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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (14 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Bosco hizo un gesto de desdén. Se trataba de una idea ingeniosa, aunque la ejecución no fuera digna de admiración.

—No es más que un primer intento —se justificó Cale—. Concededme una hora, y lo dejaré con mucho mejor aspecto. Además, la gente ve lo que espera ver. Cuando mañana lo quememos, los redentores no estarán muy cerca.

—Como se trata de una ejecución post mórtem —explicó Gil—, los padres redentores esperarán ver a Brzca.

—Brzca no será ningún problema.

Entonces Bosco le hizo una seña a Gil para que ayudara a Hooke a ponerse en pie.

—Dadnos un beso, preciosa —decía Hooke, delirando.

—¿Dónde lo vais a llevar?

—Dios —sentenció Bosco— hizo el infierno para los curiosos.

—Nada más que un besito —insistía Hooke. De ese modo lo sacaron de la cámara, y Cale regresó a ella para colocar mejor el pelo dentro del vendaje del muerto.

Veinte minutos después, aposentaban a Hooke en una nueva estancia que estaba separada del resto del Santuario por dos muros y atendida por una monja gorda con griñón.

En la cámara del muerto, Cale empezó a mejorar el aspecto de la barba roja que ahora, ante el blanco sepulcral del rostro del muerto, parecía casi naranja. Mientras trabajaba, cantaba en voz baja:

No le gustamos a nadie, no nos preocupa.

No le gustamos a nadie, no nos preocupa.

No le gustamos a nadie, no nos preocupa.

No le gustamos a nadie, no nos preocupa.

—Decidles a los carceleros que hay una alerta concerniente a los purgatores, y que deben prepararlos para un traslado. Que cierren el lugar con ellos dentro durante veinticuatro horas. Los purgatores y los carceleros son las únicas personas que han visto a Hooke de cerca. Que todo el mundo vaya a ver la ejecución post mórtem, pero que se queden bien atrás, para no tener riesgo de contagiarse el tifus. Y después que se den prisa en quemarlo.

—¿Por qué no lo quemarnos en secreto? —preguntó Gil—. Es demasiado arriesgado hacerlo delante de tanta gente.

—No, Cale tiene razón. La gente verá lo que espera ver. El Oficio para la Propagación de la Fe espera que hagamos un gran espectáculo de la ejecución de un hereje tan conocido. Les daremos lo que quieren.

«Se pasan de listos los dos», pensó Gil. Lamentaba casi al mismo tiempo su disensión y su orgullo. Habría horas de rezos, al menos diez minutos de ablación, tal vez media hora de defosculación. ¿Por qué no se habría mordido la lengua? Entonces recordó que también tendría que hacer eso.

—Gracias, padre —dijo Bosco despidiendo a Gil. Cuando salió, Bosco miró a Cale, que tenía expresión burlona y expectante—. ¿Queréis preguntarme algo?

—Sí. ¿Qué hacía Picarbo cortando en pedazos a aquella chica?

—¡Ah! Extraordinario. —Abrió un pequeño armario al lado de su escritorio, sacó una carpeta plegada y se la entregó—. Hay demasiadas páginas en esta estancia. Llevaría meses leerlas todas, yo diría. Pero esto debe de ser algo así como su testamento. Eso parece.

—¿O sea que vos no sabíais nada?

—¿Yo? No.

—¿Cómo es posible?

—¿Pensáis que os miento? —Parecía realmente sorprendido—. Está claro que en el pasado he puesto mucho interés en ocultaron ciertas cosas, señor. —Este título fue pronunciado con auténtico respeto, pero al mismo tiempo tenía algo de burla—. Sin embargo, no recuerdo haberos mentido nunca directamente. Supongo que lo habría hecho si hubiera sido estrictamente necesario. Pero ahora no estoy mintiendo.

—Guardaba mujeres. Las guardaba en habitaciones que entre todas eran tan grandes como un pequeño palacio. ¿Cómo es posible...?

—A vos los redentores todavía deben de pareceros todos iguales. Muy poderosos todos. Pero ese poder sólo lo tienen con los acólitos, no unos con otros. Entre nosotros hay muchas divisiones y jerar quías, muchas líneas que no se pueden traspasar. Picarbo era dueño y señor en esas zonas. Ningún rey arbitrario tenía más poder. No se le hacían preguntas de igual a igual. Tener el poder de controlar el conocimiento de algo en un espacio donde todo el mundo tiene un conocimiento en común: ése es el poder más celosamente guardado del que puede hacer gala un redentor. Como un manojo de llaves, se trata de un signo de valía ante el Señor.

—Pero tenían que saberlo otros.

—Por supuesto. Había una docena de redentores que lo sabían y que leyeron ese documento.

—¿Qué les ocurrió?

—Me estáis provocando.

—¿Os referís a las monjas?

—Un redentor siempre puede ser reemplazado; alguien que puede cocinar y planchar las vestiduras de modo aceptable para Dios, no. Además, ellas no sabían nada de las intenciones de Picarbo. Es un asunto de importante debate, en términos teológicos, si las mujeres tienen alma o no. Yo me inclino a pensar que no. En cuyo caso ellas no son enteramente responsables de sí mismas.

—¿Y las chicas?

—¡Ah, sí! La respuesta es que no hay respuesta. Corno las hermanas siempre han estado enclaustradas, resultaba sorprendentemente fácil guardar en secreto a esas jóvenes. Y está claro que Picarbo se dio cuenta de lo fácil que era. Bueno, ahora tengo cosas de las que ocuparme. Tornaos todo el tiempo que necesitéis.

Y diciendo esto se fue, y Cale empezó a leer los papeles que habían cambiado su vida y dado al traste con un imperio.

7

E
ra el alba, y los pardillos trinaban en los árboles escandalosamente. Las hermosas arias y coros que cantaban antes de que el sol se pusiera eran reemplazados en aquel momento del día por una atroz algarabía que sonaba como hombres con silbatos desafinados que, subidos a las ramas de los árboles, se pelearan a puñetazos.

Pese a todo aquel estruendo, la muchacha, Daisy, dormía profundamente en sus brazos. Kleist había dormido en la misma estancia con cientos de chicos que le parecían aún más feos cuando estaban dormidos que cuando no lo estaban. Daisy parecía hermosa, exactamente igual que cuando estaba despierta. Una sensación profundamente placentera lo arrebataba al contemplarla: era como la sensación que notaba en el pecho tras beberse un gran trago de brandy o sake.

Las mujeres le producían al mismo tiempo desconfianza y estremecimiento. ¿Y a quién no? Pero hasta muy poco tiempo atrás, la palabra ignorancia se hubiera quedado corta para describir su falta de comprensión, que era absoluta. En aquellos momentos, su experiencia era significativa en algunos sentidos, si bien parcial y peculiar. Por una parte, su hostilidad hacia Riba se basaba en las numerosas ocasiones en que, sin que ella tuviera culpa de nada, había estado a punto de matarlo; aparte de esto, estaba su experiencia de las bellezas aristocráticas de Menfis, que miraban a los hombres, y a él en especial, con el desdén de quien se siente superior; y por último estaban las putas de Ciudad Kitty, cuya tristeza o frialdad había terminado desanimándolo de ir a verlas.

Abrumado por el conflicto entablado entre aquella ternura repentina y la violencia de su educación, decidió encolerizado que iría a buscar a los dos miembros que quedaban con vida de la banda de Lord Dunbar y les daría una muerte espantosa. Para su sorpresa y mortificación (se había esperado más o menos que ella se derretiría de amor y adoración cuando le explicara sus nobles intenciones), la muchacha había ahogado un grito de espanto y le había implorado que no fuera tan imbécil.

—¿Cambiaría eso algo?

—No —respondió él de mala gana—. Pero yo me sentiría mejor.

—Y yo también —comentó ella sonriendo—. Pero la lucha es un riesgo. Nunca sabe uno lo que podría ocurrir. Arriesgar la vida por basura semejante no merece realmente la pena. Tal vez un día nos los encontremos borrachos, y cuando caigan dormidos les hundiremos un puñal en la espalda.

La muchacha se rio y él se quedó mirándola fijamente, desconcertado. Si eso no le hubiera sucedido a ella, él se habría mostrado completamente de acuerdo. Se enamoró aún más. La verdad sea dicha, le hubiera gustado disponer de unos días de descanso para acostumbrarse a aquel nuevo sentimiento, pero Daisy no era una chica paciente. El rayo se movía despacito comparado con ella, y pronto se la encontró colocada encima de él y devorando cada centímetro antes de que él supiera realmente qué hacer. Cuando una gran convulsión hizo temblar el cuerpo de ella, Kleist creyó que estaba agonizando a causa de algún tipo de ataque. No había visto nada parecido durante sus tristes escapadas a Ciudad Kitty. Cuando se tendió exhausta a su lado, Daisy se extrañó de tener que explicarle al profundamente preocupado Kleist lo que había sucedido. Había mucho que asimilar, especialmente para un joven tan duro como aquél. Parecía muy sorprendido y pensativo, y ella lo desconcertó aún más al echarse a llorar.

Con enorme cuidado, Kleist levantó a la muchacha dormida de su brazo izquierdo ahora entumecido y preparó el desayuno para los dos. Como tenía mucha hambre, se terminó el suyo de inmediato y esperó a que ella despertara. Tenía tantas ganas de hablar con ella que incluso intentó darle un empujoncito. Pero lo de dormir se le daba muy bien a aquella chica. Eso le crispaba los nervios de tal modo que también se terminó el desayuno de ella.

—¿Dónde está el mío? —preguntó Daisy en voz bajita mientras él acababa de rebañar el plato.

—Os lo prepararé ahora mismo. —El agua ya estaba hirviendo y veinte minutos después ella se abalanzaba sobre las alubias con arroz que le habían robado a Lord Dunbar—. ¿Qué hacíais aquí vos sola?

—Estaba dando un paseo, nada más.

—¿Por aquí?

—No tiene mucha gracia pasear por donde ya se ha paseado antes.

—Sois demasiado joven.

—Soy mayor que vos.

—Yo puedo cuidar de mí mismo.

—Yo también. —Se miraron el uno al otro con cierta incomodidad—. Normalmente. Esta vez no tuve cuidado y me atraparon. Fue culpa mía.

Eso le indignó a él.

—¿Cómo va a ser culpa vuestra lo que os hicieron?

—No he dicho eso. Pero si alguien intenta robarles un caballo a unos bastardos rufianes, ya sabe a lo que se expone. Además —dijo ella—, ellos no os mataron, y por eso les estoy agradecida.

Kleist no supo qué contestar a eso. Daisy sonrió.

—Les estoy tan agradecida que puede que no les clave el puñal por la espalda.

—¿De dónde venís?

—De los Quantocks.

—No lo he oído nunca.

—Están a unos tres días de camino de aquí. Ahora quiero volver allá. Veníos conmigo.

—Vale.

Kleist había respondido sin pensarlo un segundo. Lo lamentó al instante, pero sólo porque era algo muy extraño que él respondiera así. Sentía como si se hubiera apoderado de su cuerpo otra persona, alguien que podría hacerle decir o hacer cosas muy tontas.

—¿Tenéis familia?

—Por supuesto —respondió ella, y también lo lamentó al instante—: Lo siento.

—No necesitáis disculparos. Vuestra familia no debería dejaros andar por ahí.

—¿Por qué no?

—Porque es demasiado peligroso.

—Sois vos el que quiere montar una juerga de asesinatos.

—Lo que yo quería era vengar vuestro honor —dijo él.

Ella se rio.

—Los cleptos son mi pueblo. Ellos no creen en esas cosas. Nosotros somos muy curiosos, pero no muy puntillosos en cuestiones de honor.

—Me estáis tomando el pelo.

—No, no os estoy tomando el pelo, de verdad que no. La modestia, la virginidad y la honra: nosotros no creemos en nada de eso. Todas las tribus vecinas se toman esas tonterías muy en serio, siempre están riñendo por el honor de tal y de cual. Se suicidan por el honor y matan a sus mujeres y a sus hijas por él. Si yo fuera una deccan, los míos me estrangularían nada más enterarse de que me habían violado. —Hizo un gesto de desprecio con los dedos y explicó—: Esto es lo que pienso yo de la honra. —Daisy se dio cuenta de que eso le había impresionado a Kleist, aunque tal vez asustado sea una palabra más exacta al caso. Se rio—. Y además los deccan son tan idiotas y carentes de curiosidad como una vaca. «La curiosidad mató al gato», es lo que dicen siempre. Mi tío Adam se tiró cinco días en canoa por el Rin porque le dijeron que había en Florencia una ramera con los genitales inusualmente formados. Y yo soy famosa porque enseñé a un pollo a caminar hacia atrás.

—¿Para qué hicisteis eso?

Ella se rio, encantada.

—Lo hice porque los cleptos tenemos un dicho: «No se le puede enseñar a un pollo a caminar hacia atrás».

8

M
anifiesto del padre Picarbo:

Es evidente y no precisa grandes disquisiciones el hecho de que nuestros antepasados se encontraban en un error. Esto no es cosa fácil de decir cuando se trata de hombres famosos y dignos de elogio. Pero equivocarse es humano, y Dios nos ha dado razones para que nos afanemos en hacer lo mejor que esté en nuestra naturaleza.

La mujer nos fue dada en primer lugar como amiga, pero no ha resultado ser la compañera que requeríamos. No: no lo ha sido, ya desde el comienzo. ¿Tentaría un amigo y compañero a un hombre a su propia destrucción?, ¿le haría prestar oídos a Satanás?, ¿le haría comer la única cosa, la única, por Dios, la única que les estaba prohibida al hombre y a la propia mujer? ¡Qué generosidad tan grande la de Dios, y qué carga tan pequeña que soportar a cambio de tanta felicidad y alegría! Todo se perdió porque las mujeres nunca se sienten satisfechas, sino que están siempre zumbando en torno a los oídos de los hombres, anhelando todo aquello que no pueden tener. No es de extrañar que incluso los extraviados Jane, que rehúsan representar el mundo en imágenes, representen al demonio mediante una lengua femenina, y la tentación mediante una oreja de varón.

Así pues, las mujeres corrompieron desde el comienzo la amistad que Dios había ordenado que hubiera entre hombres y mujeres. La amistad que nace de la razón ha ardido en llamas y consumido esa razón a causa del deseo de las mujeres. El deseo ha hecho que la amistad se vuelva loca. Hombres y mujeres deberían vivir como esposos y esposas, en armonía y compañerismo, y sin embargo vemos una y otra vez a los hombres, agitados siempre por las mujeres, amar a sus esposas de modo inmoderado. Un amor adecuado toma a la razón como guía y no consentirá ser barrido por el impetuoso deseo. Y así el cuerdo y razonable es corrompido por la mujer, que desea (y he aquí la mayor de las depravaciones) ser amada como si fuera una adúltera. Todos los hombres cometen adulterio con sus propias esposas y no pueden evitar hacerlo así, pues las mujeres no consentirán ser amadas con mesura y razón. El amor hacia ellas es toda su existencia, y en su naturaleza está la incapacidad para tolerar aquello que es moderado o racional. En soledad, el alma del hombre lucha, como la historia ha probado, por liberarse del deseo y elevarse hacia la divinidad. Ninguna mujer permitirá esta salida para el hombre. Para ella, es ella y no Dios quien debería ser el centro de todo.

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