Read Las huellas imborrables Online

Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (33 page)

BOOK: Las huellas imborrables
4.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Erica apartó la vista de su madre con tristeza y la fijó en la siguiente persona. Britta no miraba a la cámara. Miraba a Elsy. O a Frans. Era imposible determinarlo. Erica echó mano de la lupa que tenía sobre la mesa. La colocó sobre la cara de Britta y entornó los ojos para verla con la máxima claridad. Seguía resultando difícil asegurarlo, pero le pareció que la cara de Britta expresaba rabia. Tenía las comisuras de los labios hacia abajo y un toque de dureza y de indignación en la mandíbula. Y la mirada. Desde luego, Erica estaba casi segura, estaba mirando a Elsy o a Frans, o quizá a los dos.

Y la última persona de la foto. Más o menos de la misma edad que los demás. También rubio, como Frans, pero más bajo y de pelo rizado. Alto pero de constitución ágil y con una expresión reflexiva en la cara. Ni alegre ni triste. Meditabundo era el calificativo más atinado que acertó a pensar Erica para describirlo.

Volvió a leer el artículo. Hans Olavsen era un joven de la resistencia noruega que había huido a Suecia a bordo del pesquero
Elfrida
, de Fjällbacka.

El patrón del barco, Elof Moström, le había dado alojamiento. Según el autor del artículo, ahora celebraba el fin de la guerra junto a sus amigos de Fjällbacka.

Erica volvió a dejar la fotocopia sobre el montón. Había algo en la química del grupo de jóvenes, algo que le parecía… ¡No, demonios! No sabía explicarlo. Sería intuición, un sexto sentido, llámese como se quiera, pero Erica tenía el presentimiento de que allí, en aquella fotografía, se hallaba la respuesta a todas sus preguntas, que eran más cuanto más averiguaba. Sabía que tenía que seguir indagando sobre la instantánea, sobre la relación entre los amigos de su madre y sobre el miembro de la resistencia noruega, Hans Olavsen. Y sólo quedaban dos personas a las que preguntar. Axel Frankel o Britta Johansson, que era la que tenía más a mano. Erica tenía que conseguir que le explicase el porqué de la rabia de su expresión en aquella foto. Se le hacía un mundo tener que volver a visitar a una mujer tan perturbada, pero si le explicaba al marido de Britta por qué necesitaba hablar con su mujer, quizá lo entendiera. Quizá le permitiera volver a hablar con ella, en alguno de sus momentos de lucidez. «Mañana», se dijo Erica. Al día siguiente cogería el toro por los cuernos y volvería a su casa.

Algo le decía que Britta estaba en posesión de las respuestas que ella necesitaba.

Fjällbacka, 1944

Le habían minado la energía. La guerra. Todas las travesías por el mar, que había dejado de ser su amigo para convertirse en enemigo. Él siempre había amado el mar de Bohuslän. Su forma de moverse, su olor, su sonido cuando se estrellaba contra la roda del barco. Pero desde que estalló la guerra, la relación de amistad entre el mar y él había cambiado. Ahora le resultaba hostil. Ocultaba peligros bajo la superficie, minas, que podían volarlo en pedazos en cualquier momento, a él y a toda la tripulación. Y los alemanes que patrullaban las aguas no eran menos peligrosos. Nunca sabías qué podría ocurrírseles. El mar se había convertido en imprevisible de un modo totalmente distinto al que estaban acostumbrados y al que se esperaba de él. Tormentas, bajíos, a eso sí sabían enfrentarse, y sabían superarlo gracias a la experiencia atesorada a lo largo de generaciones. Y si la naturaleza los superaba, pues sí, en ese caso, lo asumían con serenidad y guardando la compostura.

Aquella nueva condición imprevisible era mucho peor. Y, aunque sobrevivieran a la travesía, aún los aguardaban más peligros cuando atracaban en los puertos donde debían cargar y descargar. Y el día que perdieron a Axel Frankel, cuando cayó prisionero de los alemanes, fue un recordatorio eficaz. Contemplando el horizonte, se permitió dedicarle al muchacho unos minutos en su pensamiento. Tan valiente. Tan invulnerable, en apariencia. Ahora nadie sabía dónde se encontraba. Había oído rumores de que lo habían llevado a Grini, pero ignoraba si era cierto y si, de serlo, aún seguía allí. Decían que habían empezado a trasladar a Alemania a algunos de los prisioneros. Quizá el muchacho ya estuviese allí. O tal vez ya no estuviese en ninguna parte… Después de todo, ya había pasado un año entero desde que se lo llevaron los alemanes y no había dado señales de vida a nadie desde entonces. Así que era lógico temerse lo peor. Elof respiró hondo. A veces se cruzaba con los padres del muchacho. El señor y la señora Frankel. El doctor y su señora. Pero no se atrevía a mirarlos a los ojos. Si podía, cruzaba al otro lado de la calle y se apresuraba a dejarlos atrás con la vista clavada en el suelo. En cierto modo, sentía que debía haber hecho más. No sabía qué, pero algo. Quizá hubiese debido evitar llevar al muchacho.

También cuando veía a su hermano se le encogía el corazón. Su hermano pequeño, tan serio. Erik. No es que el chico hubiese sido nunca unas sonajas, pero desde que desapareció su hermano, se había vuelto más taciturno aún. Había intentado hablar de ello con Elsy. Decirle que no le gustaba que se relacionase con esos muchachos, Erik y Frans. Y no era que tuviese nada contra Erik. Tenía una expresión amable en la mirada. Pero no era ese el caso de Frans. «Impenetrable» era la palabra que le venía a la mente para describir al chico. Pero ninguno de los dos le parecía compañía adecuada para Elsy. Procedían de clases sociales diferentes. De gentes completamente distintas. Hilma y él podrían haber nacido en un planeta distinto de los Frankel y los Ringholm. Y sus mundos no debían encontrarse. De ahí no podía salir nada bueno. Era distinto cuando, de muy niños, jugaban al tesoro escondido y al pilla-pilla, pero ya eran mayores. Y no podía salir bien.

Hilma se lo había advertido en varias ocasiones. Le había pedido que hablara con la muchacha. Pero Elof no había tenido valor para hacerlo. Ya lo tenían bastante difícil con la guerra. Y los amigos eran, seguramente, el único lujo que los jóvenes podían permitirse. Además, ¿quién era él para arrebatarle los amigos a Elsy? Claro que, tarde o temprano, tendría que hacerlo. Los chicos eran chicos. El pilla-pilla y el tesoro escondido pronto se convertirían en abrazos clandestinos, como él sabía por experiencia. Y es que también él fue joven en su día, por más que ahora se le antojase increíblemente remoto. Pronto deberían separarse aquellos dos mundos. Así eran las cosas y así debían ser. No era lícito alterar el orden natural.

–¡Capitán! Será mejor que venga.

Elof se vio interrumpido en su cavilación y miró hacia el lugar del cual procedía la voz. Uno de sus hombres le hacía señas ansioso para que acudiese. Elof frunció extrañado el entrecejo y se encaminó hacia el marinero. Estaban en alta mar y aún les faltaban unas horas de travesía para arribar al puerto de Fjällbacka.

–Llevamos con nosotros a uno más –dijo Calle Ingvarsson parcamente, señalando la bodega. Elof miró atónito. Encogido detrás de una de las pilas de sacos se escondía un joven que empezó a levantarse.

–He oído ruido y acabo de encontrarlo. Es tal la tos que tiene que no sé cómo no lo hemos oído desde la cubierta –aseguró Calle poniéndose una pulgarada de tabaco bajo el labio. Hizo una mueca de desagrado: la picadura durante la guerra no era más que un triste sustituto del tabaco.

–¿Quién eres y qué haces en mi barco? –preguntó Elof con acritud. Reflexionó sobre si pedir refuerzos a alguno de los hombres que había en cubierta.

–Me llamo Hans Olavsen y subí a bordo en Kristiansand –respondió el joven en perfecto noruego. Se levantó y le tendió la mano para estrechársela. Tras un instante de duda, Elof correspondió al gesto. El joven lo miraba a los ojos sin reservas.

–Esperaba poder llegar a Suecia. Los alemanes… Bueno, digamos que ya no puedo seguir en territorio noruego y que tengo la vida en alta estima.

Elof guardó silencio un buen rato, mientras pensaba. No le gustaba que lo engañasen de aquel modo, pero, por otro lado, ¿qué otra opción tenía aquel muchacho? ¿Acaso iba a habérsele acercado en el puerto, en presencia de todos los alemanes que lo vigilaban, para preguntarle educadamente si podía ir a Suecia en su barco?

–¿De dónde eres? –preguntó al fin sin dejar de examinar al joven de arriba abajo.

–De Oslo.

–¿Y qué has hecho para no poder seguir en Noruega?

–No es bueno hablar de lo que uno se ha visto obligado a hacer durante la guerra –repuso Hans con el semblante ensombrecido–. Pero digamos que he dejado de serle útil a la resistencia.

«Seguro que ha estado ayudando a gente a cruzar la frontera», se dijo Elof. Era una tarea peligrosa y, si los alemanes empezaban a sospechar de uno, lo más sensato era huir mientras se conservara la vida. Elof sintió que empezaba a ablandarse. Pensó en Axel, que tantas veces había viajado a Noruega sin considerar jamás las consecuencias para su persona, y que al final, había pagado un alto precio por ello. ¿Por qué iba a ser aquel joven peor que el joven hijo del doctor Frankel? Elof tomó la decisión sin más consideraciones.

–Bueno, puedes seguir con nosotros. Vamos a Fjällbacka. ¿Has comido algo?

Hans meneó la cabeza y tragó saliva.

–No, desde anteayer. El viaje desde Oslo ha sido… difícil. No se puede ir derecho –confesó bajando la mirada.

–Calle, procura que le traigan algo de comer al muchacho. Ahora tengo que encargarme de que lleguemos a casa enteros. Malditas sean las minas que los alemanes se empeñan en plantar en estas aguas… –Meneó la cabeza y empezó a bajar la escala. Se dio media vuelta y su mirada se cruzó con la del joven. Sintió una compasión sorprendente. ¿Qué edad tendría? Dieciocho, no más. Aun así, era mucho lo que llevaba escrito en una mirada que debería estar más limpia. La juventud perdida y la inocencia que debería llevar aparejada. Sin duda, la guerra había cosechado muchas víctimas. No sólo aquellos que estaban muertos.

Gösta se sentía ligeramente culpable. Si él hubiese cumplido con su obligación, quizá el tal Mattias no se encontrara ahora en el hospital. O, bueno, en realidad, ignoraba si eso había tenido algo que ver. Pero quizá, de haberlo hecho, hubiese averiguado que Per se había colado en la casa de los Frankel ya la primavera pasada, y quizá eso habría dado otra dirección al curso de los acontecimientos. De hecho, cuando estuvo en casa de Adam tomándole las huellas, el chico mencionó que alguien había estado ya allí y que, según ese alguien, la casa estaba llena de «cosas chulas». Y eso era lo que había estado rumiando inconscientemente, la idea que lo acechaba y se le escapaba todo el tiempo. Si hubiese estado un poco más atento. Si hubiese sido más exhaustivo… En definitiva, si hubiese hecho su trabajo. Exhaló un suspiro. Ese suspiro especial a lo Gösta que había perfeccionado gracias a años enteros de entrenamiento. Sabía lo que tenía que hacer ahora. Debía intentar enderezar las cosas en la medida de lo posible.

Salió del garaje y cogió el coche de policía que quedaba. Martin y Paula se habían llevado el otro a Uddevalla. Cuarenta minutos más tarde, aparcaba delante del hospital de Strömstad. La recepcionista lo informó de que el estado de Mattias era estable y le indicó cómo llegar a su habitación.

Respiró hondo antes de abrir la puerta. Seguramente habría allí alguien de su familia. A Gösta no le gustaba ver a los familiares. Todo resultaba siempre tan emocionalmente cargado, era tan difícil mantener la distancia con respecto al trabajo… Aun así, en algunas ocasiones había sorprendido a sus colegas y a sí mismo dando muestras de cierta sensibilidad en el contacto con personas que se hallaban en situaciones difíciles. Si tuviese fuerza y energía, tal vez habría podido usar ese talento en el trabajo y convertirlo en un recurso. Ahora, en cambio, era como un huésped raro al que él mismo no acogía demasiado bien.

–¿Lo habéis cogido? –Un hombre corpulento con traje y la corbata torcida se levantó al ver entrar a Gösta. Hasta ese momento, el hombre abrazaba a una mujer llorosa que, por la semejanza con el chico que yacía en la cama, debía de ser su madre. Aunque el parecido que Gösta advirtió procedía más bien del recuerdo del encuentro con el muchacho ante la casa de los Frankel. Porque, en efecto, el muchacho que yacía en la cama no se parecía a nadie. La cara era una pura inflamación, completamente llena de heridas con una zona amoratada. Tenía los labios tan hinchados que estaban al doble de su tamaño normal y no parecía capaz de ver más que parcialmente y por un ojo. El otro se veía totalmente cerrado por la inflamación.

–Cuando yo pille a ese… pandillero asqueroso… –maldijo el padre de Mattias cerrando los puños. Tenía los ojos llenos de lágrimas y Gösta volvió a reparar en el detalle de que aquello de las víctimas y los familiares y sus sentimientos era algo con lo que prefería no tener nada que ver.

Pero allí estaba. Y cuanto antes acabase, tanto mejor. Sobre todo, teniendo en cuenta que los remordimientos crecían por segundos mientras contemplaba el rostro maltratado de Mattias.

–Deje que la policía haga su trabajo –respondió Gösta sentándose en la silla que había junto a los padres del chico. Se presentó con su nombre y apellido, y miró a los ojos a los padres de Mattias a fin de asegurarse de que lo estaban escuchando.

–Hemos estado interrogando a Per Ringholm en la comisaría. Se ha confesado autor de la agresión, lo que tendrá consecuencias para él. En estos momentos, ignoro cuáles serán, eso es decisión del juez.

–Pero, lo tendrán encerrado, ¿verdad? –preguntó la madre de Mattias con voz trémula.

–Ahora mismo, no. El juez dictamina el encarcelamiento de un menor sólo en casos excepcionales. En la práctica, es una medida insólita. De modo que Per se ha ido a casa con su madre, mientras continúa la investigación. De todos modos, nos hemos puesto en contacto con los servicios sociales.

–O sea, que él se va a casa con su madre, mientras que mi hijo está aquí con… –La voz del padre de Mattias se quebró de pronto. El hombre miraba alternativamente a Gösta y a su hijo, sin comprender nada.

–Por el momento, sí. Pero habrá consecuencias. Se lo garantizo. En cualquier caso, ahora quisiera hacerle unas preguntas a su hijo, si es posible, para comprobar que no hemos dejado ningún cabo suelto.

Los padres de Mattias se miraron y asintieron.

–Vale, pero sólo si se siente con fuerzas. Sólo está despierto a ratos. Está tomando analgésicos.

–Iremos al ritmo que él aguante –aseguró Gösta en tono tranquilizador, al tiempo que acercaba la silla a la cama. Le costó un poco entender las palabras que el muchacho iba balbuciendo, pero finalmente su versión le confirmó cómo había sucedido todo. Y coincidía al cien por cien con lo que les había confesado Per.

BOOK: Las huellas imborrables
4.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Heart's Magic by Gail Dayton
A Game Most Dangerous by Megan Derr
The Star Group by Christopher Pike
Hit the Beach by Laura Dower
Awake in Hell by Downing, Helen
The Trinity Six by Charles Cumming