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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (121 page)

BOOK: Las benévolas
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Y quien hace lo que quiere

Por el bien que tener no puede,

En contra del deseo quiere
[4]
.

Y, una vez más, era como si su alargada mano fantasmal hubiera venido a deslizárseme bajo el brazo, desde el destierro helvético o desde inmediatamente detrás de mí para colocar suavemente un dedo, mientras yo miraba, bajo aquellas líneas, aquella sentencia sin apelación que no podía aceptar, que rechazaba con toda la mísera obstinación de que aún era capaz. Y así, despacio, fui cayendo en un largo
stretto
interminable en el que cada respuesta llegaba antes de que estuviera acabada la pregunta, pero cancrizante, es decir, a manera de cangrejo. De los últimos días que pasé en aquella casa, sólo me quedan retazos de imágenes deshilvanadas, sin sentido, confusas, pero también vivas con la lógica implacable de los sueños, con la propia palabra del deseo, o más bien con su torpe croar. Ahora dormía todas las noches en la cama de ella, que no olía a nada, me estiraba, tumbado bocabajo, o me ovillaba, de costado, con la cabeza vacía de pensamientos. No quedaba nada en aquella cama que pudiera recordarla, ni un cabello; quité las sábanas para ver el colchón, con la esperanza de hallar al menos una mancha de sangre, pero el colchón estaba tan limpio como las sábanas. Y en vista de eso me ponía a ensuciarlo yo, en cuclillas y con las piernas bien separadas y el fantasma del cuerpo de mi hermana abierto debajo de mí, con la cabeza levemente ladeada y el pelo levantado para que se le viera aquella orejita redonda y delicada que me gustaba tanto, y, luego, me desplomaba entre mis mucosidades y así me quedaba dormido de repente, con el vientre pringoso aún. Quería poseer aquella cama, pero era ella la que me poseía y ya no me soltaba. Toda clase de quimeras venían a enroscarse dentro de mi sueño, intentaba echarlas, porque a la única a quien quería ver era a mi hermana, pero eran tozudas y volvían por donde menos me lo esperaba, igual que aquellas golfillas impúdicas de Stalingrado; abría los ojos y una de ellas había venido a arrimarse a mí, se había puesto de espaldas y me apretaba las nalgas contra el vientre; la verga me entraba por aquel lado y ella se quedaba en esa postura, moviéndose muy despacio, y, luego, no me echaba de su culo y nos dormíamos así, encajados uno en otro. Y, cuando nos despertábamos, se metía la mano entre los muslos y me rascaba las bolas, casi hasta hacerme daño, y a mí se me ponía tiesa otra vez, dentro de ella, poniéndole la mano en el saliente de la cadera, y la ponía bocabajo y empezaba otra vez, mientras ella crispaba los puñitos encima de las sábanas y se movía sin hacer ruido alguno. Nunca me dejaba libre. Pero entonces surgía en mí otro sentimiento, inesperado, algo así como una sensación dulce y desvalida. Sí, eso es, ahora lo recuerdo, era rubia y llena de dulzura y muy desvalida. No sé hasta dónde llegaron las cosas entre nosotros. La otra imagen, la de la chica que duerme con la picha de su amante en el culo, no tiene nada que ver con ella. No era Héléne, eso desde luego, porque tengo la confusa idea de que su padre era un policía que ocupaba un puesto de responsabilidad elevado y no aprobaba la elección de su hija y me miraba con hostilidad, y además a Héléne nunca le había puesto la mano más arriba de la rodilla, cosa que es muy posible que no sucediera en este caso. Aquella chica rubia se metía también en la cama grande, que era un sitio que no le correspondía. Y era algo que me complicaba mucho la vida. Pero, al fin, conseguía rechazarlas a todas a la fuerza, al menos hasta dejarlas pegadas a las columnas salomónicas, y volvía a traer a mi hermana de la mano, y a tenderla en el centro de la cama, a echarme encima de ella con todo mi peso, con el vientre desnudo pegado a la cicatriz que le cruzaba el suyo, y contra ella me golpeaba en vano y con creciente rabia hasta que, por fin, aparecía una abertura grande, como si también a mí me hubiera rajado el cuerpo la cuchilla de un cirujano, me chorreaban las tripas encima de ella, la puerta de los niños se abría sola bajo mi cuerpo y todo se metía por ahí, y yo estaba tendido encima de ella como se tiende uno en la nieve, pero vestido aún; me quitaba la piel y dejaba los huesos desnudos a voluntad de aquella nieve blanca y fría que era su cuerpo, y su cuerpo volvía a cerrarse sobre mí.

Un destello de sol poniente pasaba por entre las nubes y venía a dar en la pared del dormitorio, en el secreter, en el costado del armario, a los pies de la cama. Me levanté y fui a mear, luego bajé a la cocina. Todo estaba silencioso. Corté rebanadas de una buena hogaza de miga gris, las unté de mantequilla y puse encima gruesas lonchas de jamón. Encontré también pepinillos, una terrina de paté, huevos duros y lo puse todo en una bandeja, con cubiertos, dos vasos y una botella de buen borgoña, si mal no recuerdo. Me volví al dormitorio y dejé la bandeja en la cama. Me senté a lo sastre y miré el sitio vacío que había en las sábanas enfrente de mí, del otro lado de la bandeja. Poco a poco iba tomando cuerpo allí mi hermana, con sorprendente solidez. Dormía de lado, recogida sobre sí misma; la gravedad le tiraba un poco de los pechos, e incluso del vientre, hacia un lado y hacia abajo, tenía la piel tensa en la cadera saliente y angular. No era su cuerpo el que dormía, sino que era ella quien dormía, apaciguada, acurrucada en su cuerpo. Un poco de sangre de un rojo vivo se le filtraba de entre las piernas, sin manchar la cama, y toda aquella densa humanidad era como una estaca que se me clavaba en los ojos, pero no me cegaba, sino que antes bien, me abría el tercer ojo, aquel ojo pineal que me había trasplantado en la cabeza un tirador emboscado ruso. Descorché la botella, aspiré a fondo el aroma embriagador y, luego, llené dos vasos. Bebí y empecé a comer, tenía un hambre enorme, me comí cuanto había traído y me bebí la botella de vino. Fuera, ya era casi del todo de noche y la habitación iba quedándose a oscuras. Me llevé la bandeja, encendí unas velas, traje cigarrillos y fumé, tendido de espaldas, con el cenicero encima del vientre. Oía, por encima de mí, un zumbido frenético. Busqué con la mirada, sin moverme, y vi una mosca en el techo. Una araña se estaba apartando de ella y se largaba a una rendija de la moldura. La mosca había caído en la tela y se debatía, zumbando, para soltarse, pero en vano. En ese momento me pasó un soplo por encima de la verga, un dedo fantasma, la punta de una lengua; en el acto empezó a hincharse y a crecer. Aparté el cenicero y me imaginé que su cuerpo se deslizaba sobre el mío y se combaba para meterme dentro de sí mientras notaba en las manos el peso de sus pechos y la abundante cabellera negra me formaba una cortina sobre la cabeza, enmarcándole el rostro, que iluminaba una sonrisa inmensa y radiante que me decía: «Sólo viniste al mundo para una cosa: follarme». La mosca seguía zumbando, pero a intervalos cada vez más espaciados; se oía de pronto y, luego, se detenía. Notaba entre las manos algo así como la parte de abajo de su columna vertebral, precisamente encima de los ríñones, y su boca susurraba, encima de mí: «Ay, Dios... ay... Dios». Luego volví a mirar a la mosca. Estaba silenciosa y quieta; al fin había sucumbido al veneno. Yo estaba esperando a que la araña volviera a asomar. Luego debí de dormirme. Un nuevo brote rabioso de zumbidos me despertó, abrí los ojos y miré. La araña estaba al lado de la mosca, que se debatía. La araña titubeaba, avanzaba y retrocedía, por fin se volvió a la rendija. Y la mosca dejó otra vez de moverse. Intenté imaginarme su terror silencioso, el miedo fracturado en las facetas de sus ojos. De vez en cuando, la araña volvía, probaba el estado de la presa con una pata, añadía unas cuantas vueltas más al capullo de hilo y se marchaba, y yo observaba esa agonía interminable, hasta que, horas después, la araña se llevó por fin a rastras a la mosca, muerta o incapaz de reaccionar, hasta la moldura para comérsela en paz.

Cuando fue de día, y aún desnudo, me puse los zapatos para no ensuciarme los pies y me fui a explorar aquella casa grande, fría y oscura. Se extendía en torno a mi cuerpo electrizado, de piel blanca, con carne de gallina por el frío, tan sensible por todas las demás partes como en la verga tiesa o en el ano que me picaba. Era una invitación a los peores extremos, a los juegos más malsanos y más tranagresores, y, ya que el cuerpo tierno y cálido que deseaba se me hurtaba, usaba su casa como hubiera usado ese cuerpo, me acostaba con su casa. Me metía por todas partes, me echaba en las camas, me tendía encima de las mesas o en las alfombras, me frotaba el trasero en los picos de los muebles, me la meneaba en los sillones o en los armarios cerrados, entre ropa que olía a polvo y a naftalina. Llegué incluso a entrar así en los aposentos de Von Üxküll, primero con una pueril sensación de triunfo y, luego, de humillación. Y la humillación no me abandonaba, por una cosa o por otra, la sensación de que cuanto hacía era completamente inútil, pero también aquella humillación y aquella inutilidad se ponían a mi servicio, y yo me aprovechaba de ello con un regocijo perverso y sin límites.

Aquellos pensamientos descoyuntados, aquella forma frenética de agotar posibilidades habían sustituido al paso del tiempo. Los amaneceres y los ocasos no hacían sino marcar el ritmo de la misma forma que el hambre o la sed o las necesidades naturales, de la misma forma que el sueño, que aparecía en cualquier momento para tragarme, hacerme reponer fuerzas y devolverme a la miseria de mi cuerpo. A veces me echaba algo encima y salía a andar. Hacía casi calor, los campos abandonados, en la otra orilla del Drage, se habían vuelto espesos y pegajosos, los terrones se me pegaban a los pies, y no me quedaba más remedio que dar un rodeo. Durante esas caminatas no veía a nadie. En el bosque, bastaba un soplo de viento para trastornarme; me bajaba los pantalones, me remangaba la camisa y me tendía directamente encima de la tierra dura, fría y cubierta de agujas de pino que me pinchaban en el trasero. En los bosques frondosos, pasado el puente del Drage, me desnudé del todo, aunque sin quitarme los zapatos, y eché a correr, como cuando era un chiquillo, cruzando entre las ramas que me arañaban la piel. Me detuve, por fin, pegado a un árbol, y me volví, echando las manos hacia atrás para abrazar el tronco y frotarme despacio el ano contra la corteza. Pero no me satisfacía. Un día, encontré un árbol caído, que había derribado una tormenta, con una rama rota en la parte de encima del tronco, y, con una navaja, acorté más esa rama, le quité la corteza y alisé la madera, redondeando la punta con primor. La empapé luego profusamente de saliva, me senté a horcajadas encima del tronco y, apoyándome en las manos, me metí esa rama dentro, despacio, hasta el final. Me hacía sentir un placer inmenso y, durante todo ese tiempo, con los ojos cerrados y olvidado de la verga, me imaginaba a mi hermana haciendo lo mismo, haciendo el amor delante de mí, como una dríada lúbrica, con los árboles del bosque, usando la vagina y el ano para sacar un placer mucho más perturbador que el mío. Gocé entre fuertes espasmos desordenados y me extirpé de la rama manchada y caí de lado y de espaldas encima de una rama seca que me hizo un corte profundo en la espalda, un dolor crudo y adorable en el que insistí por unos instantes apoyando el peso del cuerpo casi desvanecido. Rodé por fin de costado, con la sangre manando libremente de la herida y con hojas secas y agujas de pino pegadas a los dedos; me levanté, con las piernas temblorosas de placer, y empecé a correr entre los árboles. Más allá, los bosques se volvían húmedos, un barro fino humedecía la tierra y los lugares más secos estaban forrados de placas de musgo; resbalé en el barro y me caí de lado, respirando fatigosamente. El grito de un cernícalo retumbaba en el sotobosque. Me levanté y bajé hasta el Drage, me quité los zapatos y me metí en el agua helada, que me atenazó los pulmones, para limpiarme el barro y la sangre que seguía corriendo, mezclada, cuando salí, con agua fría que me chorreaba por la espalda. Cuando me sequé, me noté vivificado, notaba en la piel el aire caliente y suave. Me habría gustado cortar ramas, hacer una cabana, tapizarla de musgo y pasar en ella la noche, desnudo. Pero hacía demasiado frío para eso y además no tenía a Isolda para compartirla, ni tampoco había ningún Marco que nos echara del castillo. Entonces intenté perderme por los bosques, primero con alegría infantil y, luego, casi con desesperación, porque era imposible, siempre acababa por dar con un sendero o con un campo, todos los caminos se convertían en puntos de referencia conocidos, anduviera en la dirección que anduviera.

No tenía la menor idea de qué pasaba en el mundo exterior. No había radio y nadie venía a verme. Sin fijarme mucho en ello, caía en la cuenta de que al sur, mientras yo me perdía en la desatinada aspereza de mis impotencias, llegaba a su fin la vida de mucha gente, de la misma forma que habían ya llegado a su fin tantas otras vidas, pero me daba lo mismo. No habría podido decir si los rusos estaban a veinte kilómetros o a cien, y me daba todavía más igual, ni siquiera pensaba en ello; desde mi punto de vista todo aquello sucedía en un tiempo que no era el mío, por no hablar del espacio; y en el caso de que el tiempo aquel acudiera al encuentro de mi tiempo, bueno, pues ya veríamos cuál podía más. Pero, pese a aquella deserción mía, me rezumaba del cuerpo una angustia desnuda, y fluía de él como las gotitas de nieve derretida caen desde una rama para golpear las ramas y las agujas que están debajo. Esa angustia me corroía en silencio. Como un animal que se hurga en las cerdas para dar con el origen de un dolor, como un niño que se empecina y se enfurece contra sus juguetes rebeldes, intentaba ponerle un nombre a mi pena. Bebía, vaciaba varias botellas de vino, o vasos de aguardiente, y luego dejaba el cuerpo entregado encima de la cama, a la intemperie. Corría un aire frío y húmedo. Me miraba tristemente en el espejo, contemplaba el sexo rojo y cansado, colgando entre el vello, y me decía que había cambiado mucho y que incluso aunque ella hubiera estado aquí, ya no sería como antes. A los once o los doce años, nuestros sexos eran diminutos y lo que tropezaba en la luz del crepúsculo eran casi nuestros esqueletos; ahora, había todo aquel volumen de carne, y también las terribles heridas que había padecido ella, la habían destripado seguramente, y yo tenía aquel agujero largo que me cruzaba la cabeza, una cicatriz enroscada sobre sí misma, un túnel de carnes muertas. Una vagina o un recto son también agujeros en el cuerpo, pero dentro la carne está viva, es una superficie en la que no hay agujeros. ¿Qué es un agujero, un vacío? Es lo que hay en la cabeza cuando el pensamiento se atreve a intentar huir de sí, a desprenderse del cuerpo, a hacer como si no existiera el cuerpo, como si se pudiera pensar sin cuerpo, como si el pensamiento más abstracto, el de la ley moral, por encima de la cabeza, como un cielo estrellado, por ejemplo, no se ciñera al ritmo del aliento, al pulso de la sangre en las venas, al chirrido de los cartílagos. Es cierto que, cuando jugaba con Una, en la niñez, y, más adelante, cuando aprendí a usar con fines concretos los cuerpos de los chicos que me deseaban, era joven y aún no me había dado cuenta del peso específico de los cuerpos ni de a qué compromete, entrega y condena el comercio amoroso. La edad no quería decir nada para mí, ni siquiera en Zúrich. Ahora, ya había comenzado las labores de aproximación, presentía qué podía suponer vivir dentro de un cuerpo, e incluso dentro de un cuerpo de mujer de senos pesados, que tenía que sentarse en la taza del retrete o ponerse en cuclillas para orinar, cuyo vientre hay que abrir con un cuchillo para sacar a los niños. Me habría gustado colocar aquel cuerpo delante de mí, en el sofá, con los muslos abiertos como las hojas de un libro y la protuberancia del sexo oculta tras una estrecha tira de encaje blanco, más arriba el nacimiento de la abultada cicatriz y, a los lados, el comienzo de las crestas de los tendones, unos huecos en los que ansiaba apoyar los labios y mirar fijamente ese abultamiento mientras acudían dos dedos, despacio, a apartar el tejido: «Mira, mira qué blanco. Piensa, piensa en qué negro es lo de debajo». Deseaba con locura ver ese sexo, tendido entre aquellas dos concavidades de carne blanca, henchido, como brindado en la bandeja de los muslos, y pasar la lengua por la raja casi seca, de abajo arriba, con delicadeza, sólo una vez. Quería también ver cómo meaba aquel hermoso cuerpo, inclinado hacia delante encima de la taza, con los codos apoyados en las rodillas, y oír cómo caía en el agua el chorro de orina; y quería también que se inclinase la boca de ese cuerpo, mientras el cuerpo terminaba de orinar, y agarrase entre los labios mi verga, blanda aún, quería que la nariz de ese cuerpo me olfatease el vello, el hueco entre las bolas y el muslo, la línea del espinazo, que se embriagase con mi olor áspero y ácido, ese olor a hombre que tan bien conozco. Ardía en deseos de tender, luego, ese cuerpo en la cama y de separarle las piernas, de meter la nariz en aquella vulva húmeda como una trufa, hurgando con el hocico en un nido de trufas negras, y, luego, ponerlo bocabajo y separarle las nalgas con ambas manos para contemplar el tono entre rosado y violeta del ano que guiña despacio, como un ojo, y arrimarle la nariz y olerlo. Y soñaba con meterle la cara, mientras dormía, en el vello rizado de la axila y dejar que se me posara en la mejilla el peso del seno, con las dos piernas enroscadas en una de las suyas y la mano descansándole, leve, en el hombro. Y cuando, al despertar, aquel cuerpo, bajo el mío, me hubiera sorbido por completo, ella me habría mirado con una sonrisa flotante, habría separado aún más las piernas y me habría acunado en sí siguiendo el compás de un ritmo lento y subterráneo, igual que el de una misa antigua de Josquin, y nos habríamos alejado despacio de la orilla, y nuestros cuerpos nos habrían arrastrado como un mar tibio y quieto y rico en sal, y la voz de ella habría venido a cuchichearme al oído, de forma clara e inteligible: «El Dios me hizo para el amor».

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