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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

Las hormigas (15 page)

BOOK: Las hormigas
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Inteligencia (continuación).
Vuelta al experimento, pero esta vez con una cámara de vídeo.

Sujeto: una hormiga de la misma especie y del mismo nido.


Primer día: tira de la hierbecita, la empuja y la muerde sin ningún resultado.


Segundo día: lo mismo.


Tercer día: ¡ya está! Ha encontrado algo; tira un poco, introduce el abdomen en el agujero, lo hincha, luego baja la presa y vuelve a empezar. Así, con pequeños empujones, saca lentamente la hierbecita.

Así que era eso…

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

La alerta la ha provocado un acontecimiento extraordinario. La-chola-kan, la ciudad hija situada más al oeste, ha sido atacada por legiones de hormigas enanas.

Así que se han decidido…

Y ahora la guerra es inevitable.

Los supervivientes, que han conseguido superar el bloqueo impuesto por las shigaepuyanas, cuentan cosas increíbles. Según ellos, lo que ocurrió fue lo siguiente:

A 17° de temperatura, una larga rama de acacia se acercó a la entrada principal de La-chola-kan. Una rama anormalmente móvil. Se hundió de golpe y destrozó el orificio… girando.

Las centinelas salieron entonces para atacar a ese objeto perforante no identificado, pero todas murieron. Entonces, todo el mundo se quedó sin hacer nada esperando a que la rama acabase con el destrozo. Pero no acababa nunca.

La rama hizo saltar la cúpula como si fuese un botón de rosa y hurgó en los corredores. Las artilleras ametrallaron la rama con fuego graneado, pero el ácido era impotente con ese vegetal destructor.

Los lacholakanianos ya no podían más de terror. Pero la cosa acabó. Hubo una pausa de 2°, y a continuación las legiones enanas llegaron a paso de carga.

La ciudad hija desventrada apenas pudo resistir el primer ataque. Las pérdidas se cuentan por decenas de millares. Los que sobrevivieron se refugiaron por fin en su tocón de pino y están consiguiendo resistir al sitio. Sin embargo, no podrán sobrevivir mucho tiempo, ya no tienen reservas de alimentos y se baten ya incluso en las arterias de madera de la Ciudad prohibida.

Ya que la La-chola-kan forma parte de la Federación, Bel-o-kan y todas las ciudades hijas vecinas deben socorrerla. El zafarrancho de combate se decreta incluso antes de que las antenas hayan recibido el final de las primeras narraciones del drama. ¿Quién piensa ya en el descanso y en la reconstrucción? La primera guerra de la primavera acaba de empezar.

Mientras el macho 327, la hembra 56 y la soldado 103.683 suben lo más de prisa que pueden de nivel en nivel, a su alrededor todo se mueve.

Las nodrizas bajan los huevos, las larvas y las ninfas al nivel -43. Las ordeñadoras de los pulgones esconden su ganado en el último nivel de la Ciudad. Las agriculturas preparan alimentos picados para que puedan servir como raciones de combate. En las salas de las castas militares, las artilleras colman sus abdómenes con ácido fórmico. Las cortadoras aguzan sus mandíbulas. Las mercenarias se agrupan en legiones compactas. Las hormigas sexuadas se atrincheran en sus estancias.

No pueden atacar de inmediato, hace demasiado frío. Pero a partir de mañana por la mañana, con el primer rayo de sol, la guerra causará estragos.

Arriba, en la cúpula, se cierran las salidas de regulación térmica. La ciudad de Bel-o-kan contrae sus poros, prepara sus garras y aprieta los dientes. Está dispuesta para morder.

El policía más corpulento rodeó con un brazo los hombros del chico.

—¿Estás seguro? ¿Están ahí dentro?

El niño, con cansancio, se desembarazó sin responder. El inspector Galin se inclinó en lo alto de la escalera y lanzó un grito tan fuerte como ridículo. El eco le respondió.

—Parece verdaderamente muy profundo —dijo. No podemos bajar así como así. Necesitamos material.

El comisario Bilsheim llevó un dedo pulposo a su boca, con gesto preocupado.

—Evidentemente. Evidentemente.

—Voy a buscar a los bomberos —dijo el inspector Galin.

—De acuerdo. Mientras tanto, yo interrogaré al chico.

El comisario señaló la cerradura fundida.

—¿Ha sido tu mamá quien ha hecho esto?

—Sí.

—Vaya, pues tu madre es muy desenvuelta. Conozco pocas mujeres que sepan utilizar un soplete para hacer saltar una puerta blindada… y no conozco ninguna que sepa desatrancar un sumidero.

Nicolás no estaba de ánimo para bromas.

—Quería ir a buscar a papá.

—Es verdad, perdona… ¿Cuánto tiempo hace que están ahí abajo?

—Hace dos días.

Bilsheim se rascó la nariz.

—Y ¿por qué bajó tu padre? ¿Lo sabes?

—Primero fue para ir a buscar al perro. Luego, no lo sé. Compró un montón de placas de metal y se las llevó abajo. Y luego compró montones de libros sobre las hormigas.

—¿Hormigas? Evidentemente. Evidentemente.

El comisario Bilsheim, bastante desorientado, se dedicó a menear la cabeza murmurando varios «evidentemente» más. El asunto tenia mal cariz. No era la primera vez que tenia que hacerse cargo de casos «especiales». Incluso se podría decir que le endilgaban todas las manzanas podridas. Sin duda eso tenia que ver con sus principales cualidades: a los locos les daba la sensación de que por fin habían encontrado en él unos oídos comprensivos.

Era un don de nacimiento. Ya cuando era muy pequeño, sus compañeros de clase iban a verle para confiarle sus delirios. Él, entonces, meneaba la cabeza con aire de comprender mirando a su interlocutor, no diciendo más que «evidentemente». La cosa funcionaba siempre. Uno se complica la vida al querer introducir frases sofisticadas y cumplidos para impresionar o seducir a la gente que tiene delante. Bilsheim se había dado cuenta de que la simple palabra «evidentemente» era ampliamente suficiente. Otro misterio de la intercomunicación humana elucidado.

El fenómeno era tanto más curioso cuanto que el joven Belsheim, que no hablaba prácticamente nunca, había conseguido la reputación en la escuela de ser un gran orador. Incluso llegaban a pedirle que hiciese los discursos de fin de año.

Belsheim hubiese podido llegar a ser psiquiatra, pero el uniforme ejercía una auténtica fascinación sobre él. Y en cuanto a eso, la bata blanca no era suficiente a sus ojos. En un mundo violento, la Policía y el Ejército eran los portaestandartes de quienes «no se dejan». Ya que, aunque creía comprenderles, Bilsheim detestaba a toda esa gente que habla y habla. ¡Gente sin cerebro! El colmo de lo molesto era para él la gente que habla en voz alta en el Metro, reproduciendo una escena que acaban de vivir y por la que quieren volver a pasar.

Cuando Belsheim entró en la Policía, sus superiores se dieron cuenta en seguida de cuál era su don. Le endilgaban de forma sistemática todos los casos «incomprensibles». La mayor parte de las veces no resolvía el caso en absoluto, pero de todos modos él se hacía cargo, y eso ya era mucho.

—Y también está lo de las cerillas.

—¿Qué pasa con las cerillas?

—Hay que formar cuatro triángulos con seis cerillas si uno quiere encontrar la solución.

—¿Qué solución?

—La «nueva manera de pensar». La «otra lógica» de la que hablaba papá.

—Evidentemente.

Esta vez, el niño se rebeló.

—No. Evidentemente, no. Hay que buscar la forma geométrica que permite formar cuatro triángulos. Las hormigas, el tío Edmond, las cerillas, todo está relacionado.

—¿El tío Edmond? ¿Quién es ese tío Edmond?

Nicolás se animó.

—Es el que escribió la
Enciclopedia del saber relativo
y
absoluto.
Pero ha muerto, quizá a causa de las ratas. Fueron las ratas las que mataron a Ouarzazate.

El comisario suspiró. ¡Aterrador! ¿Qué va a ser de este chico cuando sea mayor? Como mínimo, será un alcohólico. El inspector Galin llegó por fin con los bomberos. Bilsheim le miró con orgullo. Era una hacha, el tal Galin. Y también un perverso. Las historias de locos le excitaban. Cuanto más retorcida era la cosa más le interesaba.

Bilsheim el compresivo y Galin el entusiasta formaban entre las dos la oficiosa brigada de los asuntos «de locos de los que nadie quiere ocuparse». Ya les habían enviado a resolver el caso de «la ancianita comida por sus gatos», y el de «la prostituta que ahogaba a sus clientes con la lengua», eso sin olvidar el caso del «reductor de cabezas de charcuteros».

—Está bien —dijo Galin. Usted se queda aquí, jefe, bajamos y se los traemos en las camillas inflables.

En la estancia nupcial, la Madre ha dejado de poner huevos. Levanta una sola antena y pide que la dejen sola. Sus sirvientas desaparecen.

Belo-kiu-kiuni, el sexo viviente de la Ciudad, no está tranquila.

No, no es que le dé miedo la guerra. Ya ha ganado y perdido más de cincuenta. Lo que le inquieta es otra cosa. Es esa cuestión del arma secreta. Es esa rama de acacia que gira y destroza la cúpula. Tampoco ha olvidado la declaración del macho 327, que hablaba de veintiocho guerreras muertas sin que tan siquiera hubiesen tenido tiempo de adoptar la posición de combate… ¿Se puede correr el riesgo de no tener en cuenta esos datos extraordinarios?

Y más ahora.

Pero, ¿qué hacer?

Belo-kiu-kiuni recuerda aquella vez en que ya tuvo que hacer frente a un «arma secreta incomprensible». Fue durante la guerra contra las termiteras del sur. Un buen día le dijeron que una escuadra de ciento veinte soldados estaba, no destruida, sino «inmovilizada».

Todo el mundo estaba extremadamente trastornado. Creían que ya nunca podrían vencer a las termitas y que éstas habían conseguido una ventaja tecnológica decisiva.

Se enviaron espías. Las termitas acababan de constituir una casta de artilleras lanzadoras de cola. Eran las nasutitermas. Conseguían proyectar a doscientas cabezas de distancia una cola que bloqueaba las patas y las mandíbulas de las soldados.

La Federación estuvo reflexionando mucho tiempo y por fin dio con una solución: avanzar protegiéndose con hojas muertas. Esto dio lugar a la famosa batalla de las Hojas Muertas, que ganaron las tropas belokanianas.

Pero esta vez las enemigas no eran las estúpidas termitas, sino las enanas, cuya vivacidad e inteligencia les habían tomado muchas veces por sorpresa. Por otra parte, el arma secreta parecía particularmente destructora.

La Madre se mesó nerviosamente las antenas.

¿Qué sabía ella exactamente de las enanas?

Mucho y muy poca cosa.

Habían aparecido en la región cien años antes. Al principio eran sólo unas cuantas exploradoras. Como eran de pequeño tamaño, nadie desconfió. Las caravanas de enanas llegaron a continuación, llevando entre las patas sus huevos y sus reservas de alimentos. Pasaron la primera noche bajo la raíz de un gran pino.

Por la mañana, la mitad de ellas habían desaparecido víctimas de un erizo hambriento. Las supervivientes se alejaron hacia el norte, donde establecieron un vivaque, bastante cerca de las hormigas negras.

En la Federación se dijo que eso era una «cuestión entre ellas y las hormigas negras». Incluso había quien tenía mala conciencia por dejar a aquellos débiles seres como pasto de las grandes hormigas negras.

Sin embargo, las hormigas enanas no murieron. Todos los días se las podía ver allí, llevando ramitas y pequeños coleópteros. En cambio, a las que ya no se veía era… a las grandes hormigas negras.

Nunca se supo lo que había pasado, pero las exploradoras belokanianas informaron que las enanas ocupaban la totalidad del nido de las hormigas negras. El acontecimiento fue acogido con fatalismo y a la vez con humor.
Bien hecho por lo que hace a esas pretenciosas hormigas negras,
era lo que se olía en los corredores. Y, además, no iban a ser esas hormiguitas de nada lo que inquietase a la poderosa Federación.

Sólo que, después de las hormigas negras, fue uno de los panales de abejas lo que ocuparon las enanas. Y luego la última termitera del norte y el nido de las hormigas rojas venenosas pasaron a su vez a quedar incluidas bajo las enseñas de las enanas.

Los refugiados que afluían a Bel-o-kan y que venían a ampliar la masa de los mercenarios contaban que las enanas tenían estrategias de combate vanguardistas. Por ejemplo, infectaban los puntos de agua vertiendo en ellos venenos procedentes de flores raras.

Sin embargo, aún no se alarmaba nadie en serio. Fue necesario que la ciudad de Niziu-ni-kan sucumbiese el pasado año en 2° para que por fin cayesen en la cuenta de que tenían que vérselas con unas adversarias temibles.

Pero si las rojas habían subestimado a las enanas, las enanas no habían considerado a las rojas en su justo valor. Niziu-ni-kan era una ciudad muy pequeña, pero formaba parte de la Federación. Al día siguiente de la victoria enana, doscientas cuarenta legiones de mil doscientos soldados cada una fueron a complicarles las cosas. El resultado del combate estaba cantado, lo que no impidió que las enanas combatiesen encarnizadamente. De manera que las tropas federadas necesitaron un día entero para entrar en la ciudad liberada.

Se descubrió entonces que las enanas habían instalado en Niziu-ni-kan, no una, sino… doscientas reinas. Fue algo que dejó a todo el mundo atónito.

Ejército de ofensiva.
Las hormigas son los únicos insectos sociales que mantienen un ejército de ofensiva.

Las termitas y las abejas, especies monárquicas y legitimistas menos refinadas, sólo utilizaban a sus soldados en la defensa de la ciudad o para la protección de las obreras que se han alejado del nido. Es relativamente raro ver una termitera o un panal haciendo una campaña de conquista territorial. Aunque se ha dado.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

Las reinas enanas prisioneras refirieron la historia y las costumbres de las enanas. Era una historia extravagante.

Según ellas, las enanas vivían hace mucho tiempo en otro país, a cientos de miles de cabezas de distancia.

Este país era muy diferente del bosque de la Federación. Había en él grandes frutos, llenos de colorido y muy azucarados. Por otra parte, no había invierno ni tampoco hibernación. En esta tierra de maravillas, las enanas habían construido Shi-gae-pu la «antigua», ella misma ciudad procedente de una dinastía muy antigua. Este nido está al pie de un laurel rosa.

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