Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá (8 page)

BOOK: Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá
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Aquí tuve que intervenir.

—Petra, tiene usted toda la razón. Juan de Dios se ha portado como un tigre de Bengala que jamás ha estado en Bengala. Es decir, con la desconsideración del desconcierto. Pero esa casa, que usted le cierra, es mía. Y además, Petra, que si no le perdona a Juan de Dios esta tontería, yo tampoco le voy a perdonar que haya dejado mi campo como un cementerio. Se ha cargado a una cierva, a un jabalí y a una cigüeña. Usted tira mejor que el conde de Teba.

—Lo siento, señor marqués, pero se movía algo, y veía a esa puta, y perdía el sentido de la prudencia.

Otro coche. Nunca se han reunido tantos vehículos a motor en los predios inmediatos a la gran mancha. Es Rosariyo, la hija de los contraproducentes.

—¡Madre!

—¡Rosariyo!

Un saludo así invita a un tablao flamenco, a un zapateado y a una soleá acongojada.

—¡Madre!

—¡Rosariyo!

Se había producido la repetición. Antes de que volvieran a decirse.

—¡Madre!

—¡Rosariyo!

Intervine.

—Menos «madre» y menos «Rosariyo» y vamos al grano. Rosariyo, su madre se ha cepillado a una cierva, un cochino y una cigüeña.

—¡Madre!

—¡Rosariyo!

Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Intenté cambiar el sentido de las exclamaciones.

—Petra, su hija Rosariyo, sabía algo…

Resultado magnífico.

—¡Rosariyo!

—¡Madre!

Estaba en el buen camino. Si una charla se inicia y persiste en la cadencia «¡Madre!

¡Rosariyo!», y al cabo del tiempo se convierte en «¡Rosariyo! ¡Madre!», se entiende que el problema ha sido superado. Nada desconcierta más que el cambio de los argumentos. A todas éstas, Juan de Dios seguía arrodillado. Rosariyo entendió que su participación en la tragedia tenía que ser más lúcida que la muy limitada a gritar

«¡Madre!».

—¡Padre!

—¡Rosariyo!

* * *

Decididamente, las conversaciones familiares de esta gente son muy predecibles.

En vista de ello, he procedido a tomar el mando del caso.

—En treinta minutos, reunión en el guadarnés.

Hay que poner orden en esta casa. Se me va de las manos la disciplina secular que la ha hecho grande y única. A Petra hay que decirle que no se puede ir por La Jaralera matando ciervas, cochinos y cigüeñas. A Juan de Dios que tiene que apretarse los caprichos, y a María, sintiéndolo en el alma, hay que ofrecerle el pasaporte con visado exclusivo de salida. Entre todos están perjudicando mi puesta en forma. Dos días llevo sin entrenar. Si consigo arreglar este asunto antes del mediodía, la tarde entera la voy a dedicar a tirar canicas.

* * *

Salía don Crispín de la capilla cuando se topó con una irreconocible María. La ropa apenas disimulaba las curvas de su cuerpo, y tenía las piernas cruelmente arañadas. Su expresión, al borde del desmoronamiento anímico.

—Hija, ¿qué te pasa?

—Ay, don Crispín, que me han echado.

—Más que echarte, parece que te han torturado.

—Es que la Petra ha intentado matarme. Las heridas me las hice en la fuga.

—¿Y por qué Petra desea tu muerte?

—Porque yo deseo a su marido.

—¡Vamos, vamos! No digas barbaridades.

—No le miento, padre. Nos ha sorprendido en pleno pecado. En pleno maravilloso pecado. Y se lo ha dicho a la señora marquesa vieja, y después ha cogido un rifle y me ha perseguido por toda La Jaralera. Todavía debe de andar buscándome. Me tiene que esconder, don Crispín.

—Aunque seas una imprevista pecadora, escóndete en la capilla. Nadie se atreverá a buscarte ahí. Voy a ver qué puedo hacer por ti.

* * *

La marquesa viuda, al no sentirse atendida por nadie, decidió trabajar por primera vez en su vida. Se incorporó del sillón y se preparó ella misma su ginebra. Cuando, agotada por el esfuerzo, se desmoronó de nuevo sobre el mullido sillón, entró don Crispín.

—Buen mediodía, señora.

—Estoy derrengada.

—Han pasado cosas en esta casa.

—Me lo va a decir usted a mí.

—Algo me ha contado María.

—Espero que no tenga usted intención de perdonar a esa pecadora.

—No soy yo el que perdona, sino Dios. Y Dios siempre está dispuesto a perdonar.

—Siempre lo he dicho. Dios no tiene carácter. Yo no la perdono. La he echado.

—Usted condena a María de por vida. Si ella se marcha de esta casa, en la que ha servido con ejemplaridad, puede terminar en el arroyo.

—Lo siento por el arroyo. Pero prefiero el arroyo a un asesinato justificadísimo.

Petra la está buscando.

—No ha dado con ella.

—Pero la encontrará. Figúrese el lío y el escándalo, don Crispín.

—Deje actuar a Dios. Tenga calma. No adopte decisiones precipitadas. Hay que oír a todos. Si me lo promete, le relleno la copa.

—Prometido.

* * *

María, sentada en un banco de la capilla, pensaba en sus cosas. La humanidad es rara. Lo que más le molestaba en esos momentos poco tenía que ver con las terribles circunstancias por las que atravesaba su vida y su futuro. Le incomodaba estar en la capilla sin bragas. El tanga de la discordia, la prueba del delito, yacía abandonado en el lugar de los hechos. María era religiosa, y su inadecuada insuficiencia textil no se le antojaba correcta para permanecer en un templo. Así que salió de la capilla con la intención de esconderse en el seto de los granados, que separaba la zona religiosa del complejo caballar, donde se hallaba lógicamente el viejo guadarnés. Hizo mal. Se agachaba detrás del seto cuando llegaba la comitiva convocada por el marqués. Petra la descubrió.

—¡La puta!

—¡La Petra!

Ingresó María a toda pastilla de nuevo en la capilla. Florestán, siempre oportuno y al quite, había sujetado a Petra, que miraba con ojos fe—linos a Juan de Dios, más avergonzado que nunca.

—Vamos, vamos, cálmese —la tranquilizó Florestán.

—¿Y usted, quién es?

—El nuevo ayudante de mayordomía del señor marqués. Y le recuerdo que en un recinto sagrado, la violencia está prohibida.

—Ya saldrá. No tengo por qué matarla hoy. Pero la mato como me llamo Petra Membribes.

* * *

Hice llamar a don Crispín para que asistiera a la reunión. Llegó cuando principiaba mi intervención para exponer los hechos acaecidos. Se hallaban en el guadarnés Juan de Dios, Petra, Rosariyo, Florestán, Modesto, Karmel, don Crispín, Marsa y yo.

—Les hago una síntesis de los hechos. Si no me equivoco, esta mañana, casi noche, en la tempranera, María, la doncella y ponebaños de mi madre, haciéndose la tontorrona encontradiza, se llegó hasta los alrededores de la casa correspondiente a la guardería de la puerta principal, cuyos habitantes son tres. A saber, Juan de Dios, Petra y la hija de ambos, Rosariyo. ¿Voy bien?

—Va perfectamente, señor —comentó la Petra.

—Es sabido que Juan de Dios se levanta antes que los gallos, y que junto a la casa existe una vieja socarrena en la que se guarda grano, y sirve de almacén y despensa de la casa. Y es sabido, y lo sé porque Juan de Dios así me lo ha relatado en el camino, que a las 6.30 de la mañana, aproximadamente, se hizo perceptible un ruido de pasos quedos y pianos, que resultaron ser los pasos quedos y pianos de María.

¿Sigo bien?

—Sigue perfectamente, señor —asintió la Petra.

—Es sabido también que nos hallamos en los albores de la primavera, y que María, según palabras de Juan de Dios, iba vestida con un ligero vestido blanco con flores estampadas, y que al ser vista por Juan de Dios, con gran desvergüenza y coquetería se alzó la falda dejando entrever un diminuto tanga negro que cubría sus intimidades.

—Hay que ser muy puta para tener un tanga como ése —sentenció la Petra.

—O se calla o le arreo una bofetada ahora mismo —intervino Marsa, mi mujer.

Petra, algo confundida por la energía de mi esposa, cerró la boca.

—Es sabido —proseguí—, que en las primeras horas de la mañana, con el cuerpo descansado y toda la fuerza humana en expectativa de ser utilizada, el dominio de los sentidos es prácticamente imposible.

Lo digo por experiencia, como les podrá corroborar mi esposa, la señora marquesa, aquí presente.

—Que lo corrobore —solicitó Modesto.

—Me niego a corroborarlo —se mantuvo Marsa en su sitio al tiempo que me dedicaba una mirada asesina.

—Es sabido que Juan de Dios ha sido siempre un marido ejemplar, pero no tuvo la suficiente fortaleza para evitar la tentación. Fue cuando invitó a María a pasar a la socarrena, lugar en donde se inició lo que sería, posteriormente, un acto culminante.

Y que lo primero que hizo Juan de Dios, con la autorización de María, fue quitarle el diminuto tanga color negro que llevaba.

—Insisto en que hay que ser muy zorra para comprarse una cosa así —gritó la Petra.

—Y yo insisto en dar una golpiza a quien vuelva a llamarme «zorra» —protestó mi mujer con toda la razón.

—Yo no la he llamado «zorra», señora marquesa.

—Sí, Petra, porque ese tanga era mío y María me lo quitó.

—Glup —emitió la Petra.

—Es sabido que hay mujeres discretas durante el acto y mujeres gritadoras. María pertenece al segundo grupo. Sus alaridos eran tales que despertaron a Petra. ¿Me equivoco?

—No se equivoca, señor marqués —dijo la Petra todavía sin recuperarse de su anterior metedura de pata.

—Y es sabido que Petra, alarmada por los vítores jadeantes que provenían de la socarreña, se acercó al lugar de los hechos encontrándose con la siguiente escena: Juan de Dios, su marido, en posición de decúbito supino, tirándose a María, que se hallaba en situación de decúbito prono. Coincidiendo con la llegada de Petra los alaridos se oyeron estremecedores. Según me ha informado Juan de Dios, estaban en plena culminación de la fogarada. ¿Me desvío?

—No se desvía —opinó la Petra.

—Es sabido que una esposa engañada y sorprendida en tal situación es capaz de cualquier cosa. Y que Petra es mujer de reaños y carácter. Y que después de agarrar a su marido por los pelos y definirlo en siete ocasiones con el apelativo de «cerdo cabrón», se lanzó hacia María en pos de la venganza. Pero ésta, ágil y sorprendentemente muelle, esquivó el ataque de Petra, agarró el vestido y los zapatos y abandonó el lugar a gran velocidad completamente en pelotas. ¿Acierto?

—Acierta, señor marqués. Pero se le ha olvidado decir que le temblaban las carnes, como consecuencia de su celulitis —aclaró la Petra.

—No es verdad. No tiene celulitis —intervino Juan de Dios.

—¡Padre! —amonestó Rosariyo.

—¡Hija! —exclamó Juan de Dios, que se sentía dolido por la injusta alusión a la inexistente celulitis de María.

—Prosigo. Déjense de celulitis. Es sabido que Petra, presa de un ataque de ira, se llegó hasta la casa principal, despertó a mi madre, y le narró los acontecimientos. ¿Es verdad?

—Es verdad. Y conseguí que la señora marquesa viuda me prometiera que echaría a ese putón desorejado.

—Que María intentó refugiarse en casa, y que allí se encontró con mi madre, que desde la terraza de las buganvillas, le negó permiso de ingreso y la echó con cajas destempladas. Y que María, intuyendo la reacción de Petra, se perdió, haciendo de nuevo gala de una gran agilidad, en la espesura de los campos recién amanecidos. Y

que entretanto, Petra, aprovechando que pasaba junto al armero de casa, se hizo con un rifle y una caja de balas con la intención de utilizarlas posteriormente con María como objetivo. ¿Miento?

—No miente —confirmó la Petra.

—Lo que sucedió después todos lo sabemos. Los disparos, las muertes de una cierva, un joven marrano y una cigüeña, la persecución y todo lo demás. También la afligida y sincera petición de perdón por parte de Juan de Dios y la inesperada aparición de Rosariyo, la hija de ambos, que es la primera a la que me dispongo preguntar. Rosariyo, ¿crees que tu madre debe perdonar a tu padre?

—Ya se lo había advertido, señor marqués. La compra de ese nuevo colchón ha sido un error. Yo también soy culpable.

—Lo reconozco. Pero responde a mi pregunta.

—Creo que por una barrabasada de mi padre no se puede romper un matrimonio de treinta años. Yo me quiero casar, si lo hago algún día, del brazo de mi padre y acompañada de la sonrisa de mi madre.

(En este punto debo interrumpir la redacción por razones que ustedes comprenderán. Padre, madre e hija se abrazaron entre jipidos y llantos y yo sentí deseos irrefrenables de vomitar, lo que hice en la esquina del guadarnés según se sale a diez metros en dirección nor-nordeste. Recuperado por Marsa, que salió en mi busca, entré de nuevo en el guadarnés, que se había convertido en una reunión de gente que se abrazaba sin ton ni son, lo que se me antojó lamentable.)La gente del campo es como el mismo campo. Cambiante, imprevista y sorprendente. Después de lo que había pasado, aquello me deslumbraba. Ahí estaban los tres, el núcleo familiar, abrazándose y besándose con la mayor normalidad. Mentiría si no reconociera que, en el fondo, lamentaba la situación agobiante de María, al fin y al cabo, una infeliz. El único que no se abrazaba a nadie en el guadarnés era don Crispín.

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