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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (13 page)

BOOK: Las Hermanas Penderwick
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Todo comenzó una mañana, algunos días después de la fiesta de cumpleaños.

—Por favor, Rosalind —dijo Risitas, con dos enormes zanahorias en la mano.

—Ya te lo he dicho. Te llevaré a ver los conejos más tarde, pero ahora no —contestó Rosalind, que mientras cocinaba bizcochos de chocolate, leía un libro sobre los generales de la guerra de Secesión que le había prestado Cagney. La próxima vez que lo viera, quería ser capaz de decirle algo inteligente sobre Ulysses S. Grant y Appomattox.

A Risitas, esos personajes le traían sin cuidado.

—Cagney dice que ahora los conejos me esperan por la mañana. Si llego más tarde, pensarán que los he bandonado.

—Abandonado.

—Pensarán que los he abandonado.

—Ahora estoy ocupada haciendo estos bizcochos, y luego tengo que terminar la carta a Anna, para que papá pueda echarla al correo cuando vaya al pueblo. Así que, o vamos más tarde, o no vamos. Llevas una semana y media viendo a los conejos todas las mañanas; no veo por qué hoy no puedes hacer una excepción.

—Pues porque no.

—Mira, cariño, lo siento. ¿Por qué no les pides a Jane o Skye que te acompañen?

—Porque me dirán que no.

—Aun así, pregúntaselo. Si te dicen que no, te prometo que luego iré contigo, ¿de acuerdo?

Risitas se fue con sus zanahorias al patio delantero, donde Jane y Skye estaban pintando una cara en un pedazo redondo de cartón. El rostro hacía una mueca y lucía un gran bigote, y por si no estuviera claro del todo, tenía las iniciales D. D. escritas debajo.

—Jane, Rosalind me ha dicho que no puede acompañarme a ver a
Yaz
y
Carla.
¿Y tú?

—Lo lamento. Cagney les ha puesto puntas de goma a las flechas, y Jeffrey va a traerlas para que podamos practicar tiro al blanco. ¿Por qué no se lo pides a papá?

—Porque se ha ido a recoger plantas —respondió Risitas. Acto seguido miró a Skye, sin esperanza alguna.

—Olvídalo, enana.

Cabizbaja, la pequeña fue hasta el cercado y se encontró a
Hound
dormido, de espaldas y con las patas en el aire. «A lo mejor —pensó—, puedo ir a ver a los conejos yo sola.» Se apoyó contra la veija y sopesó la idea. «Quédate siempre en el patio», le había ordenado su padre. Sin embargo, era difícil decir dónde terminaba el patio. Podía preguntarle a Rosalind si se extendía hasta donde vivían los conejos, o bien podía ir a verlos primero y preguntárselo después. ¿Qué hacer? Se lo consultaría a
Hound.

—¡Hound!
¡Despierta!

No obstante, el perro gruñó y se puso de costado.

Aquello fue respuesta suficiente para Risitas. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la veía y salió corriendo hacia el seto. «Corre como un conejito», se dijo a sí misma, mientras se colaba por el agujero de Jeffrey y atravesaba deprisa el jardín, desviándose un poco al estanque para visitar a las ranas. Finalmente, jadeante pero triunfal, llegó al hogar del jardinero y llamó a la puerta.

Cagney no estaba en casa, pero no había problema. Era algo habitual, y Risitas sabía exactamente qué era lo que tenía que hacer, ya que él se lo había explicado todo a ella y Rosalind. Había que llamar a
Yaz
y
Carla,
abrir la puerta y meter las zanahorias; luego podía mirar a través de la mosquitera cómo los conejitos se zampaban las hortalizas. Pero no había que olvidar jamás lo más importante, según Cagney: era imprescindible volver a cerrar bien la puerta antes de irse, porque, de lo contrario,
Yaz
era perfectamente capaz de abrirla con la nariz y escapar, y lo más probable es que no sobreviviese en el exterior, ya que sería una presa fácil para un zorro, un halcón o un águila. Entonces
Carla
se sentiría sola y moriría de pena, porque
Yaz
y ella eran los mejores amigos del mundo y se querían mucho.

Risitas apoyó la cara contra la mosquitera y miró a través de ella. Los conejitos estaban dormidos en la alfombra, uno junto al otro y con las narices pegadas.

—Despertad —les dijo en voz baja.

Carla
movió una oreja en su dirección, y
Yaz
no tardó en hacer lo mismo. Al cabo de un minuto, ambos estaban bostezando, desperezándose y ejecutando el baile de cuando despertaban, que consistía en ponerse a correr en círculo dando saltos y luego cambiar de dirección en el aire para correr en el sentido contrario.

Con mucho cuidado, Risitas abrió la puerta y metió las zanahorias. Luego, a pesar de que sabía perfectamente que no debía, metió también la nariz, sólo por si
Yaz
tenía ganas de acercarse y frotar la suya contra la de ella. Craso error, porque en ese preciso instante oyó un sonido sobre el sendero adoquinado que conducía a la casa de Cagney que le resultó terroríficamente familiar. «Tac, tac, tac, tac, tac, tac.»

Presa del pánico, Risitas se giró para enfrentarse a su enemiga, y descubrió que la situación era peor de lo que había pensado en un primer momento. La señora Tifton no estaba sola, sino que iba acompañada por Dexter. De repente la niñita se olvidó por completo de las zanahorias y los conejillos, y de lo que le había dicho Cagney sobre lo importantísimo que era cerrar bien la puerta antes de irse.

—Vaya por Dios, Dexter. Mira a quién tenemos aquí: a una de las hermanas Penderwick. Vete corriendo por donde has venido, Sonrisas, o comoquiera que te llame tu familia. Tu padre no ha alquilado toda la finca, ¿sabes?

Risitas se sintió tan desamparada como una mosca en una telaraña. Habría deseado más que ninguna otra cosa poder volver a toda velocidad a casa, pero le resultaba imposible escapar de esos dos adultos.

—¿Por qué no dice nada? En la fiesta de Jeffrey tampoco abrió la boca, ¿te diste cuenta, Dex?

—Tal vez tenga algún problema —sugirió él, dándose unos elocuentes golpecitos en la sien.

—Quizá esté sorda —apuntó la señora Tifton inclinándose hacia la chiquilla, y gritó—: ¿Puedes oírme?

A Risitas no le importaba que la tomaran por sorda, pero le molestaba que Dexter hubiera dado por supuesto que ella no comprendería aquellos gestos. A pesar de tener tan sólo cuatro años, sabía que él había insinuado que estaba chiflada. «Yo no estoy loca, pedazo de tarugo», pensó. Entonces deseó con todas sus fuerzas que, en aquel preciso instante, el bigote de Dexter se volviese naranja o verde o se cayese al suelo. Justamente por eso no se percató de que, detrás de ella, la mosquitera estaba abriéndose poco a poco. Hasta que le golpeó en la espalda, Risitas no se acordó de
Yaz
y su tendencia a escaparse.

—¡¡Yazno!! —exclamó, en una combinación atolondrada de las palabras
«Yaz»
y «no», a la vez que se lanzaba contra la puerta para cerrarla. Sin embargo, el conejito ya se había colado por el hueco. Risitas sintió que algo peludo le rozaba el tobillo y, acto seguido, vio que una cosita marrón atravesaba el sendero a toda velocidad, para desaparecer entre la hierba del jardín.

Los dos adultos no habían percibido otra cosa que el alarido de la niña. La señora Tifton se incorporó, desconcertada a la vez que irritada.

—¿Yazno? Para una vez que habla, dice cosas sin sentido.

—Ya te lo he dicho —insistió Dexter, volviendo a tocarse la cabeza.

—Quizá estés en lo cierto. Razón de más para alegrarse de que su familia vaya a marcharse pronto. Siete días y adiós. —Tomó a Dexter del brazo—. Vamos; Cagney no debe de andar lejos.

Finalmente, los dos tortolitos se fueron.

No obstante, Risitas estaba conmocionada. Lo había hecho todo mal. Todo eso de que el patio de la casita llegaba hasta el apartamento de Cagney y podía ir a ver los conejitos por su cuenta... Todo, todo, todo mal. Había desobedecido a Rosalind y a Cagney, y había molestado a la señora Tifton. Sin embargo, lo peor de todo es que no iba a ser ella la que se llevara la peor parte, sino
Yaz
y
Carla,
que no tardarían en morir a causa de su maldad. Con todo, Risitas no podía ir en busca de Rosalind. Solamente había una cosa que pudiera hacer: encontrar a
Yaz
y llevarlo de nuevo a casa.

Cuando Rosalind terminó de escribir la carta para Anna, los bizcochos de chocolate ya estaban hechos. Los sacó del horno, dejó que se enfriaran, los cortó en recuadros y, con mucho cariño, envolvió cuatro trozos en papel de aluminio para dárselos a Cagney. La mañana anterior, mientras estaba regando el rosal, le había dicho a Rosalind cuánto le gustaban los bizcochos de chocolate. Según él, eran casi su comida favorita, aparte de los perritos calientes que vendían en el parque Fenway. «Tampoco es que los haya cocinado exclusivamente para él», se dijo Rosalind mientras pegaba un alegre lazo amarillo al paquete. Como le había escrito a su amiga Anna, nunca iba a caer tan bajo como para ganarse la atención de un chico a través de la comida; o a través de comentarios sobre la guerra de Secesión. Resultaba que los bizcochos de chocolate también eran uno de los tentempiés preferidos de su padre, y que la guerra de Secesión norteamericana era verdaderamente fascinante, aunque nunca había reparado en ello.

Risitas no había vuelto a la cocina desde que entrara con las zanahorias, y Rosalind se figuró que, o bien había convencido a Jane de que la acompañase a ver a
Yaz
y
Carla
, o se había puesto a jugar y se había olvidado de todo. Sopesó la posibilidad de ir a buscarla antes de llevarle los bizcochos a Cagney, en caso de que la niña todavía quisiese ir; no obstante, aun sintiéndose un tanto egoísta, decidió que no. Cagney debía de estar en casa, y resultaría más divertido verlo sin hermanitas alrededor.

Aunque no lo sabía, Rosalind escogió el mismo camino que Risitas había tomado antes, e incluso se desvió para contemplar unos instantes el estanque de los lirios. A pesar de cuánto le gustaba, y de lo apaciguante que resultaba estar junto a él, también le parecía un tanto melancólico. Por alguna razón siempre le recordaba a la novia de Hamlet, Ofelia, que perdió la razón y se ahogó. O tal vez acabara con su vida cuando Hamlet se volvió loco. Rosalind no estaba del todo segura; en cualquier caso, Anna le había dicho que la loca era ella por leer a Shakespeare. Sin embargo, a su madre le gustaban sus obras de teatro y siempre lo citaba. Por ejemplo: «Rezo para que tú, Rosalind, mi querida y dulce hija, seas siempre feliz.» Su madre debía de haber dicho eso más de mil veces. Últimamente Rosalind había estado pensando en ella más de lo habitual, y se preguntaba si le habría gustado Cagney o no; aunque costaba imaginar que a alguien no le cayera bien el chico. «Es perfecto», se dijo. Entonces se agachó en la orilla del estanque, tomó un lirio y se lo colocó detrás de la oreja.

Siguió su camino hacia la cochera, aunque no directamente, ya que habían descubierto las mejores rutas para evitar a la señora Tifton. Esa vez, la mayor de las Penderwick rodeó el estanque, pasó junto a la vieja fresquera, atravesó el sendero de las lilas y...

Se le acabó la suerte. Se topó de frente con Dexter y la madre de Jeffrey.

—Esto ya es demasiado —dijo la señora Tifton—. Hay Penderwicks por todas partes, como una plaga de langostas. ¿Se puede saber quién te ha dado permiso para cortar uno de mis lirios?

Rosalind se tapó la flor con una mano, avergonzada.

—Nadie. Es decir, lo siento; no debería haberlo hecho.

—Exactamente, no habrías debido, como tampoco deberías estar en mis jardines. Ya me estoy cansando de encontrarme con tu familia por todas partes.

—Lo siento —repitió—. Sólo iba a dejarle unos bizcochos de chocolate a Cagney.

—Claro, la mejor manera de robarle el corazón a un hombre —comentó la señora Tifton—. Recuérdame que te cocine algo, Dexter.

—Tú ya me tienes robado el corazón, cariño.

—Sí, claro —dijo ella, atusándose el cabello con suficiencia—. Bueno, Rosalind, puedes ir a dejar tu obsequio en la cochera, pero si esperas ver a Cagney, has de saber que lo he mandado a comprar mantillo. Luego vuelve a toda prisa al otro lado del seto, y si tu hermana pequeña todavía está por ahí, llévatela contigo.

—¿Risitas?

—Sonrisas, Risitas... Comoquiera que se llame.

—La que lleva esas alas —dijo Dexter, pronunciando «alas» con excesiva sorna.

A Rosalind le dio un vuelco el corazón.

—¿Han visto a Risitas por la cochera?

—Es lo que acabo de decir, ¿no? Vamos, date prisa.

Rosalind salió corriendo, sin saber muy bien si estaba más enfadada por los desagradables comentarios de la señora Tifton o por que ésta hubiese visto a Risitas por la cochera. ¿De veras la pequeña había ido sola a ver los conejos? Sabía que no tenía permitido alejarse de casa si no era acompañada. Rosalind corría tan deprisa que se le cayó el lirio del cabello. En cuanto llegó a su destino, descubrió que su hermanita no estaba allí. ¿Sería verdad lo que le había contado la señora Tifton? Miró a través de la puerta mosquitera, y lo que vio la inquietó todavía más. Había dos grandes zanahorias sobre la alfombra, y aquello no era normal, porque
Yaz
nunca dejaba una zanahoria sin comer.

—Conejitos, ¿dónde estáis? —preguntó.

No hubo respuesta. Volvió a llamarlos, y esa vez una naricilla se asomó por debajo del sofá. Se trataba de
Carla,
la cual le dedicó a Rosalind una mirada triste y larga, para luego desaparecer bajo el sillón.

¿Qué había hecho Risitas?

Más o menos al mismo tiempo que Rosalind estaba arrancando el lirio, Jane disparó una flecha a la diana de cartón con el rostro de Dexter, que habían clavado al tronco de un árbol.

—Es la tercera vez que ni siquiera das en la diana. ¿Acaso estás ciega? —preguntó Skye.

—Quítate el sombrero, Jane —dijo Jeffrey.

Jane llevaba uno impermeable de color amarillo, porque Skye y Jeffrey tenían los suyos de camuflaje y ella no quería ser la única sin sombrero. Sin embargo, no era ése el motivo por el que no conseguía acertar, pues veía perfectamente; era la falta de concentración. Estaba demasiado ocupada pensando cómo introducir arcos y flechas en su nueva entrega de las aventuras de Sabrina Starr.

Preparó una cuarta saeta. Tal vez podía utilizarlo en la escena del globo aerostático. Sabrina podría disparar una flecha a la ventana de Arthur con una nota atada a ella. No; ya había usado palomas mensajeras para enviarle mensajes de ida y vuelta. ¡Un momento! ¡Qué buena idea! Sabrina podía atar el extremo de una cuerda a la flecha, y el otro a la cesta del globo, y luego colar la flecha por la ventana de Arthur. Entonces el chico podría servirse de la cuerda para acercar el globo lo bastante para, tras ir de la ventana hasta una rama del árbol, subirse a la canasta. ¡Sí! ¡Era perfecto!

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