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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

Las hormigas (36 page)

BOOK: Las hormigas
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—¿Y los hermanos Leduc?

—Marc Leduc ya fue suficientemente castigado. Las larvas de icneumón le estaban devorando por dentro. Y eso se prolongó mucho tiempo, mucho al parecer. Y como las larvas no conseguían salir de ese inmenso cuerpo para mutar a avispas, lo perforaban en todos los sentidos buscando una salida. Finalmente, el dolor era tan insoportable que el hombre se arrojó a la vía del Metro. Eso pude leerlo por casualidad en los periódicos.

—¿Y Laurent Leduc?

—Lo ha intentado todo para hacerse con la máquina…

—Decía usted que eso fue lo que le volvió a dar ganas a Edmond de volver a la tarea. ¿Qué relación hay entre esos antiguas cuestiones y sus investigaciones?

—Después de eso, Laurent Leduc estableció contacto directo con Edmond. Le dijo que estaba enterado de lo de su máquina de «dialogar con las hormigas». Pretendía estar interesado y que quería trabajar con él, Edmond no estaba forzosamente en contra de esta idea, aunque dudaba, y se preguntaba si un poco de ayuda exterior no resultaría oportuna. «Llega en el momento en que no se puede continuar solo», dice la Biblia. Edmond estaba dispuesto a introducir a Leduc en su escondrijo, pero antes quería conocerle mejor. Hablaron una y otra vez de todo el asunto. Cuando Laurent empezó a alabar el orden y la disciplina de las hormigas, basándose en el hecho de que hablar con ellas seguramente haría posible que el hombre las imitase, Edmond lo vio todo rojo. Tuvieron una discusión y le dijo que nunca más volviese a poner los pies en su casa.

—No me sorprende —suspira Daniel. Leduc forma parte de una corriente de etnólogos, lo peor que existe en la escuela alemana, que quiere transformar a la Humanidad copiando desde un cierto ángulo las costumbres de los animales. La territorialidad, la disciplina de los hormigueros… todas esas fantasías.

—De repente, Edmond tenía un pretexto para volver a trabajar. Iba a dialogar con las hormigas desde una perspectiva… política. Él creía que vivían según un sistema anarquista y quería pedirles que se lo confirmasen.

—¡Evidentemente! —murmuró Bilsheim.

—Lo cual se convertía en un desafío humano. Mi tío estuvo pensándolo todavía mucho tiempo, y se dijo que lo mejor para comunicarse con ellas era construir una «hormiga robot».

Jonathan agitó unas páginas llenas de dibujos.

—Éstos son los planos. Edmond la bautizó «Doctor Livingstone». Es de plástico. No les diré el trabajo de relojero que ha sido necesario para construir esta obra maestra. No sólo se han reconstruido todas las articulaciones y se las ha animado con minúsculos motores eléctricos alimentados por una pila instalada en el abdomen, sino que la antena lleva realmente once segmentos que pueden emitir simultáneamente once feromonas diferentes… La única diferencia entre el doctor Livingstone y una auténtica hormiga es que está conectado a once tubos, cada uno de ellos del grosor de un cabello, y éstos están unidos en una especie de cordón umbilical del tamaño de un hilo de bramante.

—¡Prodigioso! ¡Sencillamente prodigioso! —exclama Jason, entusiasmado.

—Y ¿dónde está el Profesor Livingstone?

Las guerreras con olor a roca la persiguen. La 801, que está a punto de marcharse, descubre de repente una galería muy amplia y se precipita en su interior. Llega así hasta una sala enorme, en cuyo centro hay una extraña hormiga, de un tamaño claramente superior a la media.

La 801 se acerca a ella con prudencia. Los olores de la extraña hormiga solitaria sólo son en parte auténticos. Sus ojos no brillan, su piel parece revestida por una pintura de color negro… La joven chlipukaniana quisiera comprender qué es. ¿Cómo es posible ser tan poco hormiga?

Pero las soldados ya la han descubierto. La coja se adelanta, sola, para entablar un duelo. La 801 salta sobre sus antenas y empieza a morderlas. Ruedan las dos por el suelo.

La 801 recuerda los consejos de su Madre: «Mira dónde golpea el adversario con predilección, a menudo ése es su propio punto débil…». Y, de hecho, desde que ha hecho presa en las antenas de la coja, ésta se debate furiosamente. Debe de tener las antenas hipersensibles, la desgraciada. La 801 se las rompe y consigue escapar. Pero ahora es una jauría de más de cincuenta asesinas lo que se lanza tras ella.

—¿Quieren ustedes saber dónde está el doctor Livingstone? Sigan los hilos que salen del espectrómetro de masas.

Observan, en efecto, que un tubo transparente, rodeando una plaza, llega hasta la pared, sube hasta el techo y finalmente se hunde en una especie de caja de madera de gran tamaño que está colgada en el centro del templo, encima del órgano. Esa caja está aparentemente llena de tierra. Los recién llegados violentan la posición del cuello para poder examinarla mejor.

—Pero habías dicho que había una roca indestructible por encima de nuestras cabezas —observa Augusta.

—Sí, pero también he dicho que hay una chimenea de ventilación que no se utiliza.

—Y si no se utiliza —sigue el inspector Galin, es porque la hemos bloqueado.

—Entonces, si no han sido ustedes…

… son ellas.

—¿Las hormigas?

—Exactamente. Una gigantesca ciudad de hormigas rojas se encuentra instalada encima de esta losa. Ya saben, las rojas, esos insectos que levantan grandes cúpulas con ramitas en los bosques…

—Según las estimaciones de Edmond, hay más de diez millones.

—¿Diez millones? ¡Podrían matarnos a todos nosotros!

—No. No tengan miedo. No hay nada que temer. En primer lugar, porque hablan con nosotros y nos conocen. Y también porque no todas las hormigas de la ciudad conocen nuestra existencia.

Mientras Jonathan pronuncia estas palabras, una hormiga cae de la caja del techo y aterriza en la frente de Lucie. Ésta intenta recogerla, pero la 801 enloquece y se pierde entre sus cabellos rojos, se desliza por el lóbulo de su oreja, baja a continuación por su nuca, se introduce por debajo de la ropa, contornea los senos y el ombligo, galopa por la fina piel de los muslos, llega hasta el tobillo y, desde ahí, salta al suelo. Trata un momento de orientarse… y corre hacia una de las bocas laterales de ventilación.

—¿Qué le pasa?

—Vaya usted a saber. En cualquier caso, la corriente de aire de la chimenea la ha atraído y no tendrá ningún problema para volver a salir.

—Pero por ahí no va a encontrar su Ciudad, sino que saldrá completamente desviada hacia el este de la Federación, ¿no?

La espía ha conseguido escapar. Si las cosas siguen así tendremos que atacar a la pretendida sexagésimo quinta ciudad…

Unos soldados con olor de roca presentan su informe, con las antenas gachas. Cuando se retiran, Belo-kiu-kiuni digiere un momento ese grave fracaso de su política del secreto. Luego, muy cansada, recuerda cómo empezó todo.

Siendo muy joven, tuvo que hacer frente a uno de esos fenómenos terroríficos que hacen pensar en la existencia de seres gigantescos. Fue exactamente después de su enjambrazón. Había visto una placa negra que aplastaba a muchas reinas fecundas, sin tan siquiera comérselas. Más adelante, tras crear su ciudad, había conseguido concertar una reunión sobre este tema, en la que la mayoría de las reinas —madre o hijas— estaban presentes.

Lo recuerda. Fue Zubi-zubi-ni quien habló en primer lugar. Y contó que muchas de sus expediciones habían experimentado lluvias de bolas rosas que habían causado más de un centenar de muertes.

Las otras hermanas habían insistido en lo mismo. Cada una de ellas presentaba su propia lista de muertos y lisiados debidos a las bolas rosas, parecían desplazarse sólo en grupos de cinco.

Otra hermana, Rubg-fayli-ni, había encontrado una bola solitaria e inmóvil a unas trescientas cabezas sobre el suelo. La bola rosa se prolongaba con una sustancia blanda y de fuerte olor. Entonces la habían perforado a fuerza de mandíbulas y habían acabado llegando a unos tallos duros y blancos… como si esos animales tuviesen un caparazón en su interior en lugar de tenerlo en el exterior de sus cuerpos.

Al acabar la reunión, y habiendo llegado las reinas a un acuerdo acerca de que esos fenómenos superaban su capacidad de comprensión, habían decidido observar un secreto absoluto para evitar que cundiese el pánico en los hormigueros.

Belo-kiu-kiuni, por su parte, pensó inmediatamente en organizar su propia Policía secreta, una célula de trabajo formada en esa época por cincuenta soldados. Su misión: eliminar a los testigos de los fenómenos de las bolas rosas o de las placas negras para evitar una crisis de pánico en la Ciudad.

Sólo que un día ocurrió algo increíble.

Una obrera de una ciudad desconocida había sido capturada por sus guerreras del olor a rocas. La Madre la había mantenido con vida, ya que lo que contaba era aún más raro que todo lo que había oído hasta entonces.

La obrera pretendía haber sido secuestrada por unas bolas rosas. Éstas la habían arrojado a una prisión transparente, en compañía de muchos centenares de otras hormigas. Las habían sometido a todo tipo de experimentos. Lo más frecuente era que las colocasen bajo una campana donde percibían aromas muy concentrados. Al principio fue muy doloroso, pero los aromas se fueron diluyendo poco a poco, y los olores se transformaron ¡en palabras!

En resumen, que mediante esos perfumes y esas campanas, las bolas rosas les habían hablado, presentándose como animales gigantes que se llamaban a sí mismos «humanos». Ellos (o ellas) declararon que había un pasadizo excavado en el granito bajo la Ciudad y que querían hablar con la reina. Ésta podía tener la seguridad de que no se le causaría ningún daño.

A continuación todo fue muy rápido. Belo-kiu-kiuni se había reunido con la «hormiga embajadora» de esa gente, el
Doctor Livingstone.
Era una extraña hormiga que se prolongaba en un intestino transparente. Pero era posible hablar con ella.

Habían estado hablando mucho tiempo. Al principio, no conseguían entenderse. Pero ambas compartían de manera manifiesta la misma exaltación. Y parecían tener tantas cosas que decirse…

Los humanos habían instalado a continuación la caja llena de arena en el hueco de la chimenea. Y madre había llenado de huevos esa nueva Ciudad. A escondidas de todos sus demás hijos.

Pero Bel-o-kan 2 era algo más que la ciudad de las guerreras con olor a roca. Se había convertido en la Ciudad-vínculo entre el mundo de las hormigas y el mundo de los humanos. Ahí era donde se encontraba permanentemente
Doctor Livingstone
(un nombre por otra parte bastante ridículo).

Extractos de conversación:

Extracto de la decimoctava conversación:
con la reina Belo-kiu-kiuni.

Hormiga:
¿La rueda? Es increíble que no hayamos pensado en utilizar la rueda. Cuando pienso que todas nosotras hemos visto a todos esos escarabajos empujar sus bolas, y ninguna de nosotras ha deducido de ahí la rueda…

Humano:
¿Cómo piensas utilizar esta información?

Hormiga:
De momento no lo sé.

Extracto de la quincuagésimo sexta conversación:
con la reina Belo-kiu-kiuni.

Hormiga:
Tu tono es triste.

Humano:
Debe de ser por un mal reglaje de mi órgano de olores. Desde que le he añadido el lenguaje emotivo, parece que la máquina no acaba de funcionar bien.

Hormiga:
Tu tono es triste.

Humano:

Hormiga:
¿Ya no emites?

Humano:
Creo que es sólo una coincidencia. Pero, sí, estoy triste.

Hormiga:
¿Qué te pasa?

Humano:
Yo tenía una hembra. Entre nosotros, los machos viven mucho tiempo, y vivimos en parejas, un macho y una hembra. Yo tenía una hembra y la he perdido, hace de eso unos años. La quería, y no puedo olvidarla.

Hormiga:
¿Qué quiere decir amar?

Humano:
Quizá que tentamos los mismos olores.

Madre se acuerda del final del
humano Edmond.
Eso fue cuando la primera guerra contra las enanas. Edmond había querido ayudarlas. Había salido del subterráneo. Pero a fuerza de manipular las feromonas estaba completamente impregnado de ellas. Hasta tal punto que, sin saberlo, pasaba en el bosque por… una hormiga roja de la Federación. Y cuando las avispas del abeto (con las que entonces estaban en guerra) descubrieron sus olores pasaporte, se abalanzaron todas contra él.

Le mataron, tomándole por una belokaniana. Debió de morir feliz.

Más adelante, ese Jonathan y su comunidad habían reanudado el contacto…

Vierte un poco más de hidromiel en los vasos de los tres nuevos, que no dejan de atosigarle con preguntas.

—Así que el
Doctor Livingstone
puede transcribir nuestras palabras ahí arriba…

—Sí, y nosotros recibimos las suyas. Sus respuestas aparecen en esta pantalla. Bien se puede decir que Edmond lo consiguió.

—¿Qué se decían? Y ¿qué se dicen ahora?

—Bien… Después de su éxito, las notas de Edmond pierden concreción. Se diría que ya no le interesaba anotarlo todo. Digamos que, al principio, se describieron el uno al otro y que cada uno describió su mundo. Así supimos que su ciudad se llama Bel-o-kan, que es el eje de una federación de muchos centenares de millones de hormigas.

—¡Es increíble!

—A continuación, ambas partes consideraron que era demasiado pronto para que la información se difundiese entre sus respectivas poblaciones. Así, establecieron un acuerdo que garantizaba el secreto absoluto sobre su «contacto».

—Por eso Edmond insistía tanto en que Jonathan construyese todos esos trucos —interviene un bombero. Sobre todo, no quería que la gente se enterase de todo demasiado pronto. Imaginaba con horror la porquería que la televisión, la radio y los periódicos harían con semejante noticia. ¡Las hormigas convertidas en una moda! Veía ya la publicidad, los llaveros, las camisetas, los espectáculos de las estrellas del rock…, todas las estupideces que se podían hacer en torno a este descubrimiento.

—Por su parte, Belo-kiu-kiuni, la reina, pensaba que sus hijas querrían inmediatamente luchar contra esos peligrosos extranjeros —añade Lucie.

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