—¡Chip! —llamó.
Chip apartó la mirada de la chica.
—Sí, papá.
Bueno, pues ahora que había atraído la atención de Chip, tenía que decir algo, y lo que dijo fue:
—Dile a tu madre que no se preocupe del follón que ha quedado allí. Que ya lo arreglaré yo.
—Vale, se lo diré.
Le revoloteaban en torno a la cabeza los hábiles dedos de la chica, su suave rostro. Le pidió que cerrara la mano, le dio un pellizco, le aplicó un golpecito. Hablaba como la televisión que llega desde el cuarto de otro.
—Papá —dijo Chip.
—No lo he oído.
—La doctora Schulman quiere saber si prefieres «Alfred» o «señor Lambert». ¿Cómo quieres que te trate?
Él sonrió dolorosamente.
—No te sigo.
—Creo que preferirá «señor Lambert» —dijo Chip.
—Señor Lambert —dijo la chiquita—, ¿puede decirme dónde estamos?
Él se volvió de nuevo a Chip, cuya expresión era expectante, pero no de ayuda. Señaló la ventana:
—Por ahí está Illinois —le dijo a la chica y a su hijo.
Ambos escuchaban con mucho interés, ahora, y se consideró en la obligación de decir más:
—Hay una ventana… que… si la abre usted… sería lo que quiero. No he podido desabrocharme el cinturón. Y eso.
Estaba fallando, y lo sabía.
La chiquita lo miró desde lo alto, con cara de bondad.
—¿Puede decirme quién es nuestro actual presidente?
Sonrió: ésa era fácil.
—Bueno —dijo—. Con la cantidad de cosas que tiene ahí abajo. Seguro que ni sabe lo que tiene. Tendríamos que tirarlo todo.
La chiquita asintió con la cabeza, como si aquello hubiera sido una respuesta razonable. Luego levantó ambas manos. Era igual de guapa que Enid, pero Enid llevaba una alianza, Enid no necesitaba gafas, Enid se había puesto vieja, últimamente, y a Enid, con toda probabilidad, sí que la habría reconocido, aunque, siéndole mucho más familiar que Chip, también era mucho más difícil de ver.
—¿Cuántos dedos hay aquí? —le preguntó la chica.
Contempló los dedos. En lo que a él se le alcanzaba, el mensaje que le estaban comunicando era Relájate. Desténsate. Tranquilo.
Con una sonrisa, dejó que se le vaciara la vejiga.
—Señor Lambert, ¿cuántos dedos hay aquí?
Los dedos estaban ahí. Era bonito verlos. El alivio de no ser responsable. Cuanto menos supiera, mejor estaría. No saber nada en absoluto sería el paraíso.
—Papá.
—Tendría que saberlo —dijo él—. ¿Cómo se me va a olvidar una cosa así?
La chiquita y Chip intercambiaron una mirada y a continuación salieron al pasillo.
Había disfrutado destensándose, pero un minuto después empezó a sentirse pegajoso. Ahora necesitaba cambiarse, y no podía. Se quedó sentado sobre su propia excreción, mientras se enfriaba.
—Chip —dijo.
Había descendido la quietud sobre el ala de las celdas. No podía confiar en Chip, se pasaba el tiempo desapareciendo. No podía confiar en nadie más que en sí mismo. Sin planes en la mente y sin fuerza en las manos, intentó aflojar el cinturón para poder quitarse los pantalones y secarse. Pero el cinturón estaba tan antipático como siempre. Veinte veces lo recorrió con las manos y otras tantas falló en el intento de localizar la hebilla. Era como una persona en dos dimensiones que busca la libertad en una tercera dimensión. Podía pasarse la eternidad buscando, que nunca iba a encontrar la maldita hebilla.
—Chip —llamó, pero no muy alto, porque la hijaputa negra andaba merodeando por ahí, y podía castigarlo con mucha severidad—. Chip, ven a ayudarme.
Le habría gustado quitarse del todo las piernas. Eran flojas y no paraban quietas y estaban húmedas y las tenía atrapadas. Dio unas patadas y se balanceó en su silla de no balancín. Tenía las manos sublevadas. Cuanto menos podía hacer con las piernas, más le bailaban las manos. Los hijosputa lo tenían atrapado, lo habían traicionado, y se echó a llorar. ¡Si lo hubiera sabido! Si lo hubiera sabido, habría podido dar los pasos necesarios, había tenido la escopeta, había tenido el océano insondable. Si lo hubiera sabido.
Estrelló una jarra de agua contra la pared y por fin vino alguien corriendo.
—Papá, papá, papá. ¿Qué pasa?
Alfred miró a los ojos a su hijo. Abrió la boca, pero la única palabra que pudo pronunciar fue «Yo…». Yo…
He cometido errores—Estoy solo… Estoy mojado… Quiero morirme… Lo siento…
He hecho lo que he podido…
Amo a mis hijos…
Necesito tu ayuda…
Quiero morirme…
—No puedo estar aquí —dijo.
Chip se acuclilló junto a la silla.
—Escucha —dijo—. Tienes que estar aquí una semana más, para que puedan hacerte el seguimiento. Hay que averiguar qué pasa.
Él negó con la cabeza.
—¡No! ¡Tienes que sacarme de aquí ahora mismo!
—Lo siento mucho, papá —dijo Chip—, pero no puedo llevarte a casa. Tienes que estar aquí una semana más, como mínimo.
¡Ay, cómo le ponía a prueba la paciencia, este hijo suyo! A estas alturas, Chip ya debería haber comprendido lo que le estaba pidiendo, sin que hubiera necesidad de volver a explicárselo.
—¡Te estoy diciendo que pongas fin a esto! —pegó un puñetazo en el brazo de su silla carcelera—. ¡Tienes que ayudarme a poner fin a esto!
Miró la ventana por la cual, al fin, estaba dispuesto a arrojarse. O que le dieran una escopeta, o que le dieran un hacha, o que le dieran lo que fuese, pero que lo sacaran de allí. Tenía que conseguir que Chip lo comprendiese.
Chip cubrió con sus manos las suyas trémulas.
—Me voy a quedar contigo, papá —dijo—. Pero eso no puedo hacerlo por ti. No puedo terminar con esto de ese modo. Lo siento.
Como la esposa muerta o la casa quemada, así de vivo permanecía en su memoria el recuerdo de la claridad mental y de la capacidad de acción. Por una ventana que daba al otro mundo, aún alcanzaba a ver la claridad y ver la capacidad, sólo que fuera de su alcance, más allá de los cristales térmicos de la ventana. Alcanzaba a ver los desenlaces deseados, ahogarse en el mar, un tiro de escopeta, lanzarse desde una altura, todos ellos tan cerca, que se negaba a creer que había perdido la oportunidad de procurarse tal alivio.
Lloró sobre la injusticia de su condena.
—Por el amor de Dios, Chip —dijo en voz alta, porque se daba cuenta de que aquélla podía ser su última oportunidad de liberarse, antes de perder por completo el contacto con la claridad y la capacidad, y era por consiguiente indispensable que Chip comprendiera
exactamente
lo que quería—. Te estoy pidiendo ayuda. Tienes que sacarme de esto. ¡Tienes que poner fin a esto!
Con los ojos enrojecidos, bañado en lágrimas, el rostro de Chip seguía lleno de capacidad y claridad. Ahí tenía un hijo en quien podía confiar para que lo comprendiese como se comprendía a sí mismo; y, por consiguiente, la respuesta de Chip, cuando se produjo, fue absoluta. La respuesta de Chip le dijo que aquí terminaba la historia. Terminaba con Chip moviendo la cabeza, con Chip diciéndole:
—No puedo, papá. No puedo.
La corrección, cuando finalmente llegó, no fue el estallido súbito de una burbuja, sino un irse desinflando, muy suavemente; un escape, durante todo un año, en el valor de los mercados financieros clave; una contracción demasiado gradual como para generar titulares en los periódicos y demasiado predecible como para dañar seriamente a nadie más que a los tontos y a los trabajadores pobres.
Le parecía a Enid que los hechos cotidianos, en general, eran más apagados o insípidos de lo que fueron en su juventud. Recordaba los años treinta, había visto con sus propios ojos lo que puede ocurrirle a un país cuando la economía mundial se quita los guantes: recordaba haber ayudado a su madre en la distribución de sobras a los desamparados, en el callejón de detrás del hostal. Pero desastres de esa magnitud ya no parecían acontecer en los Estados Unidos. Habían instalado elementos de seguridad, como los cuadrados de goma con que se pavimentan los modernos patios de recreo, para suavizar los impactos.
El mercado, no obstante, sí que se desmoronó, y Enid, a quien jamás se le había pasado por la cabeza que llegaría a
alegrarse
de que Alfred hubiera encerrado sus activos en rentas vitalicias y en bonos del Tesoro, capeó el temporal con menos apuros que sus amigos más dados a los altos vuelos. La Orfic Midland cumplió su amenaza y, en efecto, le rescindió el seguro médico tradicional y forzó su paso a un centro de salud, pero su antiguo vecino, Dean Driblett, de un plumazo —bendito él—, los ascendió a ella y a Alfred al plan Selecto Plus de DeeDeeCare, que le permitía conservar sus médicos preferidos. Aún quedaban por cubrir muy considerables gastos clínicos mensuales, no reembolsables, pero, ahorrando de aquí y de allá, la pensión de Alfred y el Retiro Ferroviario le bastaban para cubrirlos; y, mientras tanto, su casa, que era ya del todo suya, seguía apreciándose. La verdad, pura y simple: aunque no era rica, tampoco era pobre. Por alguna razón, esta verdad se le había escapado durante los años de ansiedad e incertidumbre por Alfred, pero tan pronto como él estuvo fuera de la casa y ella recuperó el sueño, la percibió con claridad.
Ahora lo veía todo con más claridad, en especial a sus hijos. Cuando Gary volvió a St. Jude, con Jonah, unos meses después de aquellas catastróficas Navidades, entre él y ella no hubo más que buenos momentos. Gary seguía insistiendo en que vendiera la casa, pero ya no podía alegar que Alfred iba a caerse por las escaleras y matarse, y para aquel entonces Chip se había ocupado de muchas cosas (pintar con vetas, sellar, limpiar los desagües, parchear las grietas) que, mientras estuvieron descuidadas, también sirvieron de buen argumento a Gary para vender la casa. Enid y él discutieron un poco por cuestiones de dinero, pero fue más bien por pasar el rato. Gary le reclamaba insistentemente los 4,96 dólares que aún le «debía» por los pernos de quince centímetros, y ella contraatacaba preguntándole: «¿Es nuevo ese reloj?» Él reconocía que sí, que Caroline le había regalado un Rolex en Navidades, pero el caso era que acababa de llevarse un palo por culpa de una OPI biotecnológica cuyas acciones no podía vender antes del 15 de junio, y además era una cuestión de principio, mamá, una cuestión de principio. Pero Enid, por principio, se negaba a darle los 4,96 dólares. Disfrutaba pensando que se iría a la tumba sin haberle pagado los seis pernos aquellos. Le preguntó a Gary que con qué acciones biotecnológicas, exactamente, se había llevado el palo. Gary le contestó que lo dejara estar.
Después de las Navidades, Denise se fue a vivir a Brooklyn y empezó a trabajar en un restaurante nuevo, y en abril le regaló a Enid, por su cumpleaños, un billete de avión. Enid le dio las gracias y le dijo que no podía ir, que no podía dejar solo a Alfred, que no habría estado bien. Luego sí fue, y pasó cuatro maravillosos días en Nueva York. Denise parecía muchísimo más contenta que en Navidades, de modo que a Enid no le importó que aún no hubiera un hombre en su vida, ni se le viesen ganas de conseguirlo.
Ya en St. Jude, estaba Enid jugando al bridge en casa de Mary Beth Schumpert, una tarde, cuando Bea Meisner se puso a airear su cristiano rechazo de una famosa actriz «lesbiana».
—Es un pésimo modelo de conducta para la gente joven —dijo Bea—. Creo yo que si eliges mal en la vida, lo menos que puedes hacer es no presumir de ello. Sobre todo habiendo todos esos programas que tanto pueden ayudar a la gente así.
Enid, que jugaba aquella manga de compañera de Bea y ya estaba molesta porque no le había seguido una declaración de dos bazas, contestó suavemente que, en su opinión, los «gays» no podían evitar ser «gays».
—Claro que sí. Es claramente una elección por su parte —dijo Bea—. Es una debilidad y empieza en la adolescencia. No cabe la menor duda. Todos los expertos están de acuerdo.
—A mí me gustó el
thriller
que hizo su novia con Harrison Ford —dijo Mary Beth Schumpert—. ¿Cómo se llamaba?
—Yo no creo que sea elección —porfió Enid, muy tranquila—. Chip me dijo una vez una cosa muy interesante. Me dijo: con el odio que les tiene la gente y el rechazo que provocan, ¿por qué va nadie a preferir ser «gay», pudiendo evitarlo? Me pareció un punto de vista interesante.
—Pues no, es porque piden una legislación especial —dijo Bea—, porque quieren «orgullo gay». Por eso le caen mal a tanta gente, dejando aparte la inmoralidad de lo que hacen. No se contentan con haber hecho una mala elección. Encima tienen que presumir de ello.
—Ni me acuerdo ya de cuando fue la última vez que vi una película buena —dijo Mary Beth.
Enid no era precisamente una defensora a ultranza de los modos de vida «alternativos», y las cosas que no le gustaban de Bea Meisner llevaban cuarenta años sin gustarle. No habría sabido explicar la razón de que aquella charla de bridge, en concreto, la llevara a decidir que ya no le hacía ninguna falta seguir siendo amiga de Bea Meisner. Tampoco habría sabido explicar la razón de que el materialismo de Gary y los fracasos de Chip y la falta de hijos de Denise, que a lo largo de los años le habían costado incontables horas nocturnas de preocupación y juicios desaprobatorios, la desazonaran muchísimo menos ahora que Alfred no estaba en casa.
Tenía su importancia, desde luego, que ahora los tres hijos estuvieran echando una mano. La transformación de Chip, en concreto, era casi un milagro. Después de las Navidades, se quedó seis semanas con Enid, visitando a Alfred todos los días, antes de volverse a Nueva York. Un mes más tarde regresó a St. Jude sin aquellos espantosos pendientes. Propuso extender su visita es unos términos que tuvieron tan asombrada como encantada a Enid, al menos hasta que salió a relucir que estaba liado con la jefa de los residentes de neurología del hospital de St. Luke.
La neuróloga, Alison Schulman, era una chica judía, de Chicago, con el pelo muy rizadito y no especialmente guapa. A Enid le gustaba bastante, pero también la dejaba perpleja que una médica joven y bien colocada quisiera tener algo que ver con su medioempleado hijo. El misterio se hizo más hondo en junio, cuando Chip anunció que se iba a vivir a Chicago y empezar una cohabitación inmoral con Alison, que acababa de incorporarse a un consultorio privado de Skokie. Chip ni confirmó ni dejó de confirmar que no tenía nada parecido a un verdadero trabajo y que tampoco pensaba contribuir a los gastos de la casa. Dijo estar trabajando en un guión cinematográfico. Dijo que a «su» productora de Nueva York le había «encantado» la «nueva» versión y le había pedido que lo reelaborara. No obstante, su único empleo lucrativo, en lo que a Enid se le alcanzaba, consistía en dar clases, haciendo sustituciones. Enid le agradecía que se viniera en coche desde Chicago a St. Jude una vez al mes y que pasara varios largos días acompañando a Alfred; le encantaba tener de nuevo un hijo en el Medio Oeste. Pero cuando Chip le comunicó que iba a tener gemelos de una mujer con quien ni siquiera estaba casado, y cuando luego invitó a Enid a una boda cuya novia
estaba embarazada de siete meses
y cuyo novio tenía por única «ocupación» actual la cuarta o quinta reelaboración de un guión cinematográfico y cuyos invitados, en su gran mayoría, no sólo eran extremadamente judíos sino que parecían
encantados
con la feliz pareja, no fue precisamente material lo que le faltó a Enid para encontrarlo todo mal y dictar sentencia condenatoria. Y no la hizo sentirse orgullosa de sí misma, no la hizo sentirse a gusto con sus casi cincuenta años de matrimonio, pensar que si Alfred hubiera estado en la boda, ella lo habría encontrado todo mal y habría dictado sentencia condenatoria. Si Alfred hubiera ocupado el asiento contiguo al de ella, quienes hubieran puesto los ojos en Enid le habrían notado la amargura en el rostro y se habrían apartado de ella, y seguramente no la habrían levantado del suelo con silla y todo para pasearla por toda la sala mientras sonaba la música
klezmer,
y seguramente a ella no le habría podido encantar.