Aguassucias, ¿a qué te refieres?

Y el duque contesta, muy firme:

—Si nos ponemos en eso, quizá me permitas preguntarte a qué te referías tú.

—¡Caray! —dice el rey, muy sarcástico—, pues no lo sé: a lo mejor estabas dormido y no sabías lo que hacías.

Entonces el duque se enfadó de verdad y contestó:

—Bueno, basta ya de estupideces. ¿Me tomas por un imbécil? ¿Te crees que no sé quién escondió el dinero en el ataúd?

—¡Sí, señor! ¡Sé que lo sabes porque lo hiciste tú mismo!

—¡Mentira! —y el duque se le echa encima. El rey grita:

—¡Quita esas manos! ¡Suéltame el cuello! ¡Lo retiro todo!

El duque va y dice:

—Bueno, primero tienes que confesar que escondiste aquel dinero, y que te proponías separarte de mí un día de éstos y volver y desenterrarlo para quedártelo todo.

—Hombre, un minuto, duque: respóndeme a esta pregunta, con toda sinceridad: si no pusiste tú allí el dinero, dilo y te lo creo y retiro todo lo que he dicho.

—Viejo sinvergüenza, no fui yo y tú lo sabes. ¡Que quede claro!

—Bueno, entonces te creo. Pero contéstame sólo una cosa más, y no te enfades. ¿No se te ocurrió llevarte el dinero y esconderlo?

El duque se quedó un momento en silencio y respondió:

—Bueno, no importa que se me ocurriera o no, porque en todo caso no lo hice yo. Pero a ti no sólo se te ocurrió, sino que lo hiciste.

—Que me muera si fui yo, duque, y te lo digo de verdad. No te digo que no fuera a hacerlo, porque sería mentira, pero tú —o quien fuera— te me adelantaste.

—¡Mentira! Fuiste tú y tienes que decirlo o...

El rey empezó a gorgotear y luego jadeó:

—¡Basta! ¡Confieso!

Me alegré mucho cuando lo dijo; me hizo sentir mucho más tranquilo que antes. Así que el duque le quitó las manos de encima y dice:

—Si lo vuelves a negar, te ahogo. Está muy bien que te quedes ahí sentado llorando como un niño. Es lo que te corresponde después de lo que has hecho. En mi vida he visto ni a un avestruz que se lo tragara todo, y yo confiando en ti todo el tiempo, como si fueras mi propio padre. Debería darte vergüenza haberte quedado ahí y oír cómo le echaban la culpa a un montón de pobres negros, sin decir ni una palabra por ellos. Me siento ridículo recordando que fui tan imbécil que me creí aquella estupidez. Maldito seas, ahora entiendo por qué estabas tan dispuesto a arreglar lo del dénficit: querías quedarte con el dinero que yo había sacado del «sin par» y con una cosa y otra quedarte con todo.

El rey va y dice, todo tímido y todavía con voz jadeante:

—Pero, duque, fuiste tú el que dijiste lo de compensar el dénficit, no yo.

—¡Cállate! ¡No quiero oírte ni una palabra! —dice el duque—. Y ahora mira lo que has conseguido. Han recuperado todo el dinero, y encima el nuestro, salvo unas perras. ¡Vete a dormir y no me vuelvas a hablar de dénficit ni no dénficit en toda tu vida!

Así que el rey volvió al wigwam y buscó compañía en su botella, y poco después el duque empezó a darle a la suya, y al cabo de una media hora volvían a estar tan amigos, y cuanto más amigos más cariñosos, hasta que quedaron roncando, abrazados el uno al otro. Los dos se pusieron muy parlanchines, pero vi que el rey no lo estaba tanto como para olvidarse de que no tenía que repetir que no había sido él quien había escondido la bolsa con el dinero. Aquello me hizo sentir tranquilo y satisfecho. Naturalmente, cuando se pusieron a roncar nosotros estuvimos hablando mucho rato y se lo conté todo a Jim.

Capítulo 31

D
URANTE DÍAS Y DÍAS
no nos atrevimos a parar en ningún otro pueblo, sino que seguimos bajando por el río. Ya habíamos llegado al Sur, donde hacía calor y estábamos muy lejos de casa. Empezamos a encontrar árboles llenos de musgo negro, que les caía de las ramas como grandes barbas grises. Era la primera vez que los veía, y aquello daba al bosque un aspecto solemne y triste. Los sinvergüenzas calcularon que ya estaban fuera de peligro y empezaron a trabajar otra vez en los pueblos.

Primero dieron una conferencia sobre la templanza; pero no sacaron lo suficiente para emborracharse los dos. Después, en otro pueblo pusieron una escuela de baile, pero bailaban peor que un canguro, así que a la primera pirueta el público se les echó encima y los expulsó del pueblo. Otra vez quisieron dar lecciones de locución, pero no «locucionaron» mucho, porque el público se levantó y los empezó a maldecir e hizo que se marchasen. Probaron a hacer de misioneros, hipnotizadores, médicos, echadores de la buenaventura y un poco de todo, pero parecía que no tenían suerte. Así que, por fin, se quedaron prácticamente sin dinero y no hacían más que estar tumbados en la balsa mientras ésta bajaba flotando, pensando y pensando, sin decir ni una palabra en todo el día, tristísimos y desesperados.

Por fin empezaron a cambiar y se pusieron a hablar en el
wigwam
en tono bajo y confidencial dos o tres horas seguidas. Jim y yo nos pusimos nerviosos. No nos gustaba aquello. Pensamos que estarían estudiando alguna faena peor que las anteriores. Lo hablamos muchas veces y por fin decidimos que iban a atracar la casa o la tienda de alguien o que pensaban falsificar dinero, o algo parecido. Entonces nos dio mucho miedo y decidimos que no tendríamos nada que ver con aquello, y que si se presentaba la menor oportunidad nos despediríamos a la francesa y los abandonaríamos. Bueno, una mañana a primera hora escondimos la balsa en un buen sitio a seguro, a unas dos millas por debajo de una aldea que se llamaba Pikesville, y el rey fue a tierra y nos dijo a todos que siguiéramos escondidos mientras él iba al pueblo a ver si alguien se había enterado ya de lo que era «La Realeza Sin Par» («una casa que robar, a eso te refieres», me dije yo, «y cuando termines de robarla vas a volver y te vas a preguntar qué ha sido de mí y de Jim y de la balsa, y ya puedes esperarnos sentados»). Y dijo que si no volvía al mediodía, el duque y yo sabríamos que todo iba bien y tendríamos que reunirnos con él.

Así que nos quedamos donde estábamos. El duque estaba nervioso, sudoroso y de pésimo humor. Nos reñía por todo y nada de lo que hacíamos le parecía bien; todo lo encontraba mal. Desde luego que estaban preparando algo. Me alegré mucho cuando llegó el mediodía y no había vuelto el rey; ahora iban a cambiar las cosas, y a lo mejor encima se presentaba una oportunidad. Así que el duque y yo fuimos al pueblo y nos pusimos a buscar al rey; al cabo de un rato lo encontramos en la trastienda de una taberna de mala muerte, medio bebido, con un montón de borrachos que lo provocaban para divertirse mientras él los maldecía y los amenazaba con todas sus fuerzas, tan bebido que no podía ni andar ni hacerles nada. El duque se metía con él por ser un viejo idiota y el rey le respondía, así que en cuanto vi que aquello se calentaba, me fui a toda mecha y corrí por el camino del río abajo como un ciervo, porque había visto nuestra oportunidad y decidí que ya podían esperarnos sentados antes de volver a vernos a Jim y a mí. Llegué sin aliento pero contentísimo y grité:

—¡Suelta amarras, Jim; todo está arreglado!

Pero nadie me respondió ni salió del wigwam. ¡Jim había desaparecido! Pegué un grito y luego otro y otro, y me puse a correr por el bosque arriba y abajo pegando voces y gritos, pero para nada: Jim había desaparecido. Entonces me senté y me eché a llorar; no pude evitarlo. Pero no me pude quedar sentado mucho tiempo. Al cabo de un rato volví al camino tratando de pensar lo que tendría que hacer, me encontré con un muchacho que iba andando y le pregunté si había visto a un negro desconocido vestido de tal y tal forma, y él va y dice:

—Sí.

—¿Dónde? —pregunté.

—Por la casa de Silas Phelps, dos millas más abajo. Es un esclavo fugitivo y lo han pescado. ¿Lo estabas buscando?

—¡Y tanto! Me lo encontré en el bosque hace una o dos horas y me dijo que si gritaba me iba a sacar los hígados y que me quedase quieto, donde estaba, que es lo que he hecho. Allí he estado desde entonces, porque me daba miedo salir.

—Bueno —va y dice él—, ya no tienes que tenerle miedo porque lo han pescado. Se fugó de no sé dónde en el Sur.

—Menos mal que lo han agarrado.

—¡Hombre, y tanto! Daban una recompensa de doscientos dólares por él. Es como encontrarse dinero en el suelo.

—Sí, es verdad, y podría haber sido mío si yo hubiera sido mayor. Yo lo vi primero. ¿Quién lo pescó?

—Un tipo raro, un desconocido, que vendió su derecho a él por cuarenta dólares porque tiene que ir río arriba y no puede esperar. ¡Imagínate! Pues yo sí que esperaría aunque fueran siete años.

—Lo mismo digo yo —respondí—. Pero a lo mejor es que sus derechos no valen tanto si los vende por tan poco. A lo mejor es que ahí hay algo que no es legal.

—Pues te digo que no, que es de lo más legal. Yo mismo he visto el anuncio de la recompensa. Da todos los detalles de él, hasta el último, como si fuera en un cuadro, y dice de qué plantación viene, más allá de Nueva Orleans. No, señor, ya puedes apostar a que no hay nada raro. Oye, dame tabaco para mascar, ¿tienes?

No me quedaba nada, así que se marchó. Fui a la balsa y me senté en el wigwam a pensar. Pero no se me ocurría nada. Pensé hasta que me dolió la cabeza, pero no veía forma de salir de aquel problema. Después de todo el viaje y lo que habíamos hecho por aquellos desalmados, todo se había terminado, todo se había deshecho y destrozado, porque habían tenido la mala sangre de jugarle una pasada así a Jim y volver a convertirlo en un esclavo para toda su vida, y encima entre desconocidos, por cuarenta sucios dólares.

Una vez me dije que sería mil veces mejor que Jim fuera esclavo en casa, donde estaba su familia, si es que tenía que ser esclavo, así que mejor sería escribirle una carta a Tom Sawyer para que dijese a la señorita Watson dónde estaba. Pero en seguida renuncié a la idea por dos cosas: estaría indignada y enfadada por su mala fe y su ingratitud al escaparse de ella, así que lo volvería a vender río abajo, y si no, todo el mundo desprecia naturalmente a un negro ingrato y se lo recordarían a Jim todo el tiempo, para que se sintiera desgraciado y deshonrado. Y, ¡qué pensarían de mí! Todo el mundo se enteraría de que Huck Finn había ayudado a un negro a conseguir la libertad, y si volvía a ver a alguien del pueblo tendría que ser para agacharme a lamerle las botas de vergüenza. Así son las cosas: alguien hace algo que está mal y después no quiere cargar con las consecuencias. Se cree que mientras pueda esconderse no tendrá que pasar vergüenza. Y ésa era mi situación. Cuanto más lo estudiaba más me remordía la conciencia, y más malvado, rastrero y desgraciado me sentía. Y, por fin, cuando de repente me di cuenta del todo de que era la mano de la Providencia que me daba en la cara y me decía que mi maldad era algo conocido de siempre allá en el cielo, porque le había robado su negro a una pobre vieja que nunca me había hecho nada malo, y ahora me demostraba que siempre hay Alguien que lo ve todo y que no permite que se hagan esas maldades más que hasta un punto determinado, casi me caí al suelo de miedo que me dio. Bueno, hice todo lo que pude para facilitarme las cosas diciéndome que me habían criado mal, de manera que no era todo culpa mía, pero dentro de mí había algo que repetía: «Estaba la escuela dominical y podrías haber ido; y si hubieras ido te habrían enseñado que a la gente que hace las cosas que tú has hecho por ese negro le espera el fuego eterno».

Aquello me hizo temblar. Y decidí ponerme a rezar y ver si podía dejar de ser un mal chico y hacerme mejor. Así que me arrodillé. Pero no me salían las palabras. ¿Por qué no? No valía de nada tratar de disimulárselo a Él. Ni a mí tampoco. Sabía muy bien por qué no salían de mí. Era porque mi alma no estaba limpia; era porque no me había arrepentido; era porque estaba jugando a dos paños. Hacía como si fuera a renunciar al pecado, pero por dentro seguía empeñado en el peor de todos. Trataba de obligar a mi boca a decir que iba a hacer lo que estaba bien y lo que era correcto y escribir a la dueña de aquel negro para comunicarle dónde estaba; pero en el fondo sabía que era mentira, y Él también. No se pueden rezar mentiras, según comprendí entonces.

De manera que estaba lleno de problemas, todos los problemas del mundo, y no sabía qué hacer. Por fin tuve una idea y me dije: «Voy a escribir la carta y después intentaré rezar». Y, bueno, me quedé asombrado de cómo me volví a sentir ligero como una pluma inmediatamente, y sin más problemas. Así que agarré una hoja de papel y un lápiz, sintiéndome muy contento y animado, y me senté a escribir:

«Señorita Watson, su negro fugitivo Jim está aquí dos millas abajo de Pikesville y lo tiene el señor Phelps, que se lo devolverá por la recompensa si lo manda a buscar.

»HUCK FINN»

Me sentí bien y limpio de pecado por primera vez en toda mi vida y comprendí que ahora ya podía rezar. Pero no lo hice inmediatamente, sino que puse la hoja de papel a un lado y me quedé allí pensando: pensando lo bien que estaba que todo hubiera ocurrido así y lo cerca que había estado yo de perderme y de ir al infierno. Y seguí pensando. Y me puse a pensar en nuestro viaje río abajo yvi a Jim delante de mí todo el tiempo: de día y de noche, a veces a la luz de la luna, otras veces en medio de tormentas, y cuando bajábamos flotando, charlando y cantando y riéndonos. Pero no sé por qué parecía que no encontraba nada que me endureciese en contra de él, sino todo lo contrario. Le vi hacer mi guardia además de la suya, en lugar de despertarme, para que yo pudiera dormir más, y vi cómo se alegró cuando yo volví en medio de la niebla, y cuando volvimos a encontrarnos otra vez en el pantano, allá lejos donde la venganza de sangre, y todos aquellos momentos, y cómo siempre me llamaba su niño y me acariciaba y hacía todo lo que podía por mí, y lo bueno que había sido siempre, hasta que llegué al momento en que lo había salvado cuando les dije a los hombres que teníamos la viruela a bordo y lo agradecido que estuvo y que había dicho que yo era el mejor amigo que tenía en el mundo el viejo Jim, y el único que tiene ahora, y después, cuando miraba al azar de un lado para el otro, vi la hoja de papel.

Me costó trabajo decidirme. Agarré el papel ylo sostuve en la mano. Estaba temblando, porque tenía que decidir para siempre entre dos cosas, y lo sabía. Lo miré un minuto, como conteniendo el aliento, y después me dije:

« ¡Pues vale, iré al infierno!», y lo rompí.

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