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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (94 page)

BOOK: Las benévolas
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Clarum regnum Polonorum / Est coelum Nobiliorum / Paradisum Judeorum I Et infernum Rusticorum.
Los nobles hace mucho que desaparecieron y, merced a nuestros esfuerzos, también han desaparecido los judíos; en el futuro, los campesinos no pararán de medrar y de bendecirnos, y Polonia será el Cielo y el Paraíso del pueblo alemán,
Coelum et Paradisum Germanorium»
. Aquel latín macarrónico hizo que a una mujer que estaba por allí se le escapara la risa; Frau Frank, repantigada como un ídolo hindú no lejos de su marido, la fusiló con la mirada. Impasible, con la mirada fría e inescrutable tras los breves lentes de pinza, el Reichsführer alzó la copa y se humedeció los labios. Frank rodeó la mesa, cruzó el salón y se subió a la tarima con un salto casi ágil. El pianista se levantó de un brinco y le cedió el sitio, Frank se deslizó en la banqueta y, respirando hondo, sacudió las largas manos, blancas y gordezuelas encima del teclado y empezó a tocar un
Nocturno
de Chopin. El Reichsführer suspiró, pestañeó deprisa y le dio una calada honda al puro, que amenazaba con apagarse. Osnabrugge se inclinó hacia mí: «Yo creo que el gobernador general hace rabiar a ese Reichsführer suyo aposta. ¿No le parece?».. —«Sería un poco infantil, ¿no?» —«Está ofendido. Dicen que volvió a intentar presentar la dimisión el mes pasado y que el Führer volvió a negarse a admitirla».. —«Si no lo he entendido mal, no controla aquí demasiadas cosas que digamos». —«Según mis colegas de la Wehrmacht, no controla nada de nada. Polonia es un
Frankreich obne Reich.
O, más bien,
ohne Frank
». «En resumen, un pequeño principe, más que un rey». Dicho esto, a parte de la selección del fracmento- puestos a tocar a Chopin, hay cosas mejores que
Nocturnos
-, Frank tocase tirando a bien, aunque no cabía duda de que con énfasis excesivo. Miré a su mujer, cuyos hombros y cuyo pecho, gruesos y encarnados, brillaban de sudor en el escote del vestido; los ojillos, hundidos en la cara, le relucían de orgullo. El niño parecía haberse esfumado; ya no oía el ruido obsesivo de las ruedas del coche de pedales desde hacía un rato. Se iba haciendo tarde, ya se estaban despidiendo algunos invitados; Brandt se había acercado al Reichsführer y estaba a la espera, mientras contemplaba apaciblemente la escena con aquella cara suya de pájaro, de expresión atenta. Garabateé en una libretita mis números de teléfono, arranqué la hoja y se la di a Osnabrugge. «Tenga. Cuando esté en Berlín, llámeme e iremos a tomar algo».. —«¿Se va?» Señalé a Himmler con la barbilla y Osnabrugge arqueó las cejas: «Ah, pues entonces buenas noches. Ha sido un placer volver a verlo». En el escenario, Frank estaba acabando la pieza y llevaba el compás con la cabeza. Torcí el gesto, aquello no encajaba ni siquiera con Chopin; la verdad es que el gobernador general abusaba del ligado.

El Reichsführer se iba al día siguiente por la mañana. En Warthegau una lluvia de otoño había empapado la tierra removida de los campos y dejado unos charcos del tamaño de estanques pequeños y opacos que parecían haber chupado toda la luz bajo el cielo inmutable. Los bosques de pinos, que siempre me parecían lugares que ocultaran acciones horribles y tenebrosas, ennegrecían aquel paisaje fangoso y huidizo; sólo unos abedules coronados de llamas, escasos por esos pagos, enarbolaban, acá y acullá, una protesta contra la llegada del invierno. En Berlín, llovía y la gente apretaba el paso con la ropa húmeda; en las aceras, que habían levantado las bombas, el agua formaba a veces extensiones que no había quién pudiera cruzar, y los peatones tenían que volver sobre sus pasos y tirar por otra calle. Al día siguiente mismo me fui a Oranienburg para darle un empujón a lo que tenía entre manos. Estaba convencido de que iba a ser el Sturmbannführer Burger, el nuevo Amtchef del D IV, quien me iba a dar más quehacer; pero Burger, tras escucharme durante unos minutos, dijo sencillamente: «Si hay financiación suficiente, a mí me da lo mismo», y le ordenó a su ayudante que me redactase una carta de apoyo. Maurer, en cambio, me puso muchas pegas. En vez de alegrarse por los progresos que mi proyecto suponía para la
Arbeitseinsatz,
le parecía que se quedaba corto y me dijo con total franqueza que se temía que, si le daba el visto bueno, cerraba las puertas a cualquier mejora futura. Estuve más de una hora sacando a relucir todos mis argumentos: le expliqué que si la RSHA no estaba de acuerdo no podríamos hacer nada y que la RSHA no apoyaría un proyecto excesivamente generoso por temor a beneficiar a los judíos y a otros enemigos peligrosos. Pero en ese aspecto era especialmente difícil entenderse con él: se armaba un lío; decía continuamente que precisamente en eso de los judíos no encajaban las cifras de Auschwitz, que, según las estadísticas, apenas si trabajaba el diez por ciento y ¿dónde andaban todos los demás? Era imposible que hubiera tantos que no valieran para ir a trabajar. Enviaba carta tras carta a Höss sobre este tema, pero éste le contestaba vaguedades o no le contestaba. Estaba claro que andaba buscando una explicación, pero me pareció que no era yo quien tenía que dársela; me limité a sugerirle que quizá una inspección in situ aclararía las cosas. Pero Maurer no tenía tiempo de andar con inspecciones. Acabé por sacarle un consentimiento limitado: no se opondría a la clasificación, pero pediría, por su parte, que ampliasen las escalas. Cuando volví a Berlín, puse al tanto a Brandt. Le dije que, por lo que sabía, la RSHA daría el visto bueno al proyecto, aunque aún no tenía una confirmación por escrito. Me ordenó que le enviara el informe y le mandase copia a Pohl; el Reichsführer tomaría una decisión más adelante, pero así habría entretanto una base de trabajo. En lo referido a mí, me pidió que leyera los informes SD acerca de los trabajadores extranjeros y empezara a pensar en el tema.

Era el día de mi cumpleaños: mi trigésimo cumpleaños. Y, lo mismo que en Kiev, invité a Thomas a cenar. No me apetecía ver a nadie más. A decir verdad, tenía en Berlín muchos conocidos, ex compañeros de la universidad o del SD, pero a nadie miraba como amigo aparte de a él. Después de la convalecencia, me había aislado de forma resuelta; estaba absorto en el trabajo y, descartando las relaciones profesionales, no tenía casi vida social y ninguna vida afectiva o sexual. Por lo demás, no sentía necesidad alguna de ellas, y cuando me acordaba de mis excesos de París, no me notaba a gusto; no quería volver a caer en mucho tiempo en aquellas aventuras turbias. No pensaba en mi hermana, ni en mi difunta madre, por cierto; al menos no recuerdo haber pensado mucho en ellas. Es posible que, después del espantoso choque de mi herida (aún me estaba curado por completo me aterraba acordarme de ella; me quedaba colapsado, como si fuera de vidrio, de cristal, y corriera el riesgo de hacerme añicos al menor roce) y de las conmociones de la primavera, aspirase mentalmente a una tranquilidad monótona y rechazase cuanto pudiera alterarme. Ahora bien, aquella noche -llegué antes de la hora a la cita, para que me diera tiempo a pensar un poco y me estaba tomando un coñac en la barra volví a acordarme de mi hermana; a fin de cuentas, también ella cumplía treinta años. ¿Dónde lo estaría celebrando? ¿En Suiza, en un sanatorio lleno de extranjeros? ¿En su oscura morada de Pomerania? Hacía mucho que no celebrábamos juntos nuestro cumpleaños. Intenté recordar cuándo había sido la última vez: seguramente en Antibes, cuando éramos pequeños; pero me sentí muy desvalido porque, por más que me concentraba, era incapaz de recordarlo, de volver a ver la escena. Podía calcular la fecha: tuvo que haber sido en 1926, porque en 1927 ya estábamos internos; así que teníamos trece años y debería ser capaz de recordarlo, pero no podía, no veía nada. A lo mejor había fotos de aquella fiesta en las cajas del desván de Antibes. Me arrepentía de no haber revuelto más en ellas. Cuanto más pensaba en ese detalle, que, bien pensado, era una bobada, más me desconsolaban las carencias de mi memoria. Menos mal que llegó Thomas y me sacó de mi esplín. Seguramente lo he dicho ya, pero no me importa repetirlo, lo que me gustaba de Thomas era su optimismo espontáneo, su vitalidad, su inteligencia, su tranquilo cinismo; los comadreos que contaba y su charla salpicada de sobrentendidos siempre me alegraban, porque me daba la impresión de que con él me metía en los entresijos de la vida, ocultos a las miradas profanas que no ven sino las acciones evidentes de los hombres; pero los veía como si los sacara a pleno sol con su conocimiento de las conexiones ocultas, de las relaciones secretas, de las charlas a puerta cerrada. De un simple encuentro era capaz de deducir un cambio en el alineamiento de las fuerzas políticas, incluso aunque no supiera nada de lo que se había hablado, y, aunque a veces se equivocaba, recopilaba nuevas informaciones con tal avidez que estaba en condiciones de rectificar continuamente las azarosas construcciones que así levantaba. Al mismo tiempo, no tenía capacidad alguna de fantasía y yo siempre había pensado que, aunque sabía bosquejar un cuadro complejo en pocas líneas, habría sido un novelista deplorable: el polo Norte de sus razonamientos y sus intuiciones era siempre el propio interés; ateniéndose a él pocas veces se equivocaba y era incapaz de suponer otra motivación para las acciones y las palabras de los hombres. Su pasión -y en eso era el polo opuesto de Voss (y me acordaba de mi anterior cumpleaños y echaba de menos aquella amistad tan breve)-, su pasión no era una pasión por el conocimiento puro, por el conocimiento en sí, sino, exclusivamente, por el conocimiento práctico que lo proveía de herramientas para actuar. Aquella noche me habló mucho de Schellenberg, pero de una forma curiosamente alusiva, como si yo tuviera que caer en la cuenta de las cosas por mí mismo: Schellenberg tenía dudas, Schellenberg estaba pensando en alternativas, pero a qué se referían esas dudas y en qué consistían esas alternativas, eso no me lo quería decir. Yo conocía algo a Schellenberg, pero no puedo decir que le tuviera aprecio. Tenía una posición un tanto aparte en la RSHA, sobre todo, creo, por su relación excepcional con el Reichsführer. A mí no me parecía un nacionalsocialista auténtico, sino más bien un técnico del poder a quien seducía el poder en sí y no aquello que pretendía. Cuando vuelvo a leer lo que he escrito, me doy cuenta de que podríais pensar lo mismo de Thomas, por lo que yo cuento de él. Pero Thomas era diferente, incluso aunque les tuviera un santo horror a los debates teóricos e ideológicos -lo que explicaba, por ejemplo, la aversión que le inspiraba Ohlendorf y por más que tuviera buen cuidado de velar mucho por su porvenir personal, un nacionalsocialismo instintivo guiaba siempre sus mínimos hechos. Pero Schellenberg era una veleta y no me costaba nada imaginármelo trabajando para el Servicio Secreto británico o la OSS, cosa que en el caso de Thomas era completamente impensable. Schellenberg tenía la costumbre de llamar
putas
a las persoñas que no le gustaban y era una palabra que le encajaba bien a él; bien pensado, es cierto que los insultos que prefiere la gente, los que se les vienen espontáneamente a los labios, son, en fin de cuentas, reveladores de sus propios defectos ocultos, porque aborrecen con toda naturalidad aquello a lo que más se parecen. Aquella idea no dejó de rondarme durante toda la velada y, cuando volví a casa, ya muy entrada la noche, un poco achispado quizá, cogí de un estante un ejemplar de los discursos del Führer, que era de Frau Gutknecht, y empecé a hojearlo, buscando los pasajes más virulentos, sobre todo los que se referían a los judíos; mientras los leía, me preguntaba si el Führer, al vociferar:
Los judíos carecen de capacidad y creatividad en todos los ámbitos de la vida salvo en uno: mentir y hacer trampas,
o
Todo cuanto construyen los judíos se vendrá abajo si nos negamos a seguirlos,
o también
Son embusteros, falsarios, pérfidos. No llegaron adonde están sino por la ingenuidad de quienes los rodean,
o también
Podemos vivir sin judíos, pero ellos no pueden vivir sin nosotros,
no se estaba describiendo a sí mismo sin saberlo. Ahora bien, aquel hombre no hablaba nunca en nombre propio, los accidentes de su personalidad contaban poco: su papel era casi el de una lente, captaba y concentraba la voluntad del
Volk
para dirigirla a un foco óptimo, siempre en el punto más exacto. Y, en consecuencia, si al decir eso hablaba de sí mismo, ¿no estaría acaso hablando de todos nosotros? Pero estas cosas sólo puedo decirlas ahora.

Durante aquella cena, Thomas volvió a reprocharme mi falta de sociabilidad y mis horarios imposibles: «Ya sé que todos tenemos que dar el máximo, pero te vas a dejar la salud con tanto trabajar. Y, además, si quieres que te diga la verdad, Alemania no va a perder la guerra si te tomas libres las veladas y los domingos. Todavía nos queda guerra para rato, así que búscate un ritmo adecuado, porque si no te vas a venir abajo. Además, fíjate, hasta estás echando tripa». Era cierto: no engordaba, pero se me estaban poniendo flaccidos los abdominales. «Por lo menos, ven a hacer deporte -insistía Thomas-. Yo hago esgrima dos veces por semana y los domingos voy a la piscina. Ya verás como te sienta bien». Tenía razón, como siempre. No tardé en volver a aficionarme a la esgrima, que había practicado un poco en tiempos de la universidad; escogí el sable, me gustaba el toque vivaz y nervioso de esa arma. Lo que me gustaba de ese deporte era que, pese a ser agresivo, no es un deporte de brutos sin inteligencia: no menos que los reflejos y la flexibilidad que se requieren para manejar el arma cuentan el trabajo mental previo al ataque, la anticipación intuitiva de los movimientos del adversario y el cálculo veloz de las posibles respuestas; es un juego de ajedrez físico en donde hay que prever varios golpes posibles, pues una vez que el combate ya está en marcha, no da tiempo a pensar, y puede decirse que el ataque ha sido un éxito o un fracaso antes incluso de empezar, según hayas atinado en las previsiones o no, y las estocadas propiamente dichas todo cuanto hacen es confirmar o desmentir el cálculo. Practicábamos en la sala de esgrima de la RSHA, en el PrinzAlbrecht-Palais; pero a nadar íbamos a una piscina pública, en Kreuzberg, mejor que la de la Gestapo: lo primero, y eso era un punto decisivo para Thomas, porque había mujeres (y que no eran las sempiternas secretarias); y, en segundo lugar, era más grande y, después de nadar, podíamos ir a sentarnos, en albornoz, a unas mesas de madera, en la terraza del primer piso, y beber cerveza fría mirando a los nadadores cuyos gritos de júbilo y chapuzones retumbaban en el amplio local. La primera vez que fui sufrí un impacto violento que me sumió, durante el resto del día, en una penosa angustia. Nos estábamos desnudando en el vestuario, miré a Thomas y comprobé que le cruzaba el vientre una ancha cicatriz que se bifurcaba. «¿Dónde te hicieron eso?», exclamé. Thomas me miró, desconcertado: «Anda, pues en Stalingrado, ¿no te acuerdas? Si estabas tú delante». Me acordaba, sí, tenía un recuerdo que he escrito aquí, con los demás, pero lo había relegado a lo más hondo de la memoria, al desván de las alucinaciones y de los sueños; ahora, aquella cicatriz lo ponía todo manga por hombro y, de repente, me daba la impresión de que ya no podía estar seguro de nada. Seguí con la vista clavada en el vientre de Thomas; se dio unas palmadas en los abdominales mientras sonreía de oreja a oreja: «No te preocupes, que no pasa nada; se me curó muy bien. Y, además, a las chicas las vuelve locas, yo creo que las pone cachondas». Cerró un ojo, me apuntó con un dedo a la cabeza, con el pulgar levantado, como un niño que juega a los vaqueros:
«¡Pum!».
Casi sentí el tiro en la frente; la angustia me iba creciendo como algo gris y fofo e ilimitado, un cuerpo monstruoso que invadía el exiguo espacio de los vestuarios y me impedía moverme, como un Gulliver encajonado en una casa de liliputienses. «No pongas esa cara -exclamaba alegremente Thomas-. ¡Ven a nadar!» El agua, caldeada, pero algo fresca sin embargo, me sentó bien; tras hacer unos cuantos largos, me sentí cansado -estaba claro que había sido muy dejado-; me eché en una tumbona mientras Thomas hacía el loco y berreaba cuando dejaba que unas cuantas jóvenes muy animadas le hicieran ahogadillas. Yo miraba a aquella gente que gastaba energías, se divertía, disfrutaba con la fuerza propia, y me sentía muy lejos de todos. Los cuerpos, incluso los más hermosos, no me enloquecían ya, como pocos meses atrás los de los bailarines de ballet; me dejaban indiferente, tanto los de los chicos como los de las chicas. Podía admirar sin que me afectara el juego de los músculos bajo las pieles blancas, la curva de una cadera, el chorrear del agua por una nuca: el Apolo de bronce rojo de París me había excitado mucho más que toda aquella juventud musculosa e insolente, que florecía despreocupada, como si se burlase de las carnes fofas y amarillentas de algunos viejos que iban por allí. Me llamó la atención una joven que destacaba de las demás por la calma; mientras sus amigas corrían o se sacudían el agua alrededor de Thomas, ella estaba quieta, con los dos brazos doblados en el borde de la piscina, con el cuerpo flotando en el agua, la ovalada cabeza, tocada con un elegante gorro de goma negra, apoyada en los antebrazos y los grandes ojos oscuros apaciblemente dirigidos hacia mí. No podía saber si me estaba mirando de verdad; no se movía, pero parecía contemplar, complacida, todo cuanto se hallaba en su campo visual; al cabo de mucho rato, levantó los brazos y se hundió despacio. Esperé a que volviera a la superficie, pero pasaban los segundos; volvió a aparecer, por fin, en la otra punta de la piscina, que debía de haber cruzado buceando con la misma tranquilidad con la que yo había cruzado tiempo atrás el Volga. Me relajé en la tumbona y cerré los ojos, concentrándome en la sensación del agua con cloro que se me evaporaba despacio de la piel. La angustia tardó mucho aquel día en aflojar su abrazo asfixiante. Pero, sin embargo, el domingo siguiente volví con Thomas a la piscina.

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