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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (58 page)

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Lucien se prohibía pensar en el mañana. Veía además como sus supuestos amigos se comportaban de la misma forma que él, gracias a prospectos muy bien pagados y a primas dadas a ciertos artículos necesarios para arriesgadas especulaciones, comiendo al día y poco preocupados por el porvenir. Una vez admitido como igual en el periodismo y en la literatura, Lucien se dio cuenta de las enormes dificultades que tenía que vencer en el caso de que quisiera subir de posición: todo el mundo consentía en considerarle como un igual, pero nadie le quería como superior. De manera insensible, renunció pues a la gloria literaria, creyendo la fortuna política más fácil de conseguir.

—La intriga levanta menos pasiones contrarias que el talento, sus sordos manejos no despiertan la atención de nadie —le dijo un día Châtelet, con quien Lucien había hecho las paces—. La intriga es, además, superior al talento: de la nada crea cualquier cosa, mientras que la mayor parte del tiempo los inmensos recursos del talento sólo sirven para hacer la desgracia del hombre.

Por esta vida en la que siempre el mañana iba tras las huellas de la víspera, en medio de una orgía, sin encontrar nunca el trabajo prometido, Lucien se dedicó pues a su principal idea: era un asiduo del gran mundo, cortejaba a la señora de Bargeton, a la marquesa de Espard y a la condesa de Montcornet, sin faltar a ninguna de las veladas de la señorita Des Touches; se presentaba en aquellos lugares selectos después de una reunión de placer o de una cena dada por los autores o por los libreros; abandonaba los salones por una cena, fruto de cualquier apuesta; la conversación parisiense y el juego le absorbían las pocas ideas y fuerzas que le dejaban sus excesos. El poeta no tuvo ya esa lucidez de inteligencia, esa frialdad de cerebro necesarias para observar a su alrededor, para desplegar el exquisito tacto que los arribistas deben emplear en todo instante; le fue imposible reconocer los momentos en que la señora de Bargeton volvía a él y se le alejaba herida, le concedía su gracia o le volvía a condenar de nuevo.

Châtelet se dio cuenta de las oportunidades que quedaban a su rival, y se hizo amigo de Lucien para mantenerlo ven la disipación en la que su energía se iba perdiendo. Rastignac, celoso de su compatriota, y que además encontraba en el barón un aliado más seguro y más útil que Lucien, abrazó la causa de Châtelet. Por lo tanto, unos días después del encuentro del Petrarca y la Laura de Angulema, Rastignac había reconciliado al poeta y al antiguo guapo del Imperio en medio de una magnífica cena en el Rocher de Cancale.

Lucien, que se retiraba siempre a la mañana y se levantaba a media tarde, no sabía resistirse a un amor a domicilio, siempre dispuesto. Con tal motivo, el resorte de su voluntad, doblegado por una pereza que le hacía indiferente a las grandes resoluciones tomadas en los momentos en que veía su posición bajo su verdadero aspecto, se anuló por completo y pronto no reaccionó más que ante las más fuertes presiones de la miseria.

Después de haberse sentido muy dichosa de ver a Lucien divirtiéndose, después de haberle animado, viendo en esta disipación una garantía para la duración de su unión y unos lazos en las necesidades que le creaba, la dulce y tierna Coralie tuvo el valor de recomendar a su amante que no olvidara el trabajo, y se vio obligada a decirle que durante el mes había ganado muy poco.

El amante y la querida se endeudaron con espantosa rapidez. Los mil quinientos francos que quedaban del precio de
Las Margaritas
y los primeros quinientos francos que ganó Lucien, habían sido devorados prontamente. En tres meses, sus artículos no producían al poeta más de mil francos, y creyó haber trabajado enormemente. Pero Lucien había adoptado la jurisprudencia despreocupada que los vividores tenían para con las deudas. Las deudas son bonitas en los muchachos de veinticinco años; después, nadie se las perdona.

Hay que señalar que ciertas almas, verdaderamente poéticas pero en las que la voluntad se debilita, ocupadas en sentir para expresar sus sensaciones por medio de imágenes, carecen esencialmente del sentido moral que debe acompañar a toda observación. Los poetas prefieren recibir impresiones que penetrar en los otros y estudiar el mecanismo de los sentimientos. De ese modo, Lucien no preguntó a los vividores cuántos de entre ellos solían desaparecer, no vio el porvenir de aquellos pretendidos amigos, que unos tenían herencias, los otros esperanzas ciertas, éstos reconocido talento, aquéllos la más intrépida fe en su porvenir y el premeditado propósito de burlar las leyes. Lucien creyó en su porvenir, fiándose de estos profundos axiomas de Blondet: «Todo acaba por arreglarse». «Nada pierden los que nada tienen». «Sólo podemos perder la fortuna que buscamos». «Siguiendo la corriente se acaba por llegar a alguna parte». «Una persona de ingenio, que tiene entrada en el gran mundo, hace fortuna cuando quiere».

Este invierno, colmado de tantos placeres, fue necesario a Théodore Gaillard y a Hector Merlin para encontrar los capitales que exigían la fundación de
El Despertar
, cuyo primer número no apareció hasta marzo de 1822. Este negocio se trataba en casa de la señora de Val-Noble. Esta elegante e ingeniosa cortesana, que decía enseñando sus magníficas estancias: «He aquí los cuentos de
Las mil y una noches
», ejercía cierta influencia sobre los banqueros, los grandes señores y los escritores del partido realista, acostumbrados todos a reunirse en su salón para tratar de ciertos asuntos que sólo podían ser tratados allí.

Hector Merlin, a quien habían prometido la jefatura de redacción de
El Despertar
, debía sostener a Lucien como brazo derecho, pues se había convertido en su íntimo amigo, y a quien se prometía también el folletín de uno de los periódicos ministeriales. Este cambio de frente en la posición de Lucien se preparaba sordamente a través de los placeres de su vida. Este muchacho se creía un gran político al disimular este golpe teatral y contaba mucho con las esplendideces ministeriales para arreglar sus cuentas y borrar las secretas preocupaciones de Coralie. La actriz, siempre sonriente, ocultaba sus apuros; pero Bérénice, más atrevida, informaba a Lucien.

Como todos los poetas, este gran hombre en ciernes se conmovía un momento con los desastres, prometía trabajar, olvidaba su promesa y ahogaba esta preocupación pasajera en sus francachelas. Los días en que Coralie percibía unas nubes en la frente de su amante, reñía a Bérénice y decía a su poeta que todo se arreglaba.

La señora de Espard y la señora de Bargeton esperaban la conversión de Lucien para hacer pedir al ministro por Châtelet, decían ellas, la tan deseada orden para el cambio de apellido. Lucien había prometido dedicar sus Margaritas a la marquesa de Espard, que parecía muy halagada por una distinción que los autores han convertido en rara una vez en el poder. Cuando Lucien iba por la noche a casa de Dauriat y preguntaba cómo estaba su libro, el librero le presentaba excelentes razones para retrasar su impresión. Dauriat tenía esta u otra operación en marcha, que le acaparaba todo su tiempo; se iba a publicar un nuevo libro de Canalis, con el que no se podía indisponer; las segundas! Meditaciones del señor de Lamartine estaban en prensa y dos importantes obras de poesía no tenían que coincidir, y además, el autor tenía que fiarse de la habilidad de su librero. Sin embargo, mientras tanto, las necesidades de Lucien se hacían tan perentorias que tuvo que recurrir a Finot, quien le hizo algunos adelantos a cuenta de sus artículos. Cuando por las noches el poeta-periodista explicaba durante la cena su situación a sus amigos los vividores, ahogaban sus escrúpulos en olas de champán helado, con bromas.

—¡Las deudas! Ciertamente no existe ningún hombre importante sin ellas. Las deudas representan necesidades satisfechas, vicios exigentes. Un hombre no triunfa más que oprimido por la mano de la necesidad.

—¡A los grandes hombres, el Monte de Piedad, agradecido! —le gritó Blondet.

—Quererlo todo es deberlo todo —decía Bixiou.

—No, deberlo todo es haberlo tenido todo —replicaba Des Lupeaulx.

Los vividores sabían probar a este muchacho que sus deudas serían el aguijón de oro con el que picaría los caballos enganchados al carro de su fortuna. Y luego aducían el caso de César, con sus cuarenta millones de deudas, y el de Federico II recibiendo de su padre un ducado al mes; y siempre los famosos, los corruptores ejemplos de los grandes hombres mostrados en sus vicios y no en todo el vigor de su valor y de sus concepciones. Finalmente, el coche, los caballos y el mobiliario de Coralie fueron embargados por diversos acreedores, por sumas cuyo total alcanzaba los cuatro mil francos. Cuando Lucien recurrió a Lousteau para pedirle el billete de mil francos que le había prestado, Lousteau le enseñó documentos timbrados que atestiguaban en casa de Florine una situación análoga a la de Coralie; pero Lousteau, agradecido, le propuso hacer gestiones necesarias para colocar su libro
El arquero de Carlos IX
.

—¿Cómo ha llegado Florine hasta ese punto? —preguntó Lucien.

—El Matifat se ha asustado —contestó Lousteau—; le hemos perdido, pero si Florine quiere pagará cara su traición. Ya te contaré el asunto.

Tres días después de la inútil gestión hecha por Lucien en casa de Lousteau, los dos amantes desayunaron tristemente junto al fuego en su bello dormitorio; Bérénice les había hecho unos huevos al plato en la chimenea, ya que la cocinera, el cochero y el resto de los criados se habían marchado. Era imposible poder disponer del mobiliario embargado. Ya no quedaba en la casa ningún objeto de oro o plata, ni ningún valor intrínseco; pero todo estaba representado por papeletas del Monte de Piedad, que formaban un pequeño volumen en octavo muy instructivo. Bérénice había conservado dos cubiertos. El pequeño diario proporcionaba inapreciables servicios a Lucien y a Coralie conservando al sastre, la modista y la costurera, que temblaban ante la idea de enojar a un periodista que podía desacreditar sus negocios.

Lousteau llegó durante el desayuno, exclamando:

—¡Hurra! ¡Viva
El arquero de Carlos IX
! He hecho cien francos de libros, amigos míos —dijo—. Repartamos.

Dio cincuenta francos a Coralie y envió a Bérénice por un almuerzo más sustancioso.

—Ayer, Hector Merlin y yo comimos con libreros y preparamos la venta de tu novela mediante hábiles insinuaciones. Tú estás en tratos con Dauriat, pero Dauriat regatea, no quiere dar más de cuatro mil francos por dos mil ejemplares, y tú quieres seis mil francos. Te hemos hecho dos veces más grande que Walter Scott. ¡Oh! ¡Llevas dentro novelas incomparables! No ofreces un libro, sino un negocio; no eres el autor de una novela, más o menos ingeniosa, ¡serás una colección! Esta palabra, colección, ha causado efecto. Así pues, no olvides tu papel, tienes en cartera:
La gran mademoiselle
o
Francia bajo Luis XIV
,
Cotillón
o
Los Primeros días de Luis XV
.
La Reina y el Cardenal
o
Cuadro de París bajo la Fronda
,
Los hijos de Concini
o
Una intriga de Richelieu
… Estas novelas serán anunciadas en la cubierta. A esta maniobra la llamamos adelantar el éxito. Se hacen saltar los libros en la cubierta hasta que se hacen célebres, y entonces se llega a ser más grande por las obras que no se han hecho que por las que en realidad se ha escrito: El
En prensa
es la hipoteca literaria. Así que, ¿nos reímos un poco? Aquí hay champaña. Ya te puedes imaginar, Lucien, que nuestros hombres han abierto unos ojos grandes como tus platos… ¿Tienes aún platos?

—Los han embargado —exclamó Coralie.

—Comprendo y continuó —dijo Lousteau—. Los libreros creerán en tus manuscritos en cuanto vean uno solo, En librería se pide ver el manuscrito, se tiene la pretensión de leerlo. Dejemos a los libreros su fatuidad: nunca leen los libros; si no, no publicarían tantos. Hector y yo hemos dejado presentir que por cinco mil francos concederás tres mil ejemplares en dos ediciones. Dame el manuscrito de
El arquero
, pasado mañana comemos con los libreros y se lo colocamos.

—¿Quiénes son?

—Dos socios, dos buenos muchachos, bastante decididos en negocios, llamados Fendant y Cavalier. El uno es un antiguo encargado de la casa Vidal y Porchon, y el otro es el viajante más hábil del muelle de los Agustinos, ambos establecidos desde hace un año. Después de haber perdido algún dinero publicando novelas traducidas del inglés, mis dos valientes quieren explotar las novelas indígenas. Corre el rumor de que esos dos comerciantes de papel emborronado arriesgan únicamente los capitales de los demás, pero me imagino que eso de saber a quién pertenece el dinero que te vayan a dar te debe dejar bastante indiferente.

Al cabo de dos días, los dos periodistas estaban invitados a almorzar en la calle Serpente, en el antiguo barrio de Lucien, en donde Lousteau seguía conservando su habitación de la calle de La Harpe y Lucien, que fue a recoger a su amigo, la encontró en el mismo estado que cuando entró en ella por vez primera, la tarde de su introducción en el mundo literario, pero ya no se sorprendió: su educación le había iniciado en las vicisitudes de la vida de los periodistas, y esperaba cualquier cosa.

El gran hombre de provincias había recibido, jugado y perdido el precio de más de un artículo, perdiendo, además, las ganas de hacerlo; había escrito más de una columna, según los procedimientos ingeniosos que Lousteau le había indicado cuando habían bajado por la calle de La Harpe al Palacio Real. Caído bajo la dependencia de Barbet y de Braulard, traficaba con libros y entradas de teatros; finalmente, no retrocedía ante ningún elogio ni ante ningún ataque; en aquel momento hasta experimentaba una alegría en poder sacar de Lousteau todo el partido posible antes de volver la espalda a los liberales, que se proponía atacar tanto mejor cuanto que los había estudiado muy a fondo. Por su parte, Lousteau recibía, a expensas de Lucien, una suma de quinientos francos en dinero de Fendant y Cavalier bajo la forma de comisión, por haber procurado este futuro Walter Scott a los dos libreros en busca de un Scott francés.

La casa Fendant y Cavalier era una de esas empresas de librería establecidas sin ninguna especie de capital, como por aquel entonces se establecían muchas, y como seguirán estableciéndose mientras los papeleros e impresores continúen dando crédito a los libreros durante el tiempo necesario para jugar seis o siete de estas manos de cartas llamadas publicaciones.

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