Las esferas de sueños (8 page)

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Authors: Elaine Cunningham

BOOK: Las esferas de sueños
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Elaith añadió mentalmente aquel presuntuoso patán a la lista de funerales a los que le gustaría ir en un futuro próximo. Era una lista que crecía casi tan rápidamente como la flor celeste de Danilo. Resultaba muy limpio ir eliminando a la gente a medida que uno iba avanzando y acabar de una vez. Tal vez Isabeau Thione estuviera a salvo de su daga, pero a ese mercader sólo le protegía la información que aún podía revelarle.

—Me temo que no he entendido bien vuestro nombre —dijo Elaith de un modo cordial.

El mercader se irguió bamboleándose sólo ligeramente.

—Mizzen Doar, de Luna Plateada. Proveedor de piedras preciosas y cristales.

—Claro, claro. ¿Y el caballero contra el que va dirigido vuestro ingenioso plan?

La pregunta del elfo tuvo unos efectos inesperados. Mientras el mercader pugnaba por formular una respuesta, su vaga sonrisa vaciló; los ojos, hasta entonces nublados, se fijaron en su interlocutor e inmediatamente reflejaron temor.

—Yo os conozco —dijo vocalizando mejor—. ¡Qué estúpido he sido! ¡Sois... ese elfo!

El hombre dio media vuelta y se retiró con indecente rapidez, lo cual costó a Elaith un buen número de fugaces miradas de sospecha y dio pábulo a los chismorreos.

El elfo se dijo a sí mismo que ése era el desafortunado resultado de una vida larga y mal empleada. Durante décadas, habría ocultado sus fechorías bajo sus hermosas facciones elfas y su cuantioso encanto; pero, con el tiempo, las fechorías forjaban una reputación.

Así pues, no se sorprendió cuando un criado le entregó discretamente junto a una copa de vino una nota doblada. Era probable que se tratara de una petición de su formidable anfitriona para que se marchara. Otra posibilidad era que uno de los miembros de la aparentemente formal y seria nobleza comerciante deseara tratar de negocios lejos del resplandor de aquel selecto círculo.

Un vistazo al papel le dio la solución: era un laberinto de diminutas líneas, sin duda un mapa. Interesante. Ningún miembro de la nobleza de la ciudad se arriesgaría a ponerse en contacto con el elfo canalla a no ser que el asunto fuese muy urgente. A juzgar por la complejidad del mapa, debía de habérselo enviado alguien de la familia Thann o un servidor de la casa. Ya se ocuparía de Mizzen más tarde.

Elaith esbozó una leve sonrisa y se guardó la nota en un bolsillo. Después de acabarse el vino, salió discretamente al jardín para dirigirse al punto de encuentro indicado en la nota.

Una vez que estuvo solo, Danilo se dejó caer contra la pared. Se encontraba en un buen aprieto. Isabeau había robado a más de una docena de invitados. Si llegaba a saberse que se habían producido robos en la fiesta de los Thann, lady Cassandra se sentiría mortificada y avergonzada. Pese a que él y su madre discrepaban en muchas cosas, Dan no quería que sufriera tal humillación.

Lo cierto era que tampoco lady Cassandra estaba totalmente libre de culpa. Él la había advertido. Desde el día en que conoció a Isabeau Thione no le había causado más que problemas, y así se lo había dicho a su madre. Pero su madre se había dejado deslumbrar por el apellido Thione y se había empeñado en invitar a su baile a un miembro de la restaurada casa real de Tethyr.

Bueno, él había hecho lo posible. Cassandra había tenido la última palabra y debería cargar con las consecuencias. De repente, se dio cuenta de qué ocurriría casi con total probabilidad.

—Si surge algún problema, todos culparán a Elaith —murmuró para sí—.

¡Maldita sea! ¿Por qué no se me ha ocurrido antes?

Danilo sacó de la bolsa parte del botín robado por Isabeau y observó los brillantes adornos con gesto torvo. Un anillo, en especial, le llamó la atención. En la piedra rosada se había grabado una viva llama rodeada por siete diminutas lágrimas: el símbolo de Mystra, la diosa de la magia.

El joven gruñó en voz alta. En su ignorancia, o en su suprema arrogancia, Isabeau se había atrevido a robar a un mago.

Se acercó el anillo a los ojos para examinarlo con detenimiento y descubrió diminutas bisagras astutamente disimuladas en el engarce, lo que indicaba la existencia de un compartimento secreto. Localizó el cierre y lo accionó para levantar la tapa. En su cara interior, tenía grabado un anticuado gorro de mago: la divisa de la familia

Eltorchul. Dentro vio un polvo del color del marfil viejo.

Dan lo olió con cautela. Era hueso pulverizado, muy probablemente un ingrediente para realizar uno de los hechizos transformistas de los Eltorchul.

—Cuidado u os veréis convertido en un asno —le advirtió una voz forzada y condescendiente.

El joven alzó la mirada y se encontró con el rostro estrecho y atractivo de Oth Eltorchul. Con gran esfuerzo, esbozó una sonrisa bondadosa.

—Algunos dirían que sería superfluo transformarme en un asno. Este anillo os pertenece, ¿verdad?

El mago Eltorchul avanzó. Aunque era demasiado educado como para arrebatar sin más la sortija que le ofrecía Danilo, la agarró con toda la brusquedad que permitían las buenas formas.

—Debo de habérmela dejado en el lavabo. ¿Cómo ha llegado a vuestro poder?

—Una dama la encontró y me la entregó para que la devolviera a su propietario — contestó Danilo sin mentir del todo—. Debo decir que ha sido una afortunada coincidencia que pasarais por aquí.

—No ha sido coincidencia. Os buscaba para preguntaros una cosa.

A Danilo no se le escapó que Oth parecía dolido por admitirlo.

—¿Y qué es?

—La rosa azul. La espadachina elfa.

El joven no estaba seguro de adónde quería llegar Oth y mucho menos de que le gustara. Por ello, su seco asentimiento fue todo menos invitador.

El mago vaciló; era evidente que aborrecía verse en la posición de peticionario.

—He oído que sois capaz de conjurar la magia élfica conocida como «canto hechizador». Si eso es cierto, me gustaría que me enseñarais, pues está fuera de mi alcance.

Aquélla no era la pregunta que Danilo esperaba y sí la última que tenía intención de responder.

De hecho, había aprendido a lanzar un solo hechizo élfico con un arpa elfa encantada, pero después de esa única vez había sido incapaz de reproducir el elusivo espíritu del canto hechizador de los elfos. Le costó darse cuenta de que la magia de la hoja de luna de Arilyn había tendido profundos y místicos lazos de unión entre su destino de humano y el de los elfos. Cuando la conexión se cortó, su frágil vínculo con la magia élfica desapareció. Danilo no se lo había confesado a ningún humano y no pensaba confiarse a Oth.

—Bueno, como de costumbre, los rumores exageran —replicó con ligereza.

—Entonces, ¿no podéis invocar el canto hechizador?

Dan fue incapaz de decidir si Oth se mostraba decepcionado o satisfecho.

—No, no sé.

—¡Ah! No puedo decir que me sorprenda. Es de todos sabido que los elfos son extremadamente reservados al respecto.

La mezcla de arrogancia e ignorancia del mago dejaron apabullado a Dan, aunque sabía que era una tontería. Después de todo, Oth mantenía la fortuna familiar creando y vendiendo nuevos hechizos mágicos. Probablemente, había abordado a un sabio elfo con la intención de regatear como un vendedor de camellos para conseguir una magia que para los elfos era más valiosa que las reliquias familiares o las joyas de la corona.

Al imaginarse la previsible reacción de los elfos, esbozó una rápida y maliciosa sonrisa que suprimió con presteza, pues no deseaba ofender a Oth.

No obstante, el mago ya no le prestaba atención a él sino que contemplaba a Isabeau con ojos especulativos.

—Una mujer muy hermosa —comentó Danilo.

Tenía la esperanza de que ése fuese el único motivo que explicara el interés de Oth. Aunque también era posible que el mago hubiese seguido el rastro del anillo perdido y que su interés por el canto hechizador fuese solamente fingido. No obstante, Oth no parecía enojado mientras miraba a la bella ladrona.

—Sí, realmente hermosa —convino el mago—. Si me disculpáis, voy a pedirle un último baile. Os recomiendo que hagáis lo mismo, joven —le aconsejó, lanzándole una sesgada mirada—. En esta fiesta, hay muchas damas de buena familia, no como otras.

La intención era claramente ofensiva. Danilo, harto ya de encajar insultos dirigidos a Arilyn, reaccionó a la manera típica de un noble cuando el nombre y el honor de su dama eran difamados. Avanzó un paso e instintivamente una mano descendió al cinto, donde solía llevar la espada, anticipándose a un desafío formal.

—No os lo aconsejo, joven lord Thann —comentó el mago, divertido—. Estáis desarmado, y en más de un sentido, debería añadir. Si esa fascinante exhibición de horticultura es muestra de vuestro talento con la magia, os recomiendo que os dediquéis a otra cosa y que no se os ocurra desafiar a un consumado mago.

La ironía que encerraba el comentario de Oth suponía un desafío casi tan claro como el insulto dirigido a Arilyn.

El poder latía en su mente, clamaba en su sangre y hormigueaba en la punta de sus dedos. Podría aplastar a aquel tipo altanero y detestable cual vil gusano sin siquiera mancharse una bota. Saber que era capaz de ello le tentaba y le repelía a la vez.

Danilo ladeó la cabeza esbozando el gesto de un caballero que da la razón a otro.

—Creo que estamos de acuerdo, lord Eltorchul: un desafío desigual no honra a ninguno de los combatientes.

El arrogante mago se quedó mirándolo mientras trataba de decidir si las palabras de Danilo debían interpretarse como admisión de su inferioridad o como un sutil insulto.

Se sonrojó de modo que su estrecho rostro se veía casi tan rojo como el cabello. Tras responder a la inclinación de cabeza de Danilo con un seco asentimiento, giró sobre sus talones y se alejó con paso arrogante hacia los bailarines.

Arilyn avanzó sigilosamente por los túneles siguiendo el débil rastro, que se desvanecía a ojos vista. Dobló una esquina con todos los sentidos completamente alerta; aunque la magia de la hoja de luna que la avisaba de los peligros se mantenía extrañamente silenciosa. Tal vez ni siquiera se hubiese apercibido de la emboscada de no ser porque una lengua semejante a la de una serpiente gigante se agitó anticipadamente en el aire.

Se quedó inmóvil, pues sabía que la visión de los tren requería movimiento.

Cuando las criaturas ya no le prestaban atención, lentamente se refugió en las sombras para observar mejor la escena.

Pese a su aguda visión elfa, transcurrieron varios segundos hasta que pudo discernir a los tren en las sombras en las que se ocultaban. Poseían la capacidad camaleónica de confundirse con el color y la textura, e incluso con los patrones térmicos, de las paredes de piedra. Eran cinco: seres altos, recios y cubiertos de escamas, que caminaban sobre dos patas. Como vestigios de su ascendencia reptadora, conservaban una cola que apenas era un muñón, y una boca ancha y cruelmente curva, llena de afilados colmillos de reptil. Los cinco iban armados con largas dagas, lo cual parecía innecesario dado que sus manazas acababan en garras. Uno de ellos —el mayor del grupo y probablemente el líder— sostenía un cuchillo pequeño en forma de hoz.

Arilyn montó en cólera al comprender el propósito del cuchillo curvo, que no era matar sino destripar a la víctima. Ello significaba que la víctima seguía viva cuando los tren empezaban a devorarla. Los tren eran asesinos eficaces y sanguinarios, así como

voraces carnívoros que apenas dejaban trazas de sus crímenes. Vagamente vio cómo de las fauces del cabecilla colgaba un hilillo de baba, como si se le hiciera la boca agua al pensar en su próxima víctima. Aunque todos los tren estaban a punto para saltar, no atacaron.

Era evidente que no se habían apercibido de la presencia de la semielfa. Arilyn se alegró de ello, pues tendría tiempo para prepararse y ayudar a quienquiera que cayera en la trampa.

Una mano ligera se posó en uno de sus hombros y otra la agarró de la muñeca derecha; era el signo elfo de la paz. Arilyn se volvió bruscamente, sobresaltada y al mismo tiempo dolida porque alguien se le hubiera acercado sin que se diera cuenta.

Al volverse, se encontró cara a cara con un alto elfo de cabello plateado, un elfo de la luna, al que desgraciadamente conocía demasiado bien.

3

No tenía sentido retrasar la tarea; era preciso devolver el resto del botín robado por Isabeau. Danilo cogió un brazalete de plata de la bolsa y lo examinó en busca de indicios que lo condujeran a su propietario.

Un hombre de baja estatura y pelo rojizo irrumpió en el reservado y se detuvo en seco al ver que no estaba solo. Con sus ojos saltones y una barba rala y puntiaguda, a Danilo le recordó a un macho cabrío aterrado.

—¿Os sucede algo? ¿Puedo seros de alguna utilidad? —inquirió el noble al mismo tiempo que se levantaba, resignado a que no fuese una velada tranquila.

El desconocido se dejó caer sobre la silla que Dan acababa de dejar libre.

Respiraba a boqueadas rápidas e irregulares.

—No, no, ya se ha ido. Sólo necesito recuperar el aliento.

La mirada de absoluto terror en los ojos del hombre disparó la alarma en la mente de Danilo. Sabía perfectamente quién de los presentes en la fiesta era capaz de inspirar tal emoción.

—Si alguien os ha ofendido, estoy seguro de que lady Cassandra desearía saberlo —dijo para inducirle a hablar.

—No es necesario. Ya está todo arreglado —repuso el hombre bruscamente.

Ya más calmado, se levantó, enderezó sus escuálidos hombros, se despidió de Danilo con apenas una inclinación de cabeza y se lanzó de lleno a la multitud.

Danilo lo siguió, buscando con la mirada la figura esbelta y flamante de Elaith Craulnober. Muy apropiadamente, el elfo había elegido un ópalo como color de gema.

En medio de la multitud de brillantes rojos, verdes y azules, su pelo plateado y el pálido satén de su atavío —blanco con destellos y sombras azules— le daban la apariencia de una espada con vida propia. Danilo se preguntó si Elaith había buscado deliberadamente dar esa imagen.

Pero no. Teniendo en cuenta el color de gema que había elegido, era poco probable. El ópalo era una piedra semipreciosa y un poderoso conductor de magia. Era de uso corriente en la magia elfa y, más en concreto, en él se basaban los poderes mágicos de las hojas de luna. Elaith poseía una, aunque mucho tiempo atrás se había aletargado por considerar que no era un heredero digno de ella. Así pues, durante muchos años, la hoja de luna había sido para Elaith un símbolo de desgracia y fracaso.

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