Las haploides (4 page)

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Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Las haploides
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Travis salió de la oficina del capitán de policía y se dirigió al escritorio del sargento.

—Hola, Travis —dijo el sargento Webster—. ¿Dónde se ha estado escondiendo? Hacía meses que no le veía.

—No me verá durante un año —dijo Travis—. Estoy de permiso.

—Entonces, ¿qué hace por aquí?

—Necesito hacer solamente una consulta.

—¿Qué quiere?

—¿Podría mostrarme los mensajes que fueron transmitidos ayer por los coches de la policía?

El sargento entró en el cuarto de la radio y volvió con varias hojas de papel que tendió a Travis. Éste paseó la mirada a lo largo del extenso comunicado. Había toda clase de despachos: detener borrachos, intervenir en una pelea, dirigir el tránsito, prestar escolta a un cortejo fúnebre… Allí estaba, por fin, lo que quería:

5.33 de la tarde. Automóvil 302. Dirigirse a Ridgeway y Leland. Hombre desnudo.

Un poco más adelante, en la misma página, se veía otra cita al respecto:

5.42 de la tarde. Thompson, del automóvil 302, encontró un hombre desnudo; mal de la cabeza y enfermo. Llevado al Union City Hospital.

No había otras referencias sobre aquel hombre. Travis devolvió los papeles al sargento, dándole las gracias. Salió del departamento de policía y se encaminó hacia la intersección de la avenida Ridgeway y la calle Leland.

Tomó un ómnibus que le dejó en la calle Leland. Desde allí tuvo que caminar tres manzanas hasta Ridgeway. Era un barrio industrial y aquella avenida delimitaba la zona residencial y la fabril, aunque también se veían algunas casas entre las fábricas. En el lado residencial de la avenida Ridgeway, en una esquina, había una pequeña tienda. Hacia allí se dirigió Travis.

Una corpulenta mujer salió de la parte posterior del edificio.

—¿Qué desea, señor?

Tenía un leve acento extranjero, pero Travis no hubiera podido identificarlo.

—¿Sabe algo acerca de un viejo que detuvo aquí la policía, ayer por la tarde? —preguntó.

—Sólo sé que tendrían que arrojarlo a un calabozo. ¡Un hombre que anda así por la calle! ¡Sin ninguna decencia! ¡Corriendo y gritando de esa forma!

—¿Hacia dónde corría?

La mujer retiró un grasiento mechón de pelo negro de su frente.

—Tomó por Ridgeway, hacia abajo. Gritaba como si tuviera el demonio dentro. De pronto calló y se desplomó. Entonces llamé a la policía. Vi que Lila lo estaba mirando, desde la acera de enfrente.

Travis no había reparado en la niña que había salido de la trastienda y estaba de pie junto al mostrador, mirándolo con gran curiosidad.

—¿Por qué quiere saber tantas cosas sobre ese hombre? —preguntó la mujer.

—Tengo que averiguar de dónde es.

—Yo lo sé, yo lo sé —exclamó la pequeña, con excitación.

—¡Cállate antes de que te dé un golpe, Lila! —La mujer se volvió hacia Travis y le dijo—: Ella no sabe nada, señor.

—Quizás haya visto algo —sugirió éste suavemente.

—Ya le he dicho que no. Vete adentro, Lila, y juega.

Como la niña no se movía, la mujer le dio un cachete en la cabeza.

—Te dije que entraras, inútil.

La pequeña salió corriendo.

Travis sacó su cartera y puso un billete de cinco dólares sobre el mostrador.

—¿Quiere comprar algo?

—Más datos.

La mujer miraba el dinero con codicia. Se limpió las manos en el delantal, pero no recogió el billete.

—Mejor será que vuelva a guardar eso, señor. No quiero complicaciones. Váyase.

Travis recogió el dinero.

—Gracias, de todos modos —dijo, dirigiendo una ansiosa mirada hacia el interior de la tienda, antes de salir. No se veía a la niña por ninguna parte.

Era un brillante día estival. Travis aspiró grandes bocanadas de aire al salir. «Hasta ahora estamos en las mismas», pensó. Pero la mujer había dicho que el viejo corría por Ridgeway hacia abajo y su hija estaba en la acera, frente a la tienda, desde donde pudo verlo. Eso significaba que se alejó del almacén por la avenida Ridgeway abajo y que debía haber llegado de la dirección opuesta. Travis comenzó a caminar en esa dirección. En aquel lado de la calle estaban alineadas varias casitas, bastante bien cuidadas; por el otro, se veía una alambrada que delimitaba el terreno de una gran planta industrial. Continuó caminando, mientras se preguntaba de qué lugar cercano podría haber salido aquel hombre. De pronto, apareció corriendo una criatura. Era Lila.

—Sígame, señor —dijo—. Yo sé de dónde vino ese hombre. Le vi salir de uno de aquellos edificios.

Señaló un grupo de edificios a la vuelta de la esquina, en la calle siguiente.

Travis la siguió hasta la esquina. La calle se llamaba Winthrop. Doblaron y cruzaron Ridgeway. En la mitad de la manzana, Lila se detuvo. Volvió sus grandes ojos negros hacia Travis y, sonriendo maliciosamente, dijo:

—Salió de aquel edificio. Señalaba una construcción de dos pisos, situada entre dos solares. Más allá, se veían dos edificios de ladrillo que parecían depósitos de mercancías.

—Gracias, preciosa —dijo Travis. Sacó una moneda de veinticinco centavos de su bolsillo y se la tendió—. Es para ti.

La chica miró primero la moneda y luego la tomó.

—El otro hombre me dio medio dólar.

—¿El otro hombre? ¿Qué hombre?

La impaciencia que denotaba la voz de Travis la atemorizó y, rápidamente, se escabulló. Él no hizo nada para detenerla. Se preguntaba qué habría querido decir. Luego, comenzó a examinar el edificio.

El número 1722 de la calle Winthrop correspondía a un edificio bastante viejo, de ladrillo. Las ventanas del sótano habían desaparecido, pero todas las demás estaban intactas. Parecían muy limpias y brillantes, pero, con todo, era imposible mirar a través de ellas. Una escalera de madera subía hasta el porche y una puerta que daba a una especie de pasillo que podía verse desde la calle.

Se acercó. Subió la escalera. La manija de la puerta estaba reluciente, pero se veía que la habían tocado poco antes. Se abrió fácilmente. Ya adentro, dudó entre subir por la escalera que conducía al segundo piso o abrir la puerta del primero.

En los dos buzones que estaban en la pared no figuraban los nombres de los inquilinos. Golpeó directamente en la puerta, pues no encontró el timbre. No hubo respuesta. Trató de abrir la puerta y lo consiguió.

La casa estaba vacía. El piso se hallaba cubierto de escombros. Entró para examinarlo mejor. Había pedazos de vidrio, alambres metálicos y un sinnúmero de desechos que parecían provenir de un laboratorio. Había en el aire un leve olor acre que le recordó vagamente los experimentos de las clases de química en la escuela secundaria.

Caminaba aplastando el vidrio con sus pies. En la primera habitación, junto a la entrada, encontró algunas botellas de gran tamaño, intactas, pero también había tubos de ensayo, probetas comunes y algunas probetas graduadas, rotas, diseminadas por el suelo. En el comedor descubrió varias cajas y ficheros que no se veían desde la otra pieza. Contenían libros y diversos objetos de laboratorio. Junto a uno de los ficheros había un pulverizador.

La cocina era un laberinto de cables; algunos aún enrollados, otros diseminados desordenadamente por el suelo. Entre ellos, podían verse los restos de algunos aparatos eléctricos destrozados; un ohmiómetro, un soldador, varios tubos de radio y otros que Travis desconocía.

Una probeta mucho más grande que se encontraba en el fregadero de la cocina atrajo su atención. Sus paredes estaban parcialmente cubiertas con polvo de yeso y se distinguían claramente sobre ellas unas impresiones digitales que parecían muy recientes. Algo se iluminó en la mente de Travis. Miró nuevamente el suelo y observó que había huellas de pisadas, grandes pisadas.

Por ello no se sorprendió cuando la puerta de la cocina se abrió y apareció el capitán Tomkins.

—¿Le molesta que le pregunte qué hace usted aquí, señor Travis? —dijo el capitán.

—No, de ninguna manera —respondió Travis—. Llegué del mismo modo que usted. La única diferencia consiste en que usted le dio medio dólar a la chica, con lo cual dejó sentado un peligroso precedente; la pequeña Lila esperaba que yo también le diera cincuenta centavos.

3

—Me acaba de decir cómo lo ha hecho para venir hasta aquí. Ahora dígame por qué ha venido —dijo el capitán Tomkins.

Travis dio un puntapié a una retorta rota que rodó por el suelo, brillando como si atravesara una zona iluminada.

—Sólo por curiosidad, capitán.

Como vio que el policía no iba a conformarse con una respuesta tan simple, prosiguió:

—Mire, capitán. Yo estoy en el hospital cuando traen al viejo. Estoy allí cuando llega la muchacha y trata de matarlo. Hace diez años que vengo haciendo crónicas sobre política, a veces sobre crímenes. He entrevistado a famosos hombres de negocios. Durante diez largos años, alguien ha estado dándome órdenes. Ahora quiero arreglármelas solo. No tengo que dar cuentas a nadie. Por eso estoy aquí. Tengo tantos deseos de aclarar este asunto como usted.

El capitán atravesó la cocina y se dirigió al comedor.

—Quizás usted tenga razón, Travis. Pero todo su trabajo es inútil. Nada tiene que hacer aquí. Éste es un asunto que concierne a la policía.

—¿Cuándo llegó aquí, capitán?

El capitán se detuvo junto a uno de los cajones con libros. Levantó algunos y miró sus títulos. Los cambió a otro cajón que estaba vacío.

—Llegamos esta mañana temprano. Los muchachos fueron a recorrer el edificio. Los ficheros están vacíos, pero hay muchas impresiones digitales. Ya sabremos a quiénes pertenecen. Mi ayudante me avisó que usted estaba en el almacén y yo salí a la calle. Mac está afuera, en el coche patrulla. Debí haber esperado un poco para ver qué hacía usted. Mire qué título más raro —prosiguió el capitán, señalando un libro que tenía entre sus manos—: Die Neuen Vererbungsgesetze. Debe de ser alemán. Hay muchos en ese idioma. Quisiera saber qué significa todo esto.

—En una época estudié alemán —dijo Travis—, pero ya no recuerdo casi nada. ¿Qué hay en el piso de arriba?

—Alojamientos. Sólo han dejado algunas sillas, mesas y colchones. Suponemos que quienes vivían aquí se mudaron anoche. Quizá pensaron que al viejo le había atacado la peste y ellos tendrían que pagar el pato. Aquí hay otro título raro: Narco-análysis. A juzgar por los precios de estos libros, los que vivían aquí deben ser adinerados. Hay libros de fisiología, biología, algunos de botánica y unos pocos sobre electrónica. Este piso me recuerda la época de la implantación de la ley seca, cuando allanábamos una casita de aspecto inocente y nos encontrábamos con toda una destilería en la planta baja. Pero, ¿a qué se dedicaban aquí?

—Me gustaría saberlo —dijo Travis.

El capitán encendió su pipa.

—Venga —dijo, acercándose a la cocina—. Los cables eléctricos que provenían del exterior estaban unidos a una máquina que se hallaba colocada en este lugar. Por las marcas que ha dejado sobre el suelo puede deducirse que era pesada. Deben haber trabajado intensamente y con gran rapidez para sacar todas las cosas de aquí. Afuera hay huellas de un camión. Las estamos examinando.

Travis reparó en algo blanco que sobresalía de un cubo de basura. Se agachó y recogió una ficha. Se la guardó en el bolsillo sin que el capitán lo advirtiera. Luego observó que en la pared, cerca de la cocina, había algunos signos escritos.

—¿Sabe qué significa esto, capitán?

—Cosas de radio, me parece. Hilos, circuitos, lámparas… Se ve que trataron de borrarlo. Como no resultaba fácil, arrancaron el papel de la pared y en algunas partes consiguieron eliminar el diseño. Esto nos demuestra que podría ser importante averiguar el significado de estos diagramas. Esta tarde vendrá a echarles un vistazo una persona de la universidad.

El capitán volvió a entrar en la cocina y prosiguió:

—Sin duda se dedicaban a una actividad ilegal. De lo contrario, no se comprende la prisa que tuvieron en huir.

—Pero, ¿qué tendría que ver aquella jovencita con todo esto?

El capitán se volvió y miro a Travis.

—Muy linda, Travis, pero peligrosa. Yo no confiaría en una muchacha así, sea cual fuere el motivo que haya tenido para desembarazarse del viejo.

Continuó mirando a Travis, como si estudiara sus expresiones. Luego dijo:

—Tengo algo más para mostrarle.

Lo condujo hacia la parte posterior de la cocina, donde se encontraba la puerta que llevaba al sótano. Bajaron las escaleras.

En el sótano el desorden era mucho más impresionante que en la planta baja. Desparramados por el suelo se veían fragmentos de cajas rotas y libros. Junto a la abertura de la salamandra se amontonaban restos de cosas que habían sido rápidamente quemadas.

—¿Ha visto aquel rincón? —preguntó el capitán Tomkins, señalando uno de los lugares más sucios y oscuros del sótano.

—Ahí no hay nada —replicó Travis.

—Exactamente. Ahora no hay nada. ¿Sabe lo que había cuando llegamos esta mañana?

—¿Cómo diablos podría saberlo?

—Muy bien, no se impaciente. No es ése mi propósito…, aunque no sé por qué estoy perdiendo el tiempo contándole estas cosas.

—Prosiga. ¿Qué había ahí?

—Un hombre muerto.

—¿Quién era?

—Un vagabundo. Se llamaba Chester Grimes. Lo encerramos en varias ocasiones. Pasó con regularidad por el tribunal de faltas, y estuvo uno o dos meses en la cárcel, por vagancia. Siempre estaba borracho. No podemos imaginarnos cómo se mezcló con esta gente.

—Eso no es raro, ¿verdad? El tipo coge una curda y la duerme aquí…, sólo que éste es su último sueño. Quizá los que vivían aquí ni siquiera se fijaron en él y no tuvieron más remedio que dejarlo cuando empezaron la mudanza.

El capitán movió la cabeza.

—Usted no comprende. Posiblemente no me he expresado con claridad. Ese individuo tenía la piel de un color gris oscuro y se estaba volviendo negra. Estaba cubierto de manchas rojas, y alrededor del cuello y en el pecho tenía grandes ampollas. ¿Le recuerda a alguien?

Travis respiró profundamente.

—¡Al otro!

—Exactamente. Chester Grimes. Domicilio desconocido. Hacía dos o tres meses que no lo veíamos. Sus huellas digitales eran tan irreconocibles como las del viejo del hospital, a causa de cierto proceso que se produjo en su piel. No obstante, pudieron identificarlo. El sargento de la sección de identificación tuvo que trabajar bastante. Este hombre y el viejo del hospital parecen haber servido como conejos de Indias en algún terrible experimento. Al principio, creí que eran ellos mismos los que estaban experimentando, pero, sin duda, Grimes era incapaz de eso. Además, siempre estaba demasiado borracho. Recuerde que el viejo del hospital gritaba incesantemente y pedía que no volvieran a llevárselo.

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