Read Las cruzadas vistas por los árabes Online

Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

Las cruzadas vistas por los árabes (6 page)

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
7.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Precisamente se presencia este espectáculo insólito en los últimos días de abril de 1098, cuando cerca de treinta mil hombres se concentran a la salida de Mosul. El firmán oficial anuncia que los valerosos combatientes emprenden el yihad contra los infieles bajo las órdenes de un oscuro retoño selyúcida que, envuelto en pañales, ha confiado el mando del ejército al atabeg Karbuka.

Según el historiador Ibn al-Atir, que estará toda la vida al servicio de los atabegs de Mosul,
a los frany los invadió el pánico cuando oyeron que el ejército de Karbuka se dirigía a Antioquía, pues estaban muy debilitados y tenían escasez de provisiones
. Por el contrario, los defensores recobran la esperanza. Una vez más se disponen a efectuar una salida en cuanto estén cerca las tropas musulmanas. Con la misma tenacidad, Yaghi Siyan, eficazmente secundado por su hijo Shams ad-Dawla, comprueba las reservas de trigo, inspecciona las fortificaciones y anima a sus tropas prometiéndoles, «con permiso de Dios», que el final se acerca.

Pero la seguridad de que hace alarde en público es sólo fachada. Desde hace unas semanas la situación se ha deteriorado sensiblemente, el bloqueo de la ciudad se ha vuelto mucho más riguroso, el avituallamiento más difícil y, lo que es aún más preocupante, las informaciones acerca del campamento enemigo empiezan a escasear. Los frany, que aparentemente se han dado cuenta de que Yaghi Siyan se enteraba de cuanto decían o hacían, han decidido tomar medidas. Los agentes del emir los han visto matar a un hombre, asarlo en un espetón y comerse su carne gritando a voz en cuello que todo espía que cogieran correría la misma suerte. Aterrados, los informadores han huido y Yaghi Siyan ya no sabe gran cosa de los sitiadores. Como militar avezado, la situación le parece sumamente inquietante.

Lo que lo tranquiliza es saber que Karbuka está en camino. Hacia mediados de mayo debería llegar con sus decenas de miles de combatientes. En Antioquía todo el mundo acecha ese instante; todos los días circulan rumores difundidos por ciudadanos que confunden sus deseos con la realidad. La gente cuchichea, corre hacia las murallas, las viejas interrogan maternalmente a algunos soldados imberbes. La respuesta es siempre la misma: no, las tropas de socorro no están a la vista, pero no pueden tardar.

Al salir de Mosul, el gran ejército musulmán ofrece un espectáculo deslumbrante con los innumerables destellos de sus lanzas bajo el sol y sus pendones negros, emblema de los abasidas y de los selyúcidas, que flamean en medio de un mar de jinetes todos de blanco. A pesar del calor, van a buen ritmo. A ese paso estarán en Antioquía en menos de dos semanas. Pero Karbuka está preocupado, poco antes de salir ha recibido noticias alarmantes. Una tropa de frany ha logrado apoderarse de Edesa, la ar-Ruha de los árabes, una gran ciudad armenia situada al norte del camino que lleva de Mosul a Antioquía. Y el atabeg no puede por menos de pensar que, cuando se acerque a la ciudad sitiada, tendrá detrás a los frany de Edesa. ¿No corre el riesgo de que le hagan una tenaza? En los primeros días de mayo reúne a sus principales emires para anunciarles que ha decidido cambiar de rumbo. Se dirigirá primero hacia el norte, resolverá en unos cuantos días el problema de Edesa y, tras ello, podrá enfrentarse sin riesgo con los sitiadores de Antioquía. Algunos protestan, recordándole el mensaje angustiado de Yaghi Siyan, pero Karbuka los manda callar. Una vez que ha tomado una decisión es más terco que una muía. Mientras los emires obedecen refunfuñando, el ejército toma los senderos de montaña que llevan a Edesa.

De hecho, la situación de la ciudad armenia es preocupante. Las noticias proceden de los pocos musulmanes que han podido salir de ella. Un jefe franco llamado Balduino ha llegado en febrero a la cabeza de varios cientos de caballeros y de más de dos mil soldados de infantería. El señor de la ciudad, Thoros, un anciano príncipe armenio, ha recurrido a él para reforzar la guarnición de su ciudad frente a los repetidos ataques de los guerreros turcos. Pero Balduino se ha negado a ser un simple mercenario, ha exigido que lo nombren heredero legítimo de Thoros. Y éste, anciano y sin hijos, ha accedido. Según la costumbre armenia, se ha celebrado una ceremonia oficial de adopción. Mientras Thoros estaba revestido con una túnica blanca muy amplia, Balduino, desnudo hasta la cintura, se ha metido bajo la vestidura de su «padre» para pegar su cuerpo al de éste. Luego le llegó el turno a la «madre», es decir a la mujer de Thoros, contra la cual se apretó también Balduino, entre la túnica y la piel desnuda, ¡ante las miradas socarronas de los asistentes que cuchicheaban que ese rito, pensado para la adopción de los niños, no era muy adecuado cuando el «hijo» era un caballero con toda la barba!

Al imaginar la escena que acaban de contarles, los soldados del ejército musulmán ríen a carcajadas. Pero lo que sigue del relato los hace estremecerse: unos días después de la ceremonia, a «padre y madre» los linchó la muchedumbre a instigación del «hijo», que asistió, impasible, a su muerte, antes de proclamarse «conde» de Edesa y de confiar a sus compañeros francos todos los puestos importantes del ejército y del gobierno.

Viendo confirmadas sus aprensiones, Karbuka organiza el sitio de la ciudad, aunque sus emires intentan de nuevo disuadirlo. Los tres mil soldados francos de Edesa jamás se atreverán a atacar al ejército musulmán, que cuenta en sus filas decenas de miles de hombres; en cambio, se bastan y sobran para defender la propia ciudad, y el sitio corre el riesgo de prolongarse durante meses. Entre tanto, Yaghi Siyan, abandonado a su suerte, podría ceder a la presión de los invasores. El atabeg no quiere avenirse a razones, y hasta que no ha perdido tres semanas ante los muros de Edesa no reconoce su error, tomando, a marchas forzadas, el camino de Antioquía.

En la ciudad sitiada, la esperanza de los primeros días de mayo ha dado paso al más completo desconcierto. Ni en el palacio ni en la calle entienden por qué tardan tanto las tropas de Mosul. Yaghi Siyan está desesperado.

La tensión ha alcanzado el paroxismo cuando el 2 de junio, poco antes de la puesta del sol, los centinelas avisan de que los frany han reunido a todas sus fuerzas y se dirigen hacia el noreste. Emires y soldados sólo hallan una explicación: Karbuka está cerca y los sitiadores van a su encuentro. En unos minutos, la noticia ha corrido de boca en boca y casas y murallas están alerta. La ciudad respira de nuevo: mañana mismo el atabeg romperá el cerco de la ciudad, mañana mismo acabará la pesadilla. La noche está fresca y húmeda, la gente pasa las horas muertas charlando a la puerta de las casas, con todas las luces apagadas. Por fin se duerme Antioquía, agotada pero confiada.

Las cuatro de la mañana: al sur de la ciudad, se oye el ruido sordo de una cuerda que roza contra la piedra. Un hombre se asoma desde lo alto de una gran torre pentagonal y hace señas con la mano. No ha pegado ojo en toda la noche y tiene la barba revuelta. Se llama Firuz, un fabricante de corazas encargado de la defensa de las torres, dirá Ibn al-Atir. Musulmán de origen armenio, Firuz ha formado parte durante mucho tiempo del círculo de allegados de Yaghi Siyan, pero, últimamente, éste lo ha acusado de hacer «estraperlo» y le ha impuesto una cuantiosa multa. Buscando venganza, Firuz se ha puesto en contacto con los sitiadores. Les ha dicho que controla el acceso a una ventana que da al valle, al sur de la ciudad, y se muestra dispuesto a dejarlos entrar. Más aún, para demostrarles que no les está tendiendo una trampa, les ha enviado a su propio hijo como rehén. Por su parte, los sitiadores le han ofrecido oro y tierras. Se ha fijado un plan: hay que actuar el 3 de junio al alba. La víspera, para desorientar a la guarnición, los sitiadores han fingido que se alejaban.

Cuando se selló el pacto entre los frany y ese maldito fabricante de corazas —contará Ibn al-Atir—, aquéllos treparon hasta la ventanita, la abrieron e hicieron subir a muchos hombres con ayuda de cuerdas. Cuando fueron más de quinientos, se pusieron a tocar la trompeta al alba, mientras los defensores estaban agotados por la prolongada vela. Yaghi Siyan se levantó y preguntó qué ocurría. Le contestaron que el sonido de las trompetas procedía de la alcazaba, que, seguramente, había sido tomada.

Los ruidos proceden de la torre de las Dos Hermanas. Pero Yaghi Siyan no se toma la molestia de comprobarlo. Cree que todo está perdido. Cediendo al pánico, ordena abrir una de las puertas de la ciudad y, acompañado de algunos guardias, huye. Despavorido, cabalgará así durante horas, incapaz de recobrarse. Tras doscientos días de resistencia, el señor de Antioquía se ha venido abajo. Al tiempo que le reprocha su debilidad, Ibn al-Atir evoca su fin con emoción.

Se puso a llorar por haber abandonado a su familia, a sus hijos y a los musulmanes y, de dolor, cayó del caballo sin conocimiento. Sus compañeros intentaron volverlo a subir a la silla, pero ya no se tenía en pie. Se estaba muriendo. Lo dejaron, pues, y se alejaron. Un leñador armenio que pasaba por allí lo reconoció. Le cortó la cabeza y se la llevó a los frany a Antioquía.

Han entrado en la ciudad a sangre y fuego. Hombres, mujeres y niños tratan de escapar por las callejuelas embarradas, pero los caballeros los alcanzan sin dificultad y los degüellan allí mismo. Poco a poco, los gritos de horror de los últimos supervivientes se van ahogando y en seguida se alzan en su lugar las voces desafinadas de algunos saqueadores francos ya borrachos. Se eleva el humo de las numerosas casas incendiadas. A mediodía, un velo de luto envuelve la ciudad.

En medio de esta locura sanguinaria del 3 de junio de 1098, sólo un hombre ha sabido conservar la cabeza fría: es el infatigable Shams ad-Dawla. Nada más entrar los invasores en la ciudad, el hijo de Yaghi Siyan se ha parapetado con un grupo de combatientes en la alcazaba. Los frany intentan en varias ocasiones expulsarlos de ella, pero los rechaza todas las veces, no sin causarles numerosas pérdidas. Incluso el máximo jefe franco, Bohemundo, un gigante de larga cabellera rubia, resulta herido durante uno de esos ataques. Escarmentado por el percance, manda un mensajero a Shams para proponerle que abandone la alcazaba a cambio de un salvoconducto. Pero el joven emir lo rechaza con altivez. Antioquía es el feudo que siempre ha pensado heredar un día: luchará hasta el último aliento. No le faltan provisiones ni flechas aceradas. Majestuosamente erguida en la cumbre del monte Habig-and-Nayyar, la alcazaba puede desafiar a los frany durante meses. Éstos perderían miles de hombres si se empeñaran en escalar sus muros.

La determinación de los últimos resistentes resulta rentable. Los caballeros renuncian a atacar la alcazaba, conformándose con rodearla con un cordón de seguridad. Y por los alaridos de alegría de Shams y sus compañeros se enteran, tres días después de la caída de Antioquía, de que el ejército de Karbuka está en el horizonte. Para Shams y su puñado de irreductibles, la aparición de los soldados del Islam a caballo tiene algo de irreal. Se frotan los ojos, lloran, rezan, se abrazan. Los gritos de «¡Allahú akbar!» («¡Dios es grande!») llegan hasta la alcazaba en medio de un clamor ininterrumpido. Los frany se guarecen tras los muros de Antioquía; de sitiadores se han convertido en sitiados.

Shams está contento, pero le queda un fondo de amargura. En cuanto los primeros emires de la expedición de auxilio se han reunido con él en su reducto, los asaetea con mil preguntas. ¿Por qué han tardado tanto en venir? ¿Por qué han dado tiempo a que los frany ocupen Antioquía y asesinen a sus habitantes? No cabe en sí de asombro al ver que sus interlocutores, lejos de justificar la actitud del ejército, acusan a Karbuka de todos los males; Karbuka el arrogante, el presuntuoso, el incapaz, el cobarde.

No se trata sólo de antipatías personales, sino de una auténtica conspiración cuyo instigador no es otro que el rey Dukak de Damasco, quien se ha unido a las tropas de Mosul nada más entrar éstas en Siria. Está claro que el ejército musulmán no es una fuerza homogénea, sino una coalición de príncipes con intereses a menudo encontrados. Las ambiciones territoriales del atabeg no son un secreto para nadie, y Dukak no tiene dificultad alguna en convencer a sus pares de que su auténtico enemigo es el propio Karbuka. Si sale victorioso de la batalla contra los infieles, se proclamará salvador y ninguna ciudad de Siria podrá entonces escapar a su autoridad. Si, por el contrario, Karbuka sufre una derrota, el peligro que se cierne sobre las ciudades sirias quedará descartado. Frente a esta amenaza, el peligro franco es un mal menor. El que los rum quieran, con ayuda de sus mercenarios, recuperar su ciudad de Antioquía no tiene nada de dramático, dado que sigue siendo impensable que los frany creen sus propios Estados en Siria. Como dirá Ibn al-Atir, «el atabeg indispuso tanto a los musulmanes con sus pretensiones que éstos decidieron traicionarlo en el momento más decisivo de la batalla».

¡Ese soberbio ejército no es, pues, más que un coloso con pies de barro que puede derrumbarse al primer papirotazo! Dispuesto a olvidar que han decidido abandonar a Antioquía, Shams aún intenta triunfar sobre todas esas mezquindades. No es momento, piensa, de arreglar cuentas. Sus esperanzas no han de durar mucho; al día siguiente de su llegada, Karbuka lo convoca para comunicarle que se le retira el mando de la alcazaba. Shams se indigna, ¿acaso no ha combatido como un valiente? ¿No se ha enfrentado a todos los caballeros francos? ¿No es acaso el heredero del señor de Antioquía? El atabeg se niega a cualquier discusión. Él es el jefe y exige obediencia.

El hijo de Yaghi Siyan se ha convencido de que el ejército musulmán, a pesar de sus cuantiosas fuerzas, es incapaz de vencer. El único consuelo que le queda es saber que en el campo enemigo la situación no es mucho mejor. Según Ibn al-Atir, «tras haber conquistado Antioquía, los frany han estado doce días sin comer nada. Los nobles se alimentaban de sus cabalgaduras y los pobres de carroña y de hojas». Los frany han vivido otros períodos de escasez en los últimos meses, pero entonces se sabían libres de realizar razzias por los alrededores para conseguir algunas provisiones. Su nueva condición de sitiados se lo impide, y las reservas de Yaghi Siyan, con las que contaban, están prácticamente agotadas. Aumenta el número de deserciones.

Entre estos ejércitos agotados, desmoralizados, que se enfrentan en junio de 1098 alrededor de Antioquía, el cielo no parecía saber por cuál inclinarse cuando un acontecimiento extraordinario vino a forzar la decisión. Los occidentales hablarán de un milagro, pero el relato que de él hará Ibn al-Atir no deja ningún lugar a lo asombroso.

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
7.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Waiting for Always by Ava Claire
The Pack - Shadow Games by Jessica Sorrento
Midnight Games by R.L. Stine
In His Sights by Jo Davis
Red Star over China by Edgar Snow
Where the Truth Lies by Holmes Rupert
Don't Ask Alice by Judi Curtin
Doppelganger by Geoffrey West