Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
–¿Y entonces? ¿Qué quiere decir que «es responsable»? ¿Qué implica eso? –preguntó Erica, una vez recuperada el habla–. Y lo de que Hans no estaba en la resistencia… ¿lo sabría mi madre? ¿Cómo…? –Calló meneando la cabeza.
–¿Tú qué crees, después de haber leído los diarios? ¿Crees que lo sabía? –quiso saber Patrik sentándose.
Erica reflexionó un segundo, pero luego negó con un gesto.
–No –replicó con firmeza–. No creo que mi madre lo supiera. En absoluto, seguro que no.
–La cuestión es si Frans llegó a averiguarlo –dijo Patrik pensando en voz alta–. Pero ¿por qué no escribe claramente que los mató, si fue eso lo que quiso decir? ¿Por qué dice que es responsable?
–¿Te ha dicho Martin cómo van a proceder a partir de ahora?
–No, sólo que Paula había encontrado una posible pista y que iban a salir a comprobarla, y que me llamaría si averiguaba más. Sonaba bastante animado, la verdad –añadió Patrik con una punzada en el estómago. Hallarse fuera del centro de los acontecimientos le producía una sensación extraña y poco llevadera.
–Te oigo los pensamientos –observó Erica con guasa.
–Sí, la verdad es que mentiría si dijera que no me habría gustado estar ahora en la comisaría –reconoció Patrik–. Pero tampoco quisiera que la situación fuera distinta, como creo que sabes.
–Sí, lo sé –asintió Erica–. Y te comprendo. No tiene nada de extraño.
En ese momento, procedente de la habitación de Maja se oyó un alarido, como una confirmación de lo que acababan de decir. Patrik se puso de pie.
–Lo que te decía, se acabó el recreo.
–Venga, vuelve a la mina –rio Erica–. Pero tráeme a la pequeña negrera que le dé un beso.
–Eso haré –aseguró Patrik. Cuando salía oyó que Erica contenía la respiración.
–Sé quién es mi hermano –declaró. Se echó a reír sin dejar de llorar y repitió–: Patrik, sé quién es mi hermano.
Martin recibió la noticia de que tenían la orden de registro cuando iban en el coche. Habían decidido probar suerte y confiar en que la obtendrían, así que ya habían salido. Ninguno de los dos habló por el camino; sumidos en honda reflexión, intentaban atar cabos, distinguir la imagen que ya empezaba a perfilarse.
Nadie respondió cuando llamaron.
–Parece que no hay nadie en casa –constató Paula.
–Y ¿cómo entramos? –preguntó Martin observando pensativo la robusta puerta, que parecía difícil de forzar.
Paula sonrió, extendió el brazo y tanteó las vigas que sobresalían por encima de la puerta.
–Con la llave –dijo mostrándole su hallazgo.
–¿Qué haría yo sin ti? –repuso Martin con total sinceridad.
–Probablemente, fracturarte un brazo intentando entrar forzando la puerta –replicó mientras abría.
Entraron en la casa. Reinaba un silencio aterrador, hermético y agobiante, y se quitaron las cazadoras en el vestíbulo.
–¿Nos dividimos? –propuso Paula.
–Yo me encargo de la primera planta y tú de la planta baja.
–¿Qué buscamos? –De repente Paula parecía indecisa. Estaba convencida de que iban sobre la pista correcta, pero ahora que se encontraban allí, no se sentía tan segura de que fuesen a dar con nada que lo demostrase.
–No lo sé –Martin parecía víctima de la misma inseguridad–. Pero miraremos con suma atención a ver qué encontramos.
–Vale –Paula asintió y empezó a subir la escalera hacia la primera planta.
Una hora más tarde, bajó de nuevo.
–Nada, por ahora. ¿Quieres que siga buscando arriba, o cambiamos un rato? O quizá tú has encontrado algo de interés…
–No, todavía no –respondió Martin meneando la cabeza–. Creo que es buena idea que cambiemos, pero… –señaló pensativo hacia una puerta que había en el vestíbulo–. Podríamos mirar antes en el sótano. Ahí no hemos estado.
–Buena idea –convino Paula abriendo la puerta que conducía al sótano. La escalera estaba negra como boca de lobo, pero encontró un interruptor que había en el vestíbulo, justo en la pared de la escalera, y encendió la luz. Bajó antes que Martin y se detuvo unos segundos al pie de la escalera mientras aguardaba a que la vista se habituase a aquella luz mortecina.
–Qué canguelo da este sitio –reconoció Martin, que iba detrás de ella. Paseó la vista por las paredes y lo que vio lo dejó boquiabierto.
–Chist –siseó Paula llevándose un dedo a los labios. Frunció el entrecejo–. ¿Has oído algo?
–No… –contestó Martin aguzando el oído–. No, no he oído nada.
–Me ha parecido oír que cerraban la puerta de un coche. ¿Seguro que no lo has oído?
–Bueno, seguro que han sido figuraciones tuyas… –Se interrumpió de pronto al oír el sonido inconfundible de unos pasos en el piso de arriba.
–Con que figuraciones, ¿eh? Será mejor que subamos –insistió Paula poniendo el pie en el primer peldaño. Pero en ese mismo momento, la puerta del sótano se cerró de golpe y ambos oyeron cómo la cerraban con llave.
–¡Qué coño…! –Paula subió los escalones de dos en dos pero en ese momento también se apagó la luz. Se quedaron inmóviles en la oscuridad.
–¡Joder, qué mierda! –rugió Paula. Martin la oyó aporrear la puerta–. ¡Déjenos salir! ¿Me oye? ¡Somos la policía! ¡Abra la puerta y déjenos salir!
Pero cuando Paula calló para recobrar el aliento y volver al ataque, oyó claramente la portezuela de un coche al cerrarse y el chirrido al arrancar y alejarse.
–Mierda –reiteró Paula mientras bajaba a tientas por la escalera.
–Tendremos que llamar y pedir ayuda –dijo Martin echando mano de su teléfono, cuando cayó en la cuenta de que se lo había dejado en la cazadora, que estaba en la entrada.
–Tendrás que llamar tú, el mío está en el bolsillo de la cazadora, en el pasillo –dijo Martin. No oyó más que silencio, ninguna respuesta de Paula, y sintió que empezaba a preocuparse.
–No me digas que tú también…
–Pues sí –asintió Paula con voz apagada–. El mío también está en el bolsillo de la cazadora…
–¡Joder! –Martin subió a tientas la escalera para intentar abrir de un empellón.
–¡Ay, coño! –gritó. Lo único que consiguió fue un hombro dolorido. Así que bajó malherido adonde estaba Paula.
–Imposible derribarla.
–¿Y qué hacemos ahora? –dijo Paula con amargura. De pronto, empezó a jadear nerviosamente–. ¡Johanna!
–¿Quién es Johanna? –preguntó Martin desconcertado.
Paula se quedó callada unos segundos, antes de decir:
–Mi pareja. Vamos a tener un niño dentro de dos semanas, pero nunca se sabe… Y le había prometido que siempre estaría localizable por teléfono.
–Seguro que todo está bien. –La tranquilizó Martin intentando digerir aquella información tan personal que acababa de darle su colega–. Las primerizas suelen dar a luz después de haber salido de cuentas.
–Sí, esperemos –repuso Paula–. De lo contrario, pedirá mi cabeza en una bandeja. Suerte que siempre puede localizar a mi madre. En el peor de los casos.
–Venga, no pienses en eso. –La consoló Martin–. No creo que tengamos que estar aquí tanto tiempo y si aún faltan dos semanas, seguro que puedes estar tranquila.
–Pero… nadie sabe que estamos aquí –observó Paula sentándose en el último peldaño–. Y, mientras nosotros estamos aquí, el asesino se larga.
–Míralo por el lado positivo: al menos ahora no cabe la menor duda de que teníamos razón –añadió Martin en un intento por animarla. Paula no se dignó responder siquiera.
En el piso de arriba empezó a sonar el timbre estresante de su móvil.
Mellberg dudaba al otro lado de la puerta. Todo había ido tan bien en la clase del viernes. Pero no había visto a Rita desde entonces, a pesar de haber dado varios paseos por su ruta habitual. Y la echaba de menos. Le sorprendía sentirse así, pero ya no podía cerrar los ojos al hecho de que la echaba mucho, mucho de menos. Y se diría que
Ernst
iba por el mismo camino, porque había estado tironeando ansioso en dirección a su casa. Y Mellberg no opuso excesiva resistencia a dicho afán. Pero ahora, de repente, se sentía inseguro. Por un lado, no sabía si estaría en casa, y por otro, se sentía súbita e insólitamente tímido y temeroso de parecer un entrometido. Pero se sacudió esa extraña sensación y pulsó el botón del portero automático. Nadie respondió y acababa apenas de darse la vuelta para marcharse cuando se oyó un carraspeo y una voz jadeante resonó en el interfono.
–¿Hola? –dijo acercándose de nuevo a la puerta–. Soy Bertil Mellberg.
En un primer momento, no hubo respuesta; luego, una voz apenas audible que decía: «Sube». Y después un lamento. Mellberg frunció el entrecejo. Qué raro. Y tirando de
Ernst
, subió las dos plantas hasta el piso de Rita. La puerta estaba entreabierta y Mellberg entró extrañado.
–¿Hola? –saludó indeciso y, al principio, nadie le respondió. Luego oyó un grito cerca y, cuando miró al lugar de donde procedía, descubrió la presencia de una persona tumbada en el suelo.
–Tengo… contracciones… –gimió Johanna, que se había encogido hasta convertirse en una bola diminuta, mientras jadeaba para sobreponerse a una contracción.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó Mellberg notando que la frente se le perlaba de sudor–. ¿Dónde está Rita? ¡La llamo ahora mismo! Y Paula, tenemos que encontrar a Paula y llamar a una ambulancia… –balbució mirando a su alrededor en busca del teléfono más cercano.
–Lo he intentado… no la localizo… –gimió Johanna, pero no podía continuar hasta que hubiese pasado la contracción. Con mucho esfuerzo, se apoyó en la manivela del armario que tenía a su lado y se puso de pie agarrándose la barriga mientras miraba a Bertil con salvaje indignación.
–¿Crees que no he intentado llamarlas a las dos? ¡Pero nadie contesta! ¿Es tan difícil…? Joder, hostias… –El rosario de imprecaciones se vio interrumpido por una nueva contracción, y Johanna volvió a caer de rodillas y empezó a respirar de manera acelerada.
–Llévame… al hospital… –rogó señalando agotada las llaves que estaban en la mesita de la entrada. Mellberg las miraba como si, en cualquier momento, fuesen a transformarse en una serpiente venenosa presta a atacar, pero luego, como a cámara lenta, vio que su mano se movía hacia las llaves. Sin saber de dónde procedía aquella capacidad de iniciativa, llevó a Johanna más o menos arrastrándola hasta el coche que estaba en el aparcamiento y la metió como pudo en el asiento trasero. A
Ernst
tuvo que dejarlo en el piso. Y, pisando a fondo el acelerador, puso rumbo al hospital de la zona norte de la región de Älvsborg. Se sentía cada vez más próximo a sufrir un ataque de pánico, a medida que los jadeos de Johanna sonaban más entrecortados, y la gran cantidad de kilómetros que separaban Vänersborg de Trollhättan se le antojó infinita. Pero llegó por fin a la entrada del hospital y de nuevo tuvo que arrastrar a Johanna, que, con los ojos desencajados de terror, fue con él hasta la ventanilla.
–Va a dar a luz –comunicó Mellberg a la enfermera que había al otro lado del cristal. La mujer miró a Johanna y puso cara de pensar que aquella información era, cuando menos, superflua.
–Venid conmigo –les ordenó indicándoles una habitación contigua.
–Yo creo que… debo irme… –farfulló Mellberg nervioso cuando la enfermera le dijo a Johanna que se quitara los pantalones. Pero ella lo agarró del brazo justo cuando estaba a punto de escabullirse por la puerta y le susurró en voz baja, obligada por el dolor:
–Tú… no vas a ninguna parte… No pienso… hacerlo sola…
–Pero… –comenzó a protestar Mellberg, aunque enseguida comprendió que no sería capaz de dejarla allí. De modo que, con un suspiro, se sentó en una silla e intentó mirar a otro lado mientras las enfermeras procedían a examinar a Johanna a conciencia.
–Siete centímetros de dilatación –informó la matrona mirando a Mellberg, como suponiendo que el dato le interesaría. Mellberg asintió, aunque preguntándose qué implicaciones tendría aquello. ¿Sería positivo? ¿Negativo? ¿Cuántos centímetros hacían falta? Y, con creciente horror, comprendió que, antes de que aquel episodio hubiese concluido, terminaría sabiendo no sólo la respuesta a esas preguntas, sino a muchas, muchas más.
Sacó el móvil del bolsillo y volvió a marcar el número de Paula, donde sólo respondió el contestador. Otro tanto ocurrió con el de Rita. Pero ¿qué clase de personas eran? ¿Cómo tenían el teléfono apagado cuando sabían que Johanna podía dar a luz en cualquier momento? Mellberg se guardó el teléfono en el bolsillo y volvió a plantearse si no debería largarse al primer descuido.
Dos horas después, aún seguía allí. Los habían metido en una sala de dilatación, donde Johanna lo tenía firmemente cogido de la mano. Mellberg no podía por menos de compadecerla. Acababan de explicarle que aquellos siete centímetros debían llegar a diez, sólo que para los tres últimos las contracciones habían decidido tomárselo con calma. Johanna se enchufaba continuamente a la máscara de óxido nitroso, tanto que a Mellberg le entraron ganas de probarla.
–No puedo más… –reconoció Johanna con la mirada turbia por el gas hilarante. El pelo, empapado de sudor, se le había pegado a la frente, y Mellberg se la secó con una toalla.
–Gracias… –le dijo mirándolo de tal modo que Mellberg olvidó toda idea de huida. No podía evitar sentir cierta fascinación por cuanto estaba sucediendo ante su vista. Claro que él sabía que lo de traer niños al mundo era un proceso doloroso, pero jamás tuvo conciencia del esfuerzo hercúleo que exigía y, por primera vez en su vida, sintió un profundo respeto por el sexo femenino. Él jamás habría superado aquello, de eso estaba convencido.
–Inténtalo… Llama otra vez… –le rogó Johanna antes de volver a aspirar óxido nitroso: el artilugio que tenía fijado a la barriga indicaba que estaba a punto de sufrir otra contracción de las buenas.
Mellberg le soltó la mano y empezó a marcar los números a los que ya había tratado de llamar infinidad de veces en las últimas horas. Seguían sin contestar y meneó abatido la cabeza.
–¿Dónde coño…? –comenzó Johanna antes de que empezara otra contracción, de modo que las palabras se transformaron en un lamento.
–¿Seguro que no quieres que te pongan la…
pecoral
esa o como se llame lo que te han ofrecido? –preguntó Mellberg preocupado mientras volvía a secarle el sudor de la frente.
–No… ya me queda muy poco… puede detenerse… Y se llama epidural… –Johanna encorvó la espalda con una nueva oleada de quejidos. La matrona volvió a entrar para comprobar el grado de dilatación de Johanna, tal como venía haciendo regularmente desde que llegaron.