—Pero ¿cómo sé de seguro si un camino tiene corazón o no?
—Cualquiera puede saber eso. El problema es que nadie hace la pregunta, y cuando uno por fin se da cuenta de que ha tomado un camino sin corazón, el camino está ya a punto de matarlo. En esas circunstancias muy pocos hombres pueden pararse a considerar, y más pocos aún pueden dejar el camino.
—¿Cómo debo proceder para hacer la pregunta apropiada, don Juan?
—Pregunta nada más.
—Lo que quiero decir es si hay un método indicado para que yo no me mienta a mí mismo y crea que la respuesta es sí cuando en realidad es no,
—¿Por qué habrías de mentir?
—Tal vez porque en el momento el camino es agradable y me gusta.
—Esas son tonterías. Un camino sin corazón nunca es disfrutable. Hay que trabajar duro tan sólo para tomarlo. En cambio, un camino con corazón es fácil: no te hace trabajar por tomarle gusto.
Don Juan cambió de pronto el rumbo de la conversación y me enfrentó directamente con la idea de que me gustaba la yerba del diablo. Tuve que admitir que al menos sentía cierta inclinación hacia ella. Me preguntó cómo me sentía con respecto a su aliado, el humito, y tuve que decirle que la sola idea de tener que usarlo me asustaba hasta hacerme perder los sentidos.
—Te he dicho que para escoger un camino debes estar libre de miedo y de ambición. Pero el humito te ciega de miedo, y la yerba del diablo te ciega de ambición.
Argüí que se necesitaba ambición para emprender cualquier camino, y que su aseveración de que había que estar libre de ambición carecía de sentido. Una persona tiene que tener ambición para poder aprender.
—El deseo de aprender no es ambición —dijo—. El querer saber, es nuestro destino como hombres, pero convidar a la yerba del diablo es solicitar poder, y eso es ambición, porque no lo estás haciendo para saber. No dejes que la yerba del diablo te ciegue. Ya te tiene enganchado. Invita a los hombres y les da una sensación de poder; los hace sentirse capaces de hacer cos" que ningún hombre común puede. Pero esa es su trampa. Y, luego, el camino sin corazón se vuelve contra los hombres y los destruye. No se necesita gran cosa para morir, y buscar la muerte es no buscar nada.
En el mes de diciembre, 1964, don Juan y yo fuimos a recolectar las diversas plantas necesarias para hacer la mezcla de fumar. Era el cuarto ciclo. Don Juan se limitó a supervisar mis acciones. Me instaba a no precipitarme, a observar y deliberar antes de cortar cualquiera de las plantas. En cuanto los ingredientes fueron reunidos y almacenados, me sugirió que debía tener un nuevo encuentro con su aliado.
Jueves, 31 de diciembre, 1964
—Ahora que sabes un poco más sobre la yerba del diablo y el humito, puedes decir con más claridad a cuál de los dos prefieres —dijo don Juan.
—En serio, el humito me da terror, don Juan. No sé exactamente por qué, pero no le tengo buen sentimiento.
—Te gusta el halago, y la yerba del diablo te halaga Igual que una mujer, te hace sentir bien. El humito, en cambio, es el poder más noble, el que tiene el corazón más puro. Ni incita a los hombres ni los aprisiona; ni ama ni odia, Todo lo que requiere es fuerza. La yerba del diablo también requiere fuerza, pero distinta. Algo más parecido a ser ardiente con las mujeres. En cambio, la fuerza que el humito requiere es la fuerza del corazón. El no es como la yerba del diablo, llena de pasiones, celos y violencias. El humito es constante. No tienes que preocuparte de que a lo mejor se te olvidó algo y te va a llevar la chingada.
Miércoles, 27 de enero, 1965
El martes 19 de enero fumé nuevamente la mezcla alucinógena. Le había dicho a don Juan que el humito me asustaba, y que le tenía mucha aprensión. El dijo que yo debía probarlo de nuevo para evaluarlo con justicia.
Entramos en su cuarto. Eran casi las dos de la tarde. Sacó la pipa. Fui por las brasas y nos sentamos uno frente a otro. Dijo que iba a calentar la pipa y a despertarla, y que si me fijaba bien la vería relumbrar. Llevó la pipa a sus labios tres o cuatro veces y chupó a través de ella. La frotó con ternura. De pronto me hizo un signo casi imperceptible con la cabeza, indicándome que mirara el despertar de la pipa. Miré, pero no pude verlo.
Me entregó la pipa. Llené el cuenco con mi propia mezcla, y luego recogí una brasa usando unas tenazas que había hecho con unas pinzas de madera para ropa y que había estado guardando para esta ocasión. Don Juan miró mis tenazas y empezó a reír. Vacilé un momento, y el carbón se pegó a las tenazas. No me atreví a golpearlas contra el cuenco de la pipa, y tuve que escupir en la brasa para apagarla.
Don Juan volvió la cabeza y se cubrió el rostro con el brazo. Su cuerpo se sacudía. Por un momento creí que lloraba, pero estaba riendo en silencio.
La acción se interrumpió largo rato luego él mismo recogió velozmente una brasa, la puso en el cuenco y me ordenó fumar. Se requería todo un esfuerzo para chupar a través de la mezcla; parecía ser muy compacta. Tras el primer intento ya tenía yo el fino polvo en la boca. La adormeció al punto. Yo veía el resplandor en el cuenco, pero jamás sentí el humo como se siente el humo de un cigarro. Sin embargo, tenía la sensación de inhalar algo, algo que primero llenaba mis pulmones y luego se impulsaba hacia abajo para llenar el resto de mi cuerpo.
Conté veinte inhalaciones, y después la cuenta ya no importó. Empecé a sudar; don Juan me miró fijamente y me dijo que no tuviera miedo e hiciese exactamente lo que él me indicara. Traté de responder "bueno", pero en vez de ello produje un extraño sonido ululante. Continuó resonando después de que hube cerrado la boca. El sonido sobresaltó a don Juan, quien tuvo otro ataque de risa. Quise decir "sí" con la cabeza, pero ésta no podía moverla.
Don Juan me abrió suavemente las manos y se llevó la pipa. Me ordenó acostarme en el piso, pero sin dormirme. Pensé que tal vez me ayudaría a acostarme, pero no lo hizo. Sólo me miraba sin interrupción. De pronto vi girar el cuarto y me hallé mirando a don Juan desde una postura de costado. A partir de ese punto, las imágenes se hicieron extrañamente borrosas, como en un sueño. Puedo acordarme vagamente de haber oído a don Juan hablarme mucho durante el tiempo que estuve inmovilizado.
No experimenté miedo, ni desagrado, durante el estado en sí, ni me sentí mal al despertar el día siguiente. Lo único fuera de lo común fue que no pude pensar con claridad por un largo rato después de despertar. Luego, gradualmente, en un periodo de cuatro o cinco horas, volví a ser yo mismo.
Miércoles, 20 de enero, 1965
Don Juan no habló de mi experiencia ,ni me pidió que se la relatara. Solamente comentó que me había dormido demasiado pronto.
—La única forma de seguir despierto es convertirse en pájaro o grillo o algo por el estilo —dijo.
—¿Cómo se hace eso, don Juan?
—Es lo que te estoy enseñando. ¿Te acuerdas de lo que te dije ayer cuando estabas sin cuerpo?
—No puedo recordar claramente.
Yo soy un cuervo. Te estoy enseñando a convertirte en cuervo. Cuando aprendas eso, seguirás despierto y te moverás con libertad; de otro modo siempre estarás pegado al suelo, dondequiera que caigas.
Domingo, 7 de febrero, 1965
Mi segunda prueba con el humito tuvo lugar a eso del mediodía del domingo 31 de enero. Desperté al día siguiente, al empezar la noche. Me sentía poseedor de un poder fuera de lo común para recordar lo que don Juan me había dicho durante la experiencia. Sus palabras estaban impresas en mi mente. Yo seguía oyéndolas con claridad y persistencia extraordinarias. Durante esta prueba hubo otro hecho que se me hizo obvio: mi cuerpo entero se había entumido poco después de que empecé a— tragar el polvo fino que se, metía en mi boca cada vez que yo chupaba la pipa. De modo que, no sólo inhalaba el humo, sino también ingería la mezcla.
Traté de narrar mi experiencia a don Juan; él dijo que yo no había hecho nada importante. Dije que podía recordar cuanto había ocurrido, pero él no quería saber de eso. Cada recuerdo era preciso e inconfundible. El proceso de fumar había sido el mismo que en el intento previo. Era casi como si ambas experiencias perfectamente pudieran yuxtaponerse, y yo pudiese iniciar mi recuento desde el momento en que la primera experiencia terminaba. Recordaba con claridad que desde el instante de caer de costado sobre el piso estuve completamente privado de sentimiento y pensamiento. Pero mi claridad no se menoscaba en modo alguno. Recuerdo haber tenido mi último pensamiento más o menos en el momento en que el cuarto se convirtió en un plano vertical: "Debí de golpearme la cabeza en el suelo, pero no siento dolor."
Desde ese— momento sólo pude ver y —oír. Me era posible repetir cada palabra que don Juan había dicho. Seguí una por una todas sus indicaciones. Parecían claras, lógicas y fáciles. Dijo que mi cuerpo estaba desapareciendo y sólo mi cabeza quedaría, y en tal circunstancia la única manera de seguir despierto y moverse era convertirse en cuervo. Me ordenó esforzarme por parpadear, añadiendo que cuando pudiese hacerlo estaría listo para proceder. Luego me dijo que mi cuerpo se había desvanecido por entero y que yo no tenía sino mi cabeza; dijo que la cabeza nunca desaparece porque es lo que se transforma en cuervo.
Me ordenó parpadear. Sin duda repitió esta orden, y todas las otras, incontables veces, pues yo podía acordarme de ellas con claridad extraordinaria. Debí de parpadear, pues don Juan dijo que me hallaba listo y me ordenó enderezar la cabeza y ponerla sobre la barbilla. Dijo que en la barbilla estaban las patas de cuervo. Me instó a sentir las patas y a observar que iban saliendo despacio. Luego dijo que yo no estaba sólido aún, que debía crecerme una cola, y que la cola saldría de mi cuello. Me ordenó extender la cola como un abanico y sentirla barrer el suelo.
Luego habló de las alas del cuervo, y dijo que saldrían de mis pómulos. Dijo que era duro y doloroso. Me ordenó desplegarlas. Dijo que habían de ser extremadamente largas, tanto como me fuera posible extenderlas; de otro modo no podría yo volar. Me dijo que las alas estaban saliendo y eran largas y hermosas, y que yo debía agitarlas hasta que fueran alas de verdad.
Habló de la parte superior de mi cabeza y dijo que aún era muy grande y pesada; su bulto me impediría el vuelo. La manera de reducir su tamaño era parpadear; con cada parpadeo mi cabeza se achicaría más. Me ordenó parpadear hasta que el peso de arriba hubiese desaparecido y yo pudiera saltar libremente. Luego me dijo que había reducido mi cabeza al tamaño de un cuervo, y que debía caminar y saltar hasta perder la tiesura.
Antes de poder volar, dijo, tenía yo que cambiar una última cosa. Era el cambio más difícil, y para llevarlo a cabo debía ser dócil y hacer exactamente lo que él me dijera. Tenía que aprender a ver corro un cuervo. Dijo que mí boca y nariz iban a crecer entre mis ojos hasta dotarme de un pico fuerte. Dijo que los cuervos ven directamente de lado, y me ordenó volver la cabeza y mirarlo con un ojo. Dijo que si deseaba cambiar y mirar con el otro ojo, sacudiera el pico hacia abajo, y que ese movimiento me haría mirar con el otro ojo. Me ordenó alternar de uno a otro varias veces. Y entonces dijo que yo estaba listo para volar, y que el único modo de volar era que él me arrojase al aire.
No tuve la menor dificultad en despertar la sensación correspondiente a cada una de sus órdenes. Percibí cómo me crecían patas de ave, débiles y vacilantes al principio. Sentí una cola salir de mi nuca y alas de mis pómulos. Las alas estaban profundamente plegadas. Las sentí brotar por grados. El proceso era difícil pero no doloroso. Luego, parpadeando, reduje mi cabeza al tamaño de un cuervo. Pero el efecto más asombroso se llevó a cabo con mis ojos. ¡Mi vista de pájaro!
Cuando don Juan dirigió el crecimiento del pico, tuve una molesta sensación de falta de aire. Entonces brotó un bulto, creando un bloque frente a mí. Pero sólo cuando don Juan me indicó mirar lateralmente fueron mis ojos capaces de tener en realidad un panorama completo de lado. Podía yo cerrar un ojo y cambiar el enfoque al otro. Pero la visión del cuarto y de todos los objetos que había en él no era una visión ordinaria. Sin embargo, resultaba imposible decir en qué forma difería. Acaso estaba ladeada, o quizá las cosas se hallasen fuera de foco. Don Juan se hizo muy grande y resplandeciente. Algo en él era confortante y seguro. Luego las imágenes se borraron; perdieron sus contornos y se volvieron nítidos diseños abstractos que cintilaron un rato.
Domingo, 28 de marzo, 1965
El jueves 18 de marzo fumé de nuevo la mezcla alucinógena; El procedimiento inicial varió en pequeños detalles. Tuve que volver a llenar una vez el cuenco de la pipa. Cuando terminé la primera dotación, don Juan me indicó limpiar el cuenco, pero él mismo virtió la mezcla, pues yo carecía de coordinación muscular. Me costaba mucho esfuerzo mover los brazos. Había en mi bolsa mezcla suficiente para una nueva carga. Don Juan miró la bolsa y dijo que aquélla era mi última prueba con el humito hasta el año siguiente, pues ya había agotado mis provisiones.
Volvió del revés la bolsita y sacudió el polvo sobre el plato de las brasas. Ardió con un resplandor naranja, como si don Juan hubiera puesto sobre los carbones una lámina de material transparente. La lámina estalló en llamas, y luego se quebró en un intrincado diseño de líneas. Algo describía zigzags dentro de las líneas, a gran velocidad. Don Juan me dijo que mirara el. movimiento en las líneas. Vi algo que parecía una canica pequeña rodando de un lado a otro en el área resplandeciente. El se agachó, metió la mano en el resplandor, recogió la canica y la colocó en el cuenco de la pipa. Me ordenó dar tina fumada. Tuve la clara impresión de que había puesto la pequeña bola en la pipa para que yo la inhalase. En un momento el cuarto perdió su posición horizontal. Experimenté un entumecimiento profundo, una sensación pesada.
Al despertar, yacía de espaldas en el fondo de una zanja de riego poca profunda, sumergido en agua hasta la barbilla. Alguien sostenía mi cabeza. Era don Juan. Mi primer pensamiento fue que el agua en la zanja tenía una calidad insólita: era fría y pesada. Me golpeaba suavemente, y mis ideas se aclaraban a cada uno de sus movimientos. Al principio el agua tenía un halo o fluorescencia verde brillante que pronto se disolvió, dejando sólo una corriente de agua común.
Pregunté la hora a don Juan. Dijo que era temprano, de mañana. Tras un rato, ya completamente despierto, salí del agua.