Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
–Perdona otra vez, te dejaré en paz enseguida, pero tenía que preguntarte, ¿qué ropa crees que tengo que ponerle a Maja hoy? Hace bastante frío, pero, por otro lado, suele sudar mucho cuando juega, y claro, así es fácil resfriarse… –se excusó Patrik con una sonrisa bobalicona.
–Ponle una camiseta y unos pantalones finos debajo del mono. Y yo suelo ponerle el gorro de algodón, de lo contrario, pasa mucho calor.
–Gracias –dijo Patrik antes de cerrar la puerta de nuevo. Erica estaba a punto de empezar a escribir el primer renglón cuando oyó un berrido procedente de la planta baja. Los gritos iban
in crescendo
y, dos minutos después, empujó la silla con un suspiro y bajó la escalera.
–Espera, ya te ayudo. Últimamente está muy rebelde para dejarse vestir.
–Y que lo digas, ya me he dado cuenta –respondió Patrik, con la frente empapada de sudor; se había puesto la ropa de abrigo antes de emprender la lucha con una iracunda y forzuda Maja.
Cinco minutos después su hija estaba muy enojada, sin duda, pero al menos totalmente lista para salir, y Erica les dio un beso en la boca a cada uno antes de animarlos enérgicamente a salir por la puerta.
–Anda, dad ahora un buen paseo para que mamá pueda trabajar tranquilamente –le dijo a Patrik, que la miró molesto.
–Ya, bueno, perdona que… en fin, perdona, pero me llevará un par de días conocer todos los trucos, luego tendrás la tranquilidad que necesitas, te lo prometo.
–No te preocupes –contestó Erica, cerrando la puerta con decisión. Después de servirse una buena taza de café, subió de nuevo al despacho. Por fin podría empezar.
–¡Calla! ¡No hagas tanto ruido, joder!
–Bah, qué coño, según mi madre, los dos parecen estar de viaje. Llevan todo el verano sin recoger el correo, se ve que se les olvidó preverlo, pero ella se ha encargado de limpiar el buzón, desde junio. Así que tranquilo, podemos hacer todo el ruido que queramos. –Mattias se echó a reír, pero Adam seguía mostrándose escéptico. Aquella vieja casa tenía algo de espeluznante. Al igual que los viejos tenían algo de espeluznante. Mattias podía decir lo que quisiera, él pensaba andarse con todo el cuidado del mundo.
–¿Y cómo vamos a entrar? –Odiaba que se le notase el miedo en la voz por su tono quejumbroso, pero no podía evitarlo. A menudo deseaba parecerse un poco más a Mattias: valiente, osado, a veces rayano en lo temerario. Y, claro, también era él quien se llevaba a todas las chicas.
–Ya encontraremos el modo. Al final siempre se puede entrar en todos los sitios.
–Ya, claro, y lo puedes afirmar gracias a tu dilatada experiencia en robos, ¿no? –preguntó Adam entre risas, aunque procurando no subir la voz.
–Oye, que yo he hecho montones de cosas de las que tú no tienes ni idea –le contestó Mattias altanero.
«Sí, estupendo…», pensó Adam, aunque no se atrevió a contradecirlo. Mattias tenía en ocasiones una necesidad imperiosa de aparentar ser más gallito de lo que era, y sólo era cuestión de dejarlo. Adam lo conocía lo bastante como para no enzarzarse en una discusión con él.
–¿Qué crees que tiene ahí dentro? –preguntó Mattias con un destello en los ojos mientras rodeaban la casa de puntillas, en busca de una ventana o una puerta, algo que les permitiese salvar su impenetrabilidad.
–No lo sé. –Adam miraba angustiado a su alrededor. Cuantos más minutos pasaban, menos le gustaba aquello.
–Quizá un montón de cosas chulas de los nazis. Imagínate si tiene uniformes y cosas así. –No cabía malinterpretar el entusiasmo en la voz de Mattias. Desde que hicieron aquel trabajo escolar sobre las SS, andaba como obsesionado. Leía cuanto caía en sus manos sobre la Segunda Guerra Mundial y el nazismo, y el vecino del final de la calle, del que todo el mundo sabía que era experto en temas de Alemania y los nazis, se había convertido para él en una tentación irresistible.
–Puede que en casa no tenga nada de eso –apuntó Adam en un intento por argumentar en contra, aunque sabía de antemano que estaba condenado al fracaso–. Mi padre me dijo que fue profesor de historia hasta que se jubiló, y seguro que sólo tiene un montón de libros y eso. No tiene por qué haber ni rastro de cosas chulas.
–Pronto lo veremos. –Los ojos de Mattias brillaron cuando señaló victorioso una ventana que había en una de las fachadas laterales–. ¡Mira, ahí hay una ventana entreabierta!
Adam constató con espanto que Mattias tenía razón. Él había deseado en secreto que la casa resultase inaccesible.
–Necesitamos algo con que abrirla un poco más. –Mattias buscaba a su alrededor. El listón roto de una ventana, que ahora veían en el suelo, les dio la solución.
–Vale, y ahora vamos a ver. –Con precisión quirúrgica, se estiró hasta alcanzar la ventana e introdujo un extremo del listón por una de las esquinas. Y tiró hacia fuera. Pero la ventana no se movió. Estaba fija–. ¡Joder! Tiene que funcionar. –Con la lengua asomando por la comisura de los labios, volvió a intentarlo. Sujetar el listón por encima de su cabeza y tratar de hacer palanca le suponía un gran esfuerzo, y el muchacho jadeaba con ritmo irregular. Finalmente, logró introducir el listón algún centímetro más.
–¡Verán que hemos forzado la ventana para entrar! –protestó Adam con voz endeble, pero Mattias no pareció oírlo.
–¡Ahora sí que voy a abrir la puta ventana! –Con las sienes empapadas de sudor, volvió a empujar hasta que la ventana se abrió.
–
Yes!
–Mattias cerró el puño con gesto triunfal y se volvió a Adam entusiasmado.
–Ayúdame a subir.
–Pero… puede que haya algo a lo que subirse, una escalera o…
–Venga, joder, súbeme y luego yo tiro de ti.
Adam se colocó obediente contra la pared y cruzó las manos para aupar a Mattias. El zapato de su amigo se le clavó en la palma de la mano y le dibujó en la cara una expresión de dolor, pero se aguantó y empujó hacia arriba al tiempo que Mattias tomaba impulso.
Mattias logró agarrarse al alféizar de la ventana y subir apoyándose en el marco, primero con un pie y luego con el otro. Arrugó la nariz. Joder, qué olor. Allí apestaba de verdad. Apartó el estor y entrecerró los ojos en un intento por divisar algo. Le dio la impresión de haber ido a dar con la biblioteca, pero todos los estores estaban bajados, de modo que la sala aparecía envuelta en tinieblas.
–Oye, aquí dentro huele a rayos –dijo tapándose la nariz y volviéndose a medias hacia Adam, que seguía fuera.
–Pues entonces mejor pasamos –sugirió Adam desde abajo con un destello esperanzado en los ojos.
–¡De eso nada! Ahora que lo hemos conseguido. ¡Ahora es cuando empieza lo bueno! Venga, agárrate a mi mano.
Mattias se soltó la nariz y se cogió del marco de la ventana mientras le tendía a Adam la mano derecha.
–¿Podrás conmigo?
–Pues claro que sí. Venga, vamos. –Adam le cogió la mano y Mattias tiró con todas sus fuerzas. Por un instante, tuvieron la impresión de que aquello era misión imposible, pero Adam se agarró al alféizar y Mattias saltó al interior de la habitación para dejarle espacio. Cuando puso los pies en el suelo, algo crujió con un sonido raro. Miró al suelo. Estaba cubierto de una cosa extraña, pero la penumbra le impedía distinguir qué era. Hojas secas, seguro.
–¡Qué coño! –protestó Adam cuando saltó al suelo, aunque tampoco él pudo identificar qué causaba aquel crujido–. Joder, cómo apesta esto –añadió como si el aire viciado lo estuviese ahogando.
–Ya te lo he dicho –declaró Mattias en tono alegre. Había empezado a acostumbrarse al olor, que ya no le resultaba tan molesto.
–Venga, vamos a ver qué tiene el viejo aquí de interesante. Sube el estor.
–Pero ¿y si alguien nos ve?
–¿Y quién coño iba a vernos? Anda, sube el estor de una puta vez.
Adam obedeció. El estor subió con un silbido y una luz chillona invadió la habitación.
–Una habitación muy chula –opinó Mattias observando admirado a su alrededor. Toda la sala estaba cubierta de estanterías hasta el techo. En un rincón había dos sillones de piel agrupados en torno a una mesita redonda. En el otro extremo destacaba un escritorio enorme y la silla de despacho antigua estaba medio girada y les daba la espalda. Adam dio un paso al frente, pero el crujido lo hizo mirar al suelo otra vez. En esta ocasión, ambos vieron qué era lo que estaban pisando.
–¡Qué coño…! –El suelo estaba cubierto de moscas. Moscas negras, repugnantes moscas muertas. También en el alféizar había montones de moscas, y tanto Adam como Mattias se limpiaron las palmas de las manos en los pantalones de forma instintiva.
–Joder, qué asco. –Mattias exhibió una mueca elocuente.
–¿De dónde habrán salido tantas moscas? –Adam miraba el suelo con asombro. Luego su cerebro adoctrinado en las técnicas del
CSI
estableció una desagradable conexión. Moscas muertas. Olor repugnante. Desechó la idea, pero su mirada se dirigió implacable hacia la silla vuelta de espaldas.
–¿Mattias?
–¿Sí? –respondió el otro con irritación en la voz mientras, asqueado, intentaba encontrar un lugar en el que poner los pies sin tener que pisar un montón de cadáveres de moscas.
Adam no respondió, sino que se dirigió despacio hacia la silla. Una parte de él le gritaba que volviese atrás, que saliera por donde había llegado y que corriese hasta no poder más. Sin embargo, le pudo la curiosidad; era como si los pies, con voluntad propia, lo llevasen hasta la silla.
–Sí, ¿qué pasa? –repitió Mattias. Pero al ver el paso tenso y expectante de Adam, dejó de insistir.
Adam se hallaba aún a casi medio metro de la silla cuando extendió la mano. La vio temblar ligeramente. Despacio, muy despacio, milímetro a milímetro, la llevó hasta el respaldo. En la habitación sólo se oía el crujido que sus pies provocaban al caminar. Notó en las yemas el frescor de la piel de la silla. Aumentó la presión. Empujó la silla hacia la izquierda y esta empezó a girar hacia él. Dio un paso atrás. Muy lentamente, la silla terminó de girar y poco a poco fueron viendo lo que había. Adam oyó vomitar a Mattias a su espalda.
Un par de ojos grandes y lacrimosos seguían el menor de sus movimientos. Mellberg intentaba no hacerle caso, pero con éxito irregular. El perro estaba como clavado a su derecha y lo miraba con adoración. Al final, Mellberg se ablandó. Abrió el último cajón del escritorio, sacó una bola de coco y la arrojó al suelo, delante del chucho. Dos segundos más tarde, la bola había desaparecido y, por un instante, Mellberg pensó que el perro le sonreía. Figuraciones suyas, seguro. Al menos ya estaba limpio. Annika había hecho un buen trabajo lavándolo en la ducha con champú. Aun así, a Bertil le resultó un tanto desagradable despertarse aquella mañana y descubrir que, durante la noche, el perro se había metido en la cama y se había tumbado a su lado. No creía que el jabón acabase con las pulgas y otros bichos. ¿Y si tenía el pelaje lleno de pequeños insectos que ahora estuviesen relamiéndose al pensar en abalanzarse sobre la extensa humanidad de Mellberg? Sin embargo, su concienzudo examen previo no había revelado ninguna forma de vida entre los pelos, y Annika le dio su palabra de honor de que no había descubierto pulga alguna cuando lo lavó. Como quiera que fuese, ¡qué coño iba a dormir el perro en la cama! Hasta ahí podíamos llegar.
–Bueno, a ver, ¿qué nombre te pongo? –preguntó Mellberg, que enseguida se sintió estúpido al verse interpelando a un cuadrúpedo. Claro que el chucho necesitaba un nombre. Caviló mirando a su alrededor en busca de algo que le diese una pista, pero sólo le venían a la cabeza absurdos nombres de perro:
Fido, Ludde…
No, aquello no era gran cosa. Pero entonces rompió a reír. Acababa de ocurrírsele una idea brillante. En honor a la verdad, Mellberg echaba de menos a Lundgren, no mucho, pero algo, después de todo, desde que se vio obligado a despedirlo. Así que, ¿por qué no llamar al perro
Ernst?
Ese gesto revelaba cierto sentido del humor. Volvió a soltar una risotada.
–
Ernst
, ¿qué te parece a ti, muchacho? Funciona, ¿verdad? –Volvió a abrir el cajón y sacó otra bola de coco. Por supuesto que
Ernst
se merecía una bola de coco. Si el perro se ponía gordo, no era problema suyo. Al cabo de un par de días, Annika le habría encontrado algún lugar apropiado donde deshacerse de él y no tenía la menor importancia si el animal se comía unas cuantas bolas de coco hasta que llegase ese momento.
El estridente sonido del timbre del teléfono los hizo dar un respingo a los dos.
–Aquí Bertil Mellberg. –En un primer momento, no oyó bien lo que decía la voz por el auricular, sólo distinguió un parloteo aturullado e histérico.
–Perdona, tendrás que hablar más despacio. No entiendo lo que dices. –Escuchó con atención a la persona que llamaba y, cuando por fin comprendió, enarcó las cejas atónito.
–¿Has dicho un cadáver? –Se irguió en la silla. El chucho, que ahora se llamaba
Ernst
, se sentó muy derecho él también y empinó las orejas. Mellberg anotó una dirección en el bloc que tenía delante, concluyó la conversación con la orden «vosotros no os mováis de ahí», y se levantó de la silla de un salto.
Ernst
lo seguía pisándole los talones.
–Quédate ahí. –La voz de Mellberg resonó con insólita autoridad y, ante su sorpresa, comprobó que el perro se paraba en seco como aguardando instrucciones–. ¡Quieto! –ordenó Mellberg tanteando el terreno, al tiempo que señalaba la cesta que Annika había preparado para el chucho en un rincón de su despacho.
Ernst
obedeció de mala gana, fue remoloneando hasta la cesta y se tumbó descansando la cabeza sobre las patas con una mirada ofendida hacia su amo provisional. Bertil Mellberg se sintió extrañamente satisfecho con el hecho de que alguien, por una vez en la vida, obedeciese sus órdenes, y alentado por aquel ejercicio de autoridad, cruzó el pasillo a buen paso mientras gritaba a nadie y a todos al mismo tiempo:
–Han denunciado el hallazgo de un cadáver.
Por tres de las puertas asomaron otras tantas cabezas, una, de color rojo, la de Martin Molin; otra, gris, la de Gösta Flygare, y una tercera, negra como la noche, la de Paula Morales.
–¿Un cadáver? –preguntó Martin, saliendo el primero al pasillo. También Annika se encaminó al pasillo al oír la noticia desde recepción.
–Un adolescente acaba de llamar para denunciarlo. Se ve que estaban aburridos y se han metido en una casa situada entre Fjällbacka y Hamburgsund. Y resultó que en la casa había un cadáver.