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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

Las aventuras de Huckleberry Finn (35 page)

BOOK: Las aventuras de Huckleberry Finn
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—¿Qué más falta, Sally?

—Faltan seis velas, eso es lo que falta. Las velas se las pueden haber comido las ratas, y calculo que eso es lo que ha pasado; me pregunto por qué no se lo llevan ya todo, porque tú te pasas la vida diciendo que les vas a tapar los agujeros y nunca lo haces, y si no fueran idiotas se dormirían en tu cabeza, Silas, y ni te enterarías; pero no les puedes echar a las ratas la culpa de lo de la cuchara, de eso estoy segura.

—Bueno, Sally, será culpa mía y lo reconozco; lo he dejado pasar, pero te aseguro que mañana tapono todos los agujeros.

—No corre prisa; con que los tapes el año que viene basta. ¡Matilda Angelina Araminta Phelps!

Golpe de dedal y la niña saca los dedos del azucarero sin decir ni palabra. Justo entonces llega al pasaje la negra y dice:

—Señora, falta una sábana.

—¡Falta una sábana! ¡Bueno, qué pasa aquí!

—Hoy mismo taparé los agujeros —dice el tío Silas, con cara de arrepentimiento.

—¡Vamos, cállate! ¿Te crees que las ratas se han llevado la sábana? ¿Dónde ha desaparecido, Lize?

—Le juro por Dios que no tengo ni idea, sita Sally. Ayer estaba en el tendedero pero ha desaparecido; ya no está ahí.

—Esto parece el fin del mundo. Jamás he visto cosa así. Una camisa, una sábana, una cuchara y seis ve...

—Sita —llega diciendo una negra clara—, falta un candelabro de bronce.

—Fuera de aquí, descarada, ¡o te doy con una sartén!

Bueno, estaba hecha una furia. Empecé a esperar una oportunidad. Pensé que lo mejor era irme al bosque hasta que mejorase el tiempo. Siguió gritando, organizando una insurrección ella sola, mientras todos los demás estábamos mansos y callados, hasta que el tío Silas, con aire muy sorprendido, se sacó la cuchara del bolsillo. La tía se calló, con la boca abierta y alzando las manos, y lo que es yo, ojalá hubiera estado en Jerusalén o donde fuera. Pero no mucho tiempo, porque va ella y dice:

—Ya me lo esperaba. Así que la tenías en el bolsillo, y seguro que tienes todas las demás cosas. ¿Cómo ha llegado ahí?

—De verdad que no lo sé, Sally—dice él, como pidiendo excusas—, o sabes muy bien que te lo diría. Estaba estudiando mi texto de Hechos 17 antes de desayunar y calculo que la metí allí, sin darme cuenta, cuando lo que quería era poner mi Nuevo Testamento, y debe de ser eso porque lo que no tengo es el Nuevo Testamento, pero lo comprobaré, y si el Nuevo Testamento está donde estaba antes, sabré que no lo guardé y eso demostrará que dejé el Nuevo Testamento en la mesa y que agarré la cuchara
y
...

—¡Bueno, por el amor de Dios! ¡Déjame en paz! Ahora fuera todos y no volváis a acercaros a mí hasta que me haya tranquilizado un poco.

Yo la habría oído aunque estuviera hablando sola, y tanto más cuanto que lo dijo en voz alta, y me habría levantado para obedecerla aunque me hubiera muerto. Mientras pasábamos por la sala, el viejo agarró el sombrero y se le cayó el clavo, pero él se limitó a recogerlo y dejarlo en la repisa sin decir ni palabra, y se marchó. Tom lo vio, se acordó de la cuchara y dijo:

—Bueno, ya no vale de nada enviar cosas con él, porque no es de fiar —y añadió—, pero en todo caso nos ha hecho un favor con lo de la cuchara, sin saberlo, así que vamos a hacerle uno nosotros sin que lo sepa él: vamos a tapar los agujeros de las ratas.

Había montones de ellos en el sótano y nos llevó toda una hora, pero hicimos el trabajo bien, sin olvidar nada. Después oímos unos pasos en las escaleras, apagamos la luz, nos escondimos y apareció el viejo, con una vela en una mano y un montón de estopa en la otra, igual de distraído que siempre. Empezó a buscar por todas partes, primero uno de los agujeros y luego otro, hasta verlos todos. Después se quedó inmóvil unos cinco minutos, quitándole el sebo a la vela y pensando, hasta que se dio la vuelta lento y pensativo hacia las escaleras diciendo:

—Bueno, la verdad es que no recuerdo cuándo lo hice. Ahora podría demostrarle que no es culpa mía lo de las ratas. Pero no importa: dejémoslo así. Calculo que no valdría de nada.

Subió las escaleras hablando solo y después nos marchamos nosotros. Era un viejo muy simpático, y sigue siéndolo.

A Tom le preocupaba mucho cómo encontrar otra cuchara, porque decía que la necesitábamos; así que se puso a pensar. Cuando se decidió, me dijo lo que teníamos que hacer; después fuimos a esperar adonde estaba el cesto de las cucharas hasta que vimos que llegaba la tía Sally y Tom se puso a contar las cucharas y a ponerlas a un lado mientras yo me escondía una en la manga, y Tom va y dice:

—Oye, tía Sally, sigue sin haber más que nueve cucharas.

Y ella responde:

—Vamos, seguid jugando y no me molestéis. Yo sé las que hay. Las he contado yo misma.

—Bueno, yo las he contado dos veces, tía, y no me salen más que nueve.

Ella pareció perder la paciencia, pero naturalmente vino a contarlas, como hubiera hecho cualquiera.

—¡Por el amor del cielo, no hay más que nueve! —dijo—. Pero, qué demonio, ¿qué pasa con estas cosas? Voy a volver a contarlas.

Entonces yo volví a meter la que había escondido y cuando terminó de contar dijo:

—Por todos los demonios, ¡ahora hay diez! —dijo, muy irritada e inquieta al mismo tiempo. Pero Tom va y dice:

—Pero, tía, yo no creo que haya diez.

—No seas tonto, ¿no me has visto contarlas?

—Ya lo sé, pero...

—Bueno, voy a volverlas a contar.

Así que yo mangué una y no salieron más que nueve, igual que la otra vez. Ella se puso nerviosísima y se echó a temblar por todas partes de enfadada que estaba. Pero siguió contando y contando hasta que se confundió tanto que contó también el cesto como si fuera una cuchara, así que tres veces le salió bien la cuenta y tres veces le salió mal. Entonces agarró el cesto, lo tiró al otro lado de la habitación y le pegó una patada al gato, y dijo que nos fuéramos y la dejáramos en paz, y que si volvíamos a fastidiarla, nos iba a despellejar vivos. Así que nos quedamos con la cuchara que faltaba y se la dejamos en el bolsillo del mandil mientras ella nos ordenaba que nos marcháramos, y a Jim le llegó junto con el clavo antes del mediodía. Estábamos muy contentos con todo aquello, y Tom dijo que valía el doble de los problemas que nos había causado, porque ahora no podría volver a contar las cucharas dos veces sin confundirse ni aunque le fuese la vida; y aunque las contara bien, no se lo iba a creer, y dijo que cuando se le hubiera cansado la cabeza de contar, renunciaría y amenazaría con matar a cualquiera que le pidiese que volviera a contarlas otra vez.

Así que aquella noche volvimos a poner la sábana en el tendedero y le robamos una del armario, y seguimos metiéndola y sacándola un par de días hasta que ya no sabía cuántas sábanas tenía y ni siquiera le importaba porque no se iba a amargar la vida con aquello ni a contarlas otra vez aunque le costara la vida; antes preferiría morir.

Así que ahora todo estaba en orden en cuanto a la camisa y la sábana, la cuchara y las velas, con la ayuda de la ternera; las ratas y las cuentas que no salían, y en cuanto a lo del candelabro no importaba, con el tiempo se olvidarían de él.

Pero lo del pastel nos dio mucho trabajo; no nos creaba más que problemas. Lo preparamos en el bosque y lo cocinamos allí, y por fin lo tuvimos hecho y muy satisfactorio; pero nos llevó más de un día y hubo que utilizar tres palanganas llenas de harina antes de terminar con él, y nos quemamos por todas partes y el humo se nos metía en los ojos; porque la cuestión es que no queríamos sacar más que una costra y no lográbamos que se mantuviera bien, porque siempre se hundía. Pero, naturalmente, por fin se nos ocurrió algo que saldría bien, que era cocinar la escala también con el pastel. Así que aquella noche fuimos a ver a Jim, rasgamos la sábana en tiritas y las retorcimos todas juntas, y antes de que amaneciera teníamos una cuerda estupenda que bastaría para ahorcar a alguien. Hicimos como que nos había llevado nueve meses trenzarla.

Por la mañana la llevamos al bosque, pero no entraba en el pastel. Como estaba hecha de toda una sábana, había cuerda suficiente para cuarenta pasteles si hubiéramos querido, y encima quedaría para la sopa, para salchichas o para lo que quisiera uno. Podríamos haberla utilizado para toda una cena.

Pero no necesitábamos tanta. Lo único que necesitábamos era suficiente para el pastel, así que el resto lo tiramos. No cocinamos ninguno de los pasteles en la palangana, porque temíamos que se fundiera la parte soldada, pero el tío Silas tenía un calentador de cobre estupendo que estimaba mucho, porque había pertenecido a uno de sus antepasados, y que tenía un mango largo de madera que había llegado de Inglaterra con Guillermo el Conquistador en el
Mayflower
o
en uno de esos barcos de los peregrinos y estaba escondido en el desván, con un montón de cacharros antiguos y de cosas valiosas, no porque valiesen para nada, que no lo valían, sino porque eran como reliquias, ya sabéis, y lo sacamos en secreto y lo llevamos al bosque, pero nos falló en los primeros pasteles porque no sabíamos usarlo bien, aunque en el último funcionó estupendo. Pusimos pasta por todos los bordes, la llenamos con una cuerda de trapos y luego lo cubrimos todo con pasta y cerramos la tapa, y encima le pusimos unas ascuas y nos apartamos cinco pies, con el mango largo, tan tranquilos y tan cómodos, y al cabo de quince minutos nos salió un pastel que daba gusto verlo. Pero quien se lo comiera tendría que llevarse un par de barriles de palillos para los dientes, porque si aquella escala de cuerda no se los tapaba todos es que yo no sé de lo que estoy hablando, y encima le iba a quedar un dolor de estómago para los restos.

Nat no miró cuando pusimos el pastel de brujas en la escudilla de Jim y colocamos los tres platos de estaño en el fondo de la cazuela debajo de la escudilla, así que a Jim le llegó todo perfectamente, y en cuanto se quedó solo rompió el pastel y escondió la escala de cuerda en el colchón de paja, marcó unos garabatos en un plato de estaño y lo tiró por el agujero de la ventana.

Capítulo 38

L
O DE PREPARAR LAS PLUMAS
fue un trabajo bien difícil, igual que pasó con el serrucho, y Jim dijo que lo de la inscripción iba a ser lo más difícil de todo. Era lo que tenía que grabar el prisionero en la pared. Pero era necesario; Tom dijo que tenía que hacerlo; no había ni un solo caso de un prisionero de Estado que no dejara una inscripción, con su escudo de armas.

—¡Mira lady Jane Grey —va y dice—; mira Gilford Dudley; mira el tal Northumberland! Pero, Huck, digamos que es mucho trabajo. ¿Qué vas a hacerle? ¿Cómo te las vas a arreglar? Jim tiene que dejar su inscripción y su escudo de armas. Es lo que hacen todos.

Y Jim va y dice:

—Pero, sito Tom, yo no tengo escudo de armas; no tengo nada más que esta vieja camisa y ya sabe usted que ahí tengo que escribir el diario.

—Bueno, Jim, es que no comprendes; un escudo de armas es muy diferente.

—Bueno —dije yo—, en todo caso Jim tiene razón cuando dice que no tiene escudo de armas, porque no lo tiene.

—Eso ya lo sabía yo —dice Tom—, pero te apuesto a que ya lo tendrá antes que salga de aquí, porque va a salir como está mandado, sin ninguna mancha en su historial.

Así que mientras Jim y yo íbamos afilando las plumas en un ladrillo, Jim la suya con el cobre y yo la mía con la cuchara, Tom se puso a trabajar pensando en el escudo de armas. Al cabo de un rato dijo que se le habían ocurrido tantos que no sabía cuál escoger, pero había uno que le parecía su favorito. Va y dice:

—En el escudo pondremos una barra de oro en la base diestra, un aspa morada en el falquín, con un perro,
cou
chant,
en franquís, y bajo el pie, una cadena almenada, por—la esclavitud, con un
chevron
vert
con una punta dentada y tres líneas vectoras en campo de azur, con las puntas de los dientes rampantes en una
dancette;
de timbre, un negro fugitivo,
sable,
con el hatillo al hombro sobre barra de bastardía, y un par de gules de apoyo, que somos tú y yo; de lema,
Maggiore
fretta,
minore
atto.
Lo
he sacado de un libro; significa que no por mucho madrugar amanece más temprano.

—Recontradiablo —dije yo—, pero, ¿qué significa todo el resto?

—No tenemos tiempo que perder con eso —va y dice él—; hay que ponerse a cavar como condenados.

—Bueno, en todo caso —pregunté—; por lo menos dime algo, ¿qué es un falquín?

—Un falquín... Un falquín es... Tú no necesitas saber qué es un falquín. Ya le enseñaré yo a hacerlo cuando llegue el momento.

—Caramba, Tom —dije yo—; creí que lo podrías contar. ¿Qué es una barra de bastardía?

—Ah, no lo sé. Pero es necesaria. La tiene toda la nobleza.

Así era él. Si no le venía bien explicar una cosa, no la explicaba. Ya podía uno pasarse una semana preguntándosela, que no importaba.

Como tenía arreglado todo aquello del escudo de armas, empezó a rematar aquella parte de la tarea, que consistía en planear una inscripción muy triste, porque decía que Jim tenía que dejarla, igual que habían hecho todos. Se inventó muchas, que escribió en un papel, y cuando las leyó, decían:

«1. Aquí se le rompió el corazón a un cautivo.

»2. Aquí un pobre prisionero, abandonado por el mundo y los amigos, sufrió una vida de penas.

»3. Aquí se rompió un corazón solitario y un espíritu deshecho marchó a su eterno descanso, al cabo de treinta y siete años de cautiverio en solitario.

»4. Aquí, sin casa ni amigos, al cabo de treinta y siete años de amargo cautiverio, pereció un noble extranjero, hijo natural de Luis XIV.»

A Tom le temblaba la voz al leerlo, y casi se echó a llorar. Cuando terminó no había forma de que decidiera cuál tenía que escribir Jim en la pared, porque todas eran estupendas, pero por fin decidió que dejaría que las escribiese todas. Jim dijo que le llevaría un año escribir tantas cosas en los troncos con un clavo, porque además él no sabía hacer letras; pero Tom le prometió dibujárselas para que Jim no tuviera más que seguir el dibujo. Y poco después dijo:

—Ahora que lo pienso, esos troncos no valen; en las mazmorras no tienes troncos; tenemos que hacer las inscripciones en una piedra. Tenemos que traer una piedra.

Jim dijo que la piedra era peor que los troncos; que le llevaría tantísimo tiempo escribirlas en la piedra que jamás se escaparía. Pero Tom dijo que me dejaría ayudarle. Después echó un vistazo para ver cómo nos iba a mí y a Jim con las plumas. Era un trabajo de lo más latoso, duro y lento, no me venía nada bien para quitarme las llagas de las manos, y casi no parecíamos avanzar, así que Tom va y dice:

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